Una de las características más acusadas de la época en que nos ha tocado vivir es la prisa.
El apresuramiento ha invadido nuestra forma de comportarnos de modo tan solapado que hemos llegado a actuar con rapidez incluso cuando el asunto que tratamos de resolver no precisa de urgencia alguna.
Nuestra intimidad ha dejado de ser completa porque la prisa, omnipresente, se nos ha introducido en la sangre.
Si fuese posible detectar el porcentaje de prisa que circula a través de nuestro torrente sanguíneo, nos preguntaríamos cómo es posible que exista espacio para algo más. Los leucocitos, eritrocitos y demás componentes residentes del rojo fluido deben de andar a trompicones.
No se trata aquí de proponer una sustitución de la prisa por la cachaza. No, no es eso. La cuestión está en saber si nuestro apresuramiento a todo trapo, sirve para algo, nos lleva a algún sitio.
Digo ésto porque, tras honda meditación, me levanto a toda prisa para tener tiempo de afeitarme. Desayuno, a cien por hora, y me voy corriendo a la oficina para llegar temprano y poder despachar el mayor número de papeles antes de que me entreguen más. A la hora de la salida, sin detenerme un momento, y a paso de carga, llego a casa para comer atropelladamente para dormir una apresurada siesta de la que me levanto a tiempo para ir velozmente a esperar a mis dos pequeños en la puerta del colegio. Cuando salen éstos, nuevo paso ligero, está vez por el trayecto más corto, para volver a casa y ayudar a los retoños en sus deberes. Deben comprender y asimilar sin tardanza pues a las nueve debo estar ante el televisor para saber, gracias a las breves noticias, pues el tiempo allí es más caro que en ningún otro sitio, qué ha sucedido en el mundo. Luego, a todo gas, la cena y, como un volador, a la cama pues mañana tengo que madrugar para comenzar otro día cortado por el mismo patrón.
¿Ven ustedes como es cierto que la prisa nos conduce a la cama?
Lo dicho hasta ahora se refiere únicamente a los casos leves pues los graves llevan, indefectiblemente, a otra clase de cama. A la de un sanatorio de curas de reposo.
¿Y qué sucede cuando se trata de ataques agudos, del último grado de la enfermedad?
La respuesta debiera ser innecesaria por ser sobradamente conocida, pero como estas líneas son, en realidad, un cursillo acelerado de desintoxicación, se la facilitaré. El apresuramiento excesivo nos transporta, previos cuantiosos desembolsos, a nuestra última cama. Más cara que todas las que utilizaremos en vida. Debe servirnos de consuelo, sin embargo, la consideración de que este lecho nos durará una eternidad.
Mirando desde otro ángulo, la prisa es mala consejera. Por apresurados cruzamos la calzada cuando el semáforo ordena que no lo hagamos, atolondramiento de urgencia que también puede convertirnos en protagonistas involuntarios de la primera intervención quirúrgica de un novato doctor en medicina en fase de prácticas.
La excesiva rapidez en la toma de decisiones puede impedir que nos convirtamos en millonarios al acertar sólo doce, y no catorce resultados en la quiniela futbolística. Seguramente si no hubiéramos sido tan apresurados, mañana podríamos adquirir aquel chalet tan bonito, junto al mar, el Jaguar de nuestros sueños y ser, al propio tiempo, distinguidos contribuyentes de la hacienda pública.
Piénselo usted con calma. La prisa es como una vía férrea que solo lleva a estaciones con un único nombre: la cama.
Hombre, yo no digo que se dedique usted a la meditación trascendental cuando un bombero, apareciendo de pronto en plena noche por la ventana de su habitación, le aconseje que se lance de cabeza por el túnel de lona.
No, en casos como éste hay que olvidarse de monsergas y actuar con premura.
Pero recuerde, la prisa por si misma, la que acucia al automovilista a adelantar una caravana jugándose la vida media docena de veces para detenerse, casi de inmediato, a beber una cerveza en un bar al borde de la carretera, es suicida. Se trata de alguien aquejado de la enfermedad en su fase terminal.
Y ahora, perdón que finalice de manera un tanto abrupta. Ya comprenderán que si lo hago es por un motivo muy importante.
Tengo muchísima prisa.
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Foz, 1986