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El paciente doctor Lucas

En la placa de bronce colocada sobre la puerta del consultorio, al igual que la fijada en el umbral de acceso a la escalera, podía leerse: Doctor Lucas Humera, especialista en pulmón y corazón. Consulta de 10 a 2 y de 4 a 7.

El insistente timbrazo que resonó de pronto en el piso silencioso, sobresaltó al doctor. Instintivamente, echó una ojeada al reloj de muñeca. Eran cerca de las ocho , y Laura, su enfermera y ayudante, hacía rato que se había ido.

La llamada volvió a hacerse oír, esta vez más prolongada y perentoria. Diciéndose que, a aquellas horas, debía de tratarse de un error, acudió a la puerta. Tras ella, en actitud presta a oprimir el pulsador, se encontraba un hombre alto, de aspecto macilento y mirada sombría.

Aunque hacía frío y amenazaba lluvia, el tardío visitante no llevaba abrigo o impermeable. Vestía un traje de paño verdoso cuya chaqueta, sin solapas y con coderas de cuero, recordaba la que visten los bávaros.

El recién llegado, cortésmente, se despojó del sombrero y dijo:

– Si es usted el doctor Lucas, tengo que hablarle. A cualquier precio.

– Si, soy el doctor, pero la consulta ya ha concluido. Tendrá que volver mañana.

– Mañana será tarde. Dentro de dos horas me marcharé. Vienen a buscarme.

– Y, ¿por qué tanta prisa? ¿No puede atenderle cualquier colega allá donde vaya?

– No; debe ser ahora mismo y usted.

– Está bien; pase. No comprendo el motivo de tanta urgencia. Su aspecto no parece indicar que disfruta de buena salud, pero tampoco creo que esté a punto de morirse. Sígame usted.

Lucas, precediendo a su cliente, avanzó pasillo adelante y lo introdujo en el despacho en que recibía a los enfermos. Este, en dos rápidas zancadas, se adelantó y ocupo el sillón de cuero habitualmente utilizado por el médico.

– Siento fobia por las sillas -ofreció como explicación de su inesperada conducta.

El doctor lo miró boquiabierto. En su dilatada experiencia practicando la medicina, jamás se había tropezado con algo semejante. Permaneció en pie unos instantes no sabiendo qué partido tomar. Finalmente, en tono que denotaba sorpresa y enfado, sugirió:

– Esas dos sillas son muy confortables; además, si lo desea, puedo traerle un cojín.

– Ya le he dicho que las sillas me producen una fobia invencible; aunque sean más cómodas que este sillón. Me recuerdan algo sumamente desagradable que soy incapaz de situar -se dignó aclarar el del traje gris, imprimiendo leves movimientos de vaivén al sillón giratorio.

«Formidable -pensó Lucas, un tanto asustado. A estas horas, sin nadie que me eche una mano, y en poder de un chiflado; porque este tío está más loco que un cencerro. Tendré que armarme de paciencia y seguirle la corriente hasta que se canse y se vaya por donde ha venido.»

Designado a su suerte, el especialista en pulmón y corazón ocupó una de las sillas despreciadas por el otro. Precavidamente, tomó posesión de la que se encontraba cercana a la estatuilla de mármol que adornaba la mesa. En aquellos momentos, lamentaba que sus aficiones no se hubiesen inclinado hacia el deporte en vez de hacia el arte. ¡Cuánto más tranquilo se sentiría con un bate de béisbol al alcance de la mano!

Una brusca pregunta vino a apartarlo de sus pesimistas pensamientos.

– ¿Dispone usted de rayos X?

La cuestión había sido formulada de sopetón y en voz tan alta, que el doctor se sobresaltó. Sin embargo, tuvo la virtud de aguzar su entendimiento. Advirtió algo en lo que no había reparado hasta entonces. El acento con que profirió la frase no le resultaba conocido, a pesar de sus frecuentes viajes por el extranjero en los que recorrió, prácticamente, toda Europa. ¿De dónde procedía aquel hombre? Nada, no podía localizar el país en que pronunciaban las erres, tes y uves de manera tan especial. Las vocales también resonaban de forma más apagada y oscura. Desde luego, no era español, ni de la América de habla hispana, pero dominaba el castellano a la perfección. ¿De dónde demonios procedería?

– Le he preguntado si dispone de rayos X -insistió ominosamente el enfermo.

– Pues claro que tengo rayos X; buen especialista sería si no fuera así. Y, puesto que la cosa parece urgente, vamos a dejarnos de rodeos; empecemos.

El doctor tomó una ficha del cajoncito que se encontraba sobre la mesa y se dispuso a escribir, pero antes de que tuviera tiempo a hacer la primera pregunta, la voz con acento inidentificable lo detuvo.

– ¿Qué va a hacer usted?

– Lo acostumbrado en estos casos; cubrir la ficha con sus datos personales.

– No hay tiempo para eso; ya le he dicho que me vendrán a buscar muy pronto.

– Está bien, está bien. Olvidaremos el trámite. No obstante debe usted de proporcionarme alguna pista que contribuya a orientarme hacia lo que he de buscar. Por ejemplo, ¿dónde le duele?, ¿qué síntomas nota usted?

– No me duele absolutamente nada y no advierto síntoma alguno.

Entonces no comprendo a qué ha venido -dijo suavemente el doctor que, aún cuando estaba a punto de estallar de indignación, no osaba ofender al lunático.

– He venido exclusivamente en relación con los pulmones y el corazón.

– Muy bien, comencemos ya -decidió Lucas impaciente. Y, sin más palabras, se puso de pie y, rodeando la mesa, se dirigió al chocante ser al tiempo que extraía el fonendoscopio de uno de los profundos bolsillos de la bata.

– Y eso, ¿qué es? -interrogó el visitante, levantándose también.

– Un fonendoscopio; sirve para realizar la auscultación previa a la exploración radiológica.

– ¿Cómo funciona?

– De manera muy sencilla; introduzco estos dos extremos en los oídos y luego, apoyaré el tercero en su pecho. A ver, quítese la chaqueta y la camisa.

– Antes de hacerlo, quiero auscultarle yo a usted, doctor. Tengo ese capricho.

El doctor, cada vez más asustado ante la actitud imperiosa y, sobremanera, por el tono amenazador con que fue proferida la frase, accedió.

Tembloroso de rabia, se despojó de la bata y el polo de manga corta que vestía debajo de aquella y, en silencio, entregó el aparato y se sometió a los manejos del improvisado galeno.

– ¿De dónde proceden los golpes rítmicos que estoy escuchando?

– Son los latidos del corazón, ¿qué carajo va a ser? ¿O cree que ha conectado con radio Pamplona en el día de la Tamborrada? -retrucó exasperado.

– Vaya, vaya; no conviene que perdamos la paciencia -aconsejó burlonamente el falso discípulo de Hipócrates. Tome usted, ya basta -añadió devolviendo el aparato.

El doctor Humera volvió a ponerse la ropa que se había quitado un momento antes. Apenas lograba disimular su ira y el resentimiento que aquel individuo había despertado en él. Haciendo un esfuerzo, recogió el fonendoscopio y, con lógica curiosidad, inquirió:

– Pero, ¿trata de hacerme creer que nunca ha visto un aparato como éste? ¿Ni siquiera ha oído hablar de él?

– No, nunca -se limitó a decir en interrogado, sin inmutarse.

– Bueno, pues ahora es su turno. Quítese la ropa.

– No, doctor; solo la quitaré para que me vea con los rayos X y eso, únicamente si no hay otro remedio. Nada de auscultaciones previas.

Está negativa agotó la paciencia del médico. A dos dedos de soltar un exabrupto, miró a los ojos al hombre que tenía enfrente y algo debió de ver en ellos que le obligó a callarse.

– Pasemos, pues, a la sala de radioscopia -dijo, abriendo una puerta situada al fondo del despacho.

– De manera que ese trasto es el famoso artefacto -se asombró el inflexivo ignorante.

Efectivamente, el modelo instalado en la consulta del doctor Lucas pertenecía una generación relativamente anticuada. Aunque el hecho era innegable, resultaba sorprendente, dada la pretendida incompetencia sobre la materia que lo denostaba, que se atreviera a calificarlo como trasto.

– No comprendo su osadía al descalificar la máquina, teniendo en cuenta que ha confesado su ignorancia acerca de estos asuntos -contraatacó, resentido, Humera.

– Es que, por su aspecto vetusto, da la impresión de que no sirve para nada.

– Pues funciona perfectamente -remachó cada vez más molesto, mientras accionaba el interruptor que la activaba. Luego, apagó la lámpara central dejando la estancia sumida en suave penumbra, apenas disipada por la luz procedente de una diminuta bombilla piloto.

– ¿Para qué apaga la luz? -interrogó belicosamente aquel pelmazo monumental.

– Para que mis ojos se adapten a la luminosidad precisa.

Durante unos instantes, el silencio reinante en la sala de radioscopia, únicamente fue turbado por el monótono zumbido del aparato que parecía tomar fuerza para ser utilizado.

Después, volvió a escucharse la voz del peregrino sujeto que decía:

– Y, ¿está usted convencido de que, con ayuda de esta artificio, verá mis pulmones y mi corazón?

– Naturalmente. Oiga, amigo, dispense mi curiosidad pero, la verdad, no puedo soportarla un minuto más: ¿es posible que nunca se haya colocado ante un aparato de rayos X?, ¿qué jamás…?

– Y, ¿cómo funciona? -interrumpió su interlocutor como si no hubiera escuchado lo que se le decía.

– Ahora se lo diré, aunque, por supuesto, no espere ningún cursillo intensivo. Pero, dígame, ¿de dónde sale usted? Parece una persona culta y…

– Vamos, doctor apresúrese; no queda mucho tiempo.

Lucas descolgó de la cercana percha una especie de largo delantal y había comenzado a vestirlo cuando fue interrumpido sin contemplaciones.

– ¿Para qué es eso?

– Para protegerme de los rayos. Verá usted…

– No le va a hacer falta, por lo menos de momento. Primero deberá usted situarse en el lugar que tendría que ocupar yo. Antes de que me mire, yo lo veré a usted. Rápido, ponga esa cosa en marcha, instálese donde proceda y dígame hacia donde he de mirar.

Las órdenes fueron impartidas con tal acento de autoridad, que el doctor optó por callarse y someterse. Volvió a desprenderse de la ropa y, sin una palabra de protesta, ocupó su sitio tras la pantalla, no sin antes oprimir un botón rojo, a la izquierda del cuerpo principal del aparato.

Inmediatamente, un resplandor verdoso inundó la habitación y, en la brillante superficie aparecieron, nítidamente dibujados, el corazón y los pulmones del atribulado médico.

– Veo una especie de barrotes curvados, más sombreados que algo como dos sacos y una bola que se agita. ¿Qué es todo eso?

– Los barrotes, las costillas; los sacos, los pulmones y la bola, el corazón -fue la escueta respuesta.

– Con que así son ustedes por dentro; ahora cambiemos de lugar y míreme. Se lo ha ganado a pulso, doctor.

Lucas, una vez más, obedeció, pero no consiguió localizar órganos, vísceras o huesos en el cuerpo situado ante los rayos.

Cuando se marchaba, el extraño paciente comentó con ironía:

– Ya no me sorprende que se averíen ustedes tan fácilmente.

The portuguese conection

La casa, sola, valía más del millón y medio que Sindo pedía por edificio y huerta. Así que, cuando el fascinado comprador pudo ver el feraz aspecto de la tierra, los hermosos frutales y la solidez del pétreo cierre, hizo un simulacro de regateo, más por el buen parecer que por otra cosa, y pagó en metálico, como exigía el vendedor.

Playa, Foz, Lugo

Playa de Foz en Lugo, foto Pedro M. Mielgo, 2013

La transacción se realizó en Foz, en cuyas cercanías estaba situada la finca objeto de la operación. Con el dinero a buen recaudo, en uno de los bancos del pueblo, Sindo quiso demostrar su generosidad invitando a comer al nuevo propietario. Puestos de acuerdo, se dirigieron a Fazouro, al restaurante El Descanso en el que estaban seguros de paladear pescados y mariscos sin trampa ni cartón.

El dueño y señor de aquel lugar de delicias gastronómicas les atendió personalmente mostrándoles langostas y centollos, aún vivos, para que eligieran las víctimas más de su agrado.

Debían aguardar, mientras en la cocina preparaban los platos de su elección, una media hora y, para hacer más grata la espera, solicitaron una botella de Alvariño, reserva quinto año, muy fría.

Como decía Sindo, aquello «entraba sin que lo empujaran». Tan cierta era su observación que cuando sirvieron los centollos hubieron de pedir otra botella y, cuando llegó el turno de la langosta, otra más.

Las consecuencias de tan abundante trasiego fueron las previsibles y, cuando después de los postres, para acompañar al café, comenzaron a beber coñac, la intoxicación etílica de ambos comensales era notoria. Su alegría les impedía conversar en tono normal y el volumen de su charla superaba, al menos en dos decibelios, el permitido en cualquier ayuntamiento sensato.

Almorzando en una mesa cercana, a menos de un metro, se encontraba el conductor de un aparatoso automóvil con matrícula portuguesa aparcado frente a las ventanas del restaurante. Aquel lusitano regordete, favorecido por la naturaleza con un rostro de querubín en el que brillaba el par de ojos con la mirada más inocente que se pueda imaginar, no perdía una palabra de lo que Sindo proclamaba a voz en cuello.

Entre otras cosas, el arrebatado y vocinglero orador, comunicó inconscientemente a cuantos escuchaban, voluntariamente o no, su ardiente deseo de zambullirse en una activa vida de negocios para la que, estaba seguro, poseía notables condiciones.

Al día siguiente, avanzada la mañana, Sindo despertó con un fuerte dolor de cabeza y un desagradable sabor de boca que le sugería machaconamente imágenes de cloacas y letrinas. A pesar de su malestar, consiguió realizar un esfuerzo sobrehumano para no romperse la crisma en la ducha, logró afeitarse sin contabilizar más de catorce cortaduras y se lanzó a la calle tras ingerir tres tazas de café negrísimo.

No había caminado más de treinta pasos cuando tropezó violentamente con alguien que leía tranquilamente el periódico. El encontronazo fue tan fuerte que el descuidado lector, después de trastabillar, quedó sentado en el pavimento. Sindo, apuradísimo, trató de disculparse y sacudir el polvo del agredido, simultáneamente.

Recuperada la vertical, el accidentado ordenó las hojas del periódico, que también se había ido al suelo, tranquilizó como pudo a su despistado agresor y con fuerte acento portugués dijo:

«Hombre, qué feliz casualidad. Le conozco. Ayer yo también estaba, a la hora del almoço, en el mismo restaurante que usted. Me encontraba en una mesa próxima y, aunque no era mi intención, escuché que estaba decidido a entrar en el mundo de los negocios. ¿Es cierto, o se trataba únicamente de una broma?».

Sindo, bastante abroncado todavía, respondió que, efectivamente, el día anterior se hallaba un tanto alegre pero que su deseo más ferviente era comerciar en algo, a ser posible en el campo de la importación/exportación.

El portugués, entonces, se presentó. Dijo que su nombre era Alvaro Carvalho do Silva. Añadió que desde hacía muchos años se dedicaba , venturosa coincidencia, precisamente a esa clase de negocios. Agregó que para celebrar el casual encuentro invitaba a su interlocutor a tomar un café y que espera que no le privase de aquel placer. Sindo aceptó, en parte porque aún no se sentía totalmente despierto y el café habría de venirle bien, y en parte por hacerse perdonar el impresionante trastazo.

Cuando, dos horas más tarde, salieron de la cafetería, español y portugués se trataban de tu, eran amigos íntimos y habían convenido realizar juntos una operación que les reportaría pingües beneficios. Alvaro enviaría su género en una barquita de pesca. Comunicaría la fecha de llegada en una carta en la que no se mencionaría la clase de mercancía para evitar indiscreciones. Por la misma razón, el desembarco se haría por la noche.

Naturalmente Sindo no era un retrasado mental y sólo efectuaría el pago del cincuenta por ciento de su valor contra compromiso de entrega firmado por Alvaro y avalado por dos conocidos bancos portugueses. el cincuenta por ciento restante, sería satisfecho a la persona que transportase hasta la playa de Peizás aquel maná llovido del cielo.

«Bueno -reflexionaba Sindo- se puede decir que éste ha sido un negocio hecho a trompicones. Para que digan. Total, coloco un millón, y dentro de nada se convierte en dos».

Tal como había sido convenido, ocho días después, a mediodía, los dos socios se encontraron en la misma cafetería. A aquella hora estaba casi vacía. Instalados en un rincón, Sindo recibió del portugués varios papeles con aspecto capitán, perdón, quise decir, oficial, con membretes, firmas, sellos y pólizas suficientes para satisfacer al más desconfiado. Complacido, sacó del bolsillo el medio millón y, con aire de entendido, colocó sobre la mesa un recibo por el monto del que se desprendía. Alvaro firmó, sin apenas fijarse, y recibió el dinero..

Poco más hubo. Solamente el acuerdo de que el exportador comunicaría, por lo menos con una semana de antelación, la fecha de arribada. Los dos contrabandistas, pues está claro que no eran otra cosa, se estrecharon las manos y cada uno se fue por su lado.

El día uno de noviembre, quince días después de la entrega del dinero y doce antes de la llegada del alijo, Sindo recibió una carta certificada que decía escuetamente:

O senhor Carvalho da Silva cumprimenta muito amigavelmente ao seu companheiro o Excemo. Senhor Sindo Cabra e oferece-se para quanto dispor.

As mercadorías ficaron enfardadas e aparelhadas para transportaçao.

(Saida 12, chegada 14/11). P.M.N.

Muitos abraçamentos,

Alvaro Carvalho da Silva.

Desde aquel momento, dos pensamientos ocuparon permanentemente el intelecto de Sindo: Uno, «Este Alvaro es un hombre de palabra. Tendré que hacer más operaciones con él». Dos, «Debo encontrar un procedimiento para estar al tanto de las idas y venidas nocturnas de la Guardia Civil, no vayan a hacerme polvo el asunto».

Lo de realizar nuevos negocios tendría que esperar. En cuanto a la actuación de la Guardia Civil, con la ayuda de Trededos no sería difícil saber a qué horas hacían sus rondas por Peizás, si es que aparecían por allí. Todo se reduciría a ponerle en nómina por las fechas que faltaban hasta el día catorce. Además, Tresdedos, aunque vago y borrachín, tenía fama de haber andado ya metido en líos de contrabando y podría echarle una mano la noche en que había de comenzar su racha de buena suerte. Con unas cien mil pesetas bastaría y sobraría. Otras cien mil para alquilar una furgoneta, sin chófer, para trasladar la mercancía desde la playa al garaje de su casa. En total la cantidad a desembolsar se elevaría a un millón doscientas mil que, restadas de los tres millones setecientas cincuenta mil que iba a producir la venta de setecientas mil unidades, a cinco pesetas cada una, dejaría un beneficio líquido de dos millones doscientas cincuenta mil, aparte de una existencia «en almacén» de doscientas cincuenta mil unidades.

«La aparición de aquel mayorista de Vigo fue verdaderamente oportuna. De qué manera pudo enterarse de su adquisición de un millón de unidades, era imposible de comprender, pero así son los negocios y no hay que darle vueltas -seguía discurriendo Sindo-. El caso es que tomaría la partida de 750 mil , que le pagaría al contado y que los postes corrían de su cuenta. ¡Viva Vigo! -agregó silenciosamente, incapaz de contener su entusiasmo mercantil-«.

Con un método que decía mucho y bueno de sus facultades organizativas, Sindo trazó un plan de campaña con tal profusión de minúsculos detalles logísticos que, con toda seguridad, hubiera provocado la más verde envidia del mismísimo general Patton.

Después, como todo gran hombre que se siente tranquilo pues únicamente las circunstancias adversas, independientes de él mismo, pueden arrebatarle el éxito y, seguro de que aquellas que le son subordinadas están bajo control, esperó.

Lugo, playa, Catedrales

Playa de las Catedrales. Foto Pedro M. Mielgo, 2013

Y su espera finalizó. Llegó el día, mejor dicho, la noche del 14 de noviembre y la P.M.N. (que, afortunadamente, no quiere decir Policía Montada de Noya sino pleamar noche), y, con día, noche y marea, arribaron el barquito, la lancha, un frío polar y lo que parecía el segundo diluvio universal.

«Tengo la suerte de cara -se dijo Sindo-. Es una noche que ni hecha de encargo por Alvaro».

Cuando el último fardo se encontró a salvo en la playa, después de haber comprobado, concienzudamente, pero al azar, el contenido de cuatro o cinco y de haberse salvado por los pelos de perecer ahogado, Sindo entregó las quinientas mil pesetas restantes y, escrupulosamente, exigió la firma del recibo por parte del minero encargado del transbordo.

Inmediatamente, la lancha y los dos hombres que la tripulaban se hicieron a la mar y desaparecieron entre la lluvia en dirección al barco que apenas se divisaba allá a lo lejos.

En el momento en que Sindo y Tresdedos iniciaban la pesada tarea de transportar los bultos de la playa a la camioneta aparcada en un camino vecinal no muy distante, en las dunas se encendieron cuatro potentes reflectores y, desconcertados, calados hasta los huesos, dando diente con diente a causa del frío y del miedo, fueron detenidos y conducidos al cuartel de la Guardia Civil, sin que prácticamente pronunciasen una palabra.

Tras una hora de espera, pasada en celdas separadas, fueron llevados al despacho del sargento Ruiz, Jefe de la Brigada con destino en la zona. Este hizo sonar un timbre y ordenó al guardia que se presentó que trajera unas toallas, un par de mantas y zapatillas para los detenidos.

Haciendo un gesto en que se traslucía una leve sonrisa de guasa, el Sargento dijo: «No me queda más remedio que pediros perdón. Tenéis que comprender que cualquiera puede cometer un error. Además el procedimiento que empleasteis para transportar vuestro género resultaba muy sospechoso. Estáis en vuestro derecho si decidís presentar una denuncia contra el Destacamento, por actuación indebida».

«Por curiosidad, ¿a cómo os ha salido cada unidad?».

Sindo, medio oculto por la toalla con que se secaba la cabeza, murmuró: «A peseta, pero las he vendido a cinco».

«Pero, ¿qué dices, hombre? ¿Cuántas quieres a 0,25? ¿A quién se le ocurre traer de esa forma, desde Portugal y pagándolas a peseta, un millón de agujas de gramófono?».

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo, 1986

El teléfono de la esperanza

La desgracia se había cebado despiadadamente en Leonardo. Toda su vida había trascurrido entre enfermedades y contratiempos de distintos calibres. Con toda propiedad podía clasificársele como un supermercado de la catástrofe.

De niño experimentó todas las dolencias infantiles y de adolescente padeció las correspondientes a aquel periodo de su existencia.

Cuando ya no era adolescente, ni tampoco adulto, en el momento en que el único problema capilar de los de su generación radicaba en el costo que suponía la frecuente poda de tupidas cabelleras, él se libraba de tan oneroso gasto a cambio de una calvicie prematura que le iba dejando tan lampiño como la puerta de una nevera.

Días después de celebrar el decimoctavo aniversario de su venida a un mundo que le reservaba tantas y tantas funestas oportunidades, estaba en la terraza de su casa, piso tercero A, cuando un súbito ataque de vértigo le precipitó a la calle, naturalmente sin paracaídas.

Fue aquel un «vertiginoso» descenso que le proporcionó la inopinada oportunidad de trabar conocimiento con un fornido sacerdote navarro que, ocasionalmente y ajeno a lo que se le venía encima, despertó del golpe en una cama del hospital asegurando formalmente que había sido objeto de un atentado.

Aquella brusca e imprevista toma de contacto originó la fractura de ambas clavículas y cuatro costillas en el improvisado campo de aterrizaje sacerdotal.

El involuntario imitador de Icaro fue más afortunado y sólo se rompió ambas piernas y el tabique nasal.

Tres meses de estancia después, curado del vértigo, ingresó en Caja y fue tallado.

Tan pronto como se incorporó a filas, la piorrea tomó posesión de su dentadura y la entrega de licencia coincidió con la colocación de un nuevo equipo dental que sustituía  al que hubo necesidad de desahuciar por el procedimiento de urgencia.

La flamante herramienta desgarradora, trituradora y masticadora era soberbia. Blanca como la nieve y deslumbrante como ésta. Sin embargo el mecánico dentista que la ensambló tomaba las medidas más bien a ojo, consiguiendo de esta forma que la dentadura entrechocara tan ruidosamente que le obligaba a descender escaleras con enorme parsimonia para no causar la errónea impresión de encontrarse interpretando un solo de castañuelas.

Entre incorporación y licencia soportó los ataques, unas veces combinados, y otras por libre, de conjuntivitis, colitis, rinitis y otitis y, para colmo de indignidad, orquitis.

Cuando comenzaba a tomar gusto por la vida civil, o dicho de otro modo, diez minutos después de abandonar el cuartel, conoció a Jimena. Tres meses después consiguió trabajo y seis meses más tarde, se casó con ella.

Ya sé que esto parece hoy excesivamente precipitado, incluso imposible, pero debe tenerse en cuenta que todo sucedía hace muchos años. Los empleos no eran pepitas de oro y las mujeres soñaban con casarse.

Leonardo, en vista de que en el transcurso de los seis meses posteriores al casual conocimiento de Jimena únicamente había padecido de los callos, una afonía que le obligaba a hablar por señas y dos hemorragias nasales, creyó que su prolongada racha de mala suerte había finalizado. Consideró que Jimena, además de estar muy buena, se había convertido en su talismán.

Así que, como queda escrito más arriba, se casó.

Después de mucho pensar, decidieron realizar el viaje de novios en tren para no tentar innecesariamente a la suerte con un vuelo a Sevilla.

Llegados al hotel y después de curar dos dedos que se había aplastado con al bajar la ventanilla de su departamento, Leonardo, seguro ya de que Jimena estaba buena pero no era, de ninguna manera el amuleto supuesto, decidió consumar el matrimonio a todo gas, antes de que se incendiara el edificio, se desbordara el Guadalquivir o, lo que sería más grave, la poliomielitis tuviera la repentina ocurrencia de dejarle incapacitado.

A la mañana siguiente, bien temprano, despertó a causa de unos intensos picores en la pantorrilla izquierda. Alarmado, se levantó y, encerrándose en el cuarto de baño, pudo comprobar que en aquella parte de su anatomía se estaba formando una enorme roncha de muy mal aspecto.

Volvió al dormitorio y, no sabiendo qué hacer, pero no deseando despertar a su dormida esposa, se sentó en la butaca a oscuras. «Después de desayunar, iremos a un especialista de la piel», se dijo.

Tan pronto como el doctor Turcios vio aquello, diagnosticó eczema seco. Extendió siete recetas, se embolsó 7.500 pesetas, y les acompañó amablemente a la puerta.

Desde aquel momento, además de alimentarse, contemplar la maravillosa perspectiva de la Plaza de España, el Parque de María Luisa, distintos monumentos y hacer aquello, podían divertirse colocando sobre el eczema una amplia variedad de pomadas que conferían a aquella porquería delicadas tonalidades del ámbar, violeta y marrón oscuro.

Sevilla, Plaza de España

Plaza de España de Sevilla

Las curas eran laboriosas y comenzaban siempre con la aplicación de un maloliente líquido, para lo cual utilizaban, de acuerdo con las instrucciones grandes pedazos de algodón en rama.

Encontrar el lugar adecuado donde ocultar aquellos pingajos húmedos constituía una verdadera pesadilla para el reciente matrimonio. Tirarlos por la ventana no era higiénico ni recomendable. En la papelera, tampoco. ¿Qué pensaría el servicio de limpieza?

Creyeron encontrar una solución cuando Jimena, con gesto resuelto, levantó la tapa del WC y, después de dejar caer en su interior aquella inmundicia, tiró de la cadena.

Hasta las 3,30 de la madrugada del cuarto día, el sistema funcionó. A hora tan intempestiva, dejó de hacerlo.

El vigilante nocturno, deshaciéndose en excusas, les suplicó que cambiaran de habitación para proceder ipso facto a arreglar todo el sistema de cañerías pues la habitación del piso inferior se encontraba inundada por el agua que caía en cascada desde la que ocupaban.

A partir de aquel momento, por San Lucas de Barrameda, no solo desembocaba el Guadalquivir, sino también los paquetes, cuidadosamente envueltos en plástico, que Jimena y Leonardo botaban, sin solemnidad ni botella de champagne, cada anochecer.

Como todo, también el viaje de novios llegó a termino y la pareja volvió a sus lares.

A los dos meses Leonardo, que únicamente había experimentado una ligera tortícolis, por cuya razón se encontraba sumamente satisfecho, comenzó a sufrir una rebelión delas masas en edición unipersonal.

Jimena parecía estar harta de tanta dentadura postiza, de la calvicie y, en fin, de las múltiples secuelas que aquel enfermo recalcitrante coleccionaba. Daba señales de desazón y descontento.

Una mañana en que a Leonardo se le pegaron las sábanas, se encontró encima de la mesilla de noche una nota que decía escuetamente:

«Adiós, convaleciente perpetuo»

En circunstancias distintas lo más probable hubiera sido que Leonardo admirase el lacónico estilo de su esposa, pero en aquel momento no se encontraba en las condiciones más propicias para otra cosa que para maldecir la hora en que se le ocurriría casarse, la perra suerte que le deparó tan puercas jugadas, la hora en que nació y, ya puestos a ello, el Día de la Raza.

A pesar de que su ya duro y cotidiano entrenamiento debería haberle abroquelado contra las consecuencias de cualquier catástrofe, ante aquella se sintió totalmente indefenso. El abandono de su recién estrenada esposa le sumió en una negra sima de dolor. Tan honda, que decidió dejar caer el telón y hacer un mutis definitivo.

Leonardo era calvo, lo cual no le impedía ser persona de decisiones rápidas: así pues, inmediatamente, comenzó a pensar en las ventajas e inconvenientes que reunían diferentes métodos de embarque para la eternidad.

Descartó al instante la defenestración, pues aún recordaba su caída desde la terraza y no deseaba verse obligado a realizar el último viaje en compañía de clérigos o seglares.

Del gas ciudad, ni hablar. Tenía un olor insoportable y, además, podía ser detectado por los vecinos que quizás le impidieran la excursión.

Revolver o pistola no tenía y, aunque dispusiera de armas, no las utilizaría, pues le sobresaltaba demasiado el antipático ruido que producían al ser disparadas.

Repentinamente, recordó las medicinas que se almacenaban en la despensa. Restos de innumerables tratamientos que su mala salud y un rosario de accidentes le habían hecho seguir. Representaban varios quilos de material aprovechable.

«Ahora vais a servir, de verdad, para algo», se dijo imaginando el cocktail especial e irrepetible que iba a preparar sin necesidad de receta alguna.

Cuidadosamente, eligió cuantos fármacos llevaban la indicación de «solo uso externo» y reforzó el surtido con un par de limpiametales.

El resultado de la mezcla del medio cubo de agua y el contenido de los frasquitos, botellas, tubos y polvos seleccionados, presentaba un color que ni el divino Dalí hubiera soñado en sus delirios más audaces.

Después de agitar concienzudamente aquel mejunje infernal, digno del aquelarre más distinguido, Leonardo decidió irse a lo snob y buscó en la cristalera fina, regalada por su tía Victoria, una hermosa copa para champagne, que llenó hasta el borde. Se sentó cómodamente en una butaca, que por cierto estaba sin pagar en su totalidad, y levantó la burbuja cristalina disponiéndose a vaciarla de un trago.

Antes de hacerlo, paseo su mirada por la habitación en muda despedida de aquel lugar en el que tanto había amado y sufrido y que, en breves instantes se convertiría en su mausoleo.

Sobre la mesita baja se encontraba un periódico del día anterior, abierto por las páginas centrales, de cuyo texto destacaba un conciso titular que decía «Teléfono de la Esperanza».

Involuntariamente, Leonardo vio el título y pensó: » Esperanza para quienes aún disponen de capacidad para albergarla. No para mí, que ya llegué al límite de la desesperanza».

Contra sus deseos, o por lo menos sin la intervención de su albedrío, depositó la copa sobre la mesita y con una mano, aparentemente dotada de vida propia e independiente, cogió el diario.

Asombrado, leyó el parco aviso que figuraba bajo aquellas palabras extrañas. Decía: «No tome una decisión precipitada. Todo problema tiene su solución. Cuando crea que ya nada importa y que la vida no merece la pena ser vivida, aplace su determinación unos minutos. Póngase en contacto con nosotros llamando al teléfono…».

Leonardo arrojó el periódico al suelo y volvió a coger la copa, dispuesto a terminar de una vez. Sin embargo, la colocó sobre la mesa nuevamente.

Una tenue llama de ilusión había nacido en su interior y, aunque no quería admitirlo, pensar en la ingestión de aquella maloliente porquería le causaba un asco imponente.

«Bueno -se dijo- En realidad, esto no va a adquirir peor aspecto dentro de cinco minutos. Y, además, la mía no tiene porqué ser una muerte repentina».

Con un gesto indeciso, Leonardo asió el teléfono y, sin levantarse de la butaca donde aún se encontraba, leyó el número de teléfono de la esperanza, marcó y esperó unos instantes antes de conseguir respuesta.

Una agradable voz de mujer dio fin a su nerviosa espera diciendo: «Buenos días».

Leonardo en tono de duda, preguntó: «¿Es la esperanza?». La respuesta en la que se traducía un deje jovial, le extrañó un tanto: «Pues claro, ¿quién iba a ser, hombre?, ¿qué tripa se te rompió?».

«Pues  verá -contestó- ; no se me rompió ninguna tripa, todavía, pero es probable que se me rompa todo de una vez. Estoy a punto de suicidarme».

«¡Qué burro eres, pero qué burro eres! ¿Cómo se te ha ocurrido semejante estupidez? Mira, déjate de pamplinas y piensa que por muy desgraciado que te sientas hoy, mañana será otro día. ¿Por qué no me cuentas tus penas? Verás cuanto mejor te sientes cuando desembuches».

Leonardo, sin comprender la razón, comenzó a notar como si le quitasen de encima una pesadísima losa y, poco a poco, tímidamente al principio, y con toda sinceridad luego, fue recitando su patético catálogo de contratiempos, enfermedades y tristezas, terminando por confesar el reciente abandono de  su esposa.

Al otro lado del hilo telefónico que le unía a la esperanza, la voz de su interlocutora solo interrumpía para pronunciar breves palabras de asentimiento como: «Ya», «Bueno», «Vaya», que no hacían otra cosa que alimentar el anhelo de simpatía y comprensión experimentada por Leonardo.

Cuando terminó la larga letanía y confirmó su propósito de quitarse la vida, aquella voz se limitó a decir: «Bueno, no es posible que hayas aguantado a pie firme todo lo que me has contado y te arrugues ahora con la espantada de tu mujer. Si te deja una, piensa que te ha hecho un favor. Desde este momento tienes la oportunidad de disponer de las que quieras».

«Pero, ¿qué dices? -exclamó Leonardo-. No lo entiendo. O estás loca, o no sabes lo que dices».

«Claro que lo sé, hombre, claro que lo sé. Tengo mucha experiencia en estas cosas. El ambiente que me rodea y mi oficio me han enseñado mucho», dijo la voz amable.

«Nada, nada, tengo que tomar alguna medida», confesó Leonardo.

«Bueno, pues si se trata de tomar medidas -fue cortado- toma las mías; ahí van: 90-60-90. He de confesarte -continuó- que no soy la Esperanza. Esa salió ayer con un argentino que la trae tarumba y no volvió todavía. Yo soy la Manuela».

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo, 1986

Falta un cadáver. Sobran dos hombres y un perro

Creo que desperté a causa del absoluto silencio y de una sensación, nueva para mí, de flotar suavemente en el espacio.

Había desaparecido por completo aquel traqueteo infernal iniciado tan pronto como el expreso que me llevaría de Oviedo a Madrid, salió de la estación y comenzó a adquirir velocidad. Recordaba que me acosté en la estrecha litera y, después de varios intentos de concentrarme en la lectura del libreo que había seleccionado para la ocasión, hube de apagar la luz y tratar de dormir. No podía concentrarme y mis ojos recorrían una y otra vez la misma línea sin enterarme de nada. Era imposible con tal estrépito de maderas que chocaban entre sí. El paso de las ruedas del convoy sobre cada una de la juntas de dilatación de las vías añadía sus notas machaconas al concierto. En cambio, ahora, no se escuchaba un solo ruido.

Como me había sucedido en otras ocasiones, lamenté no haber realizado el viaje en automóvil. Hubiera sido más cómodo y rápido y, sobre todo, me habría ahorrado el suplicio. Sé que hay muchas personas que, no sólo no se sienten molestas en situación semejante, sino que, incluso, duerme mejor que en su propio lecho. Yo, desafortunadamente, no me encuentro entre ellas.

Sin embargo, el anuncio de probables nevadas y, sobremanera, de nieblas seguras, me habían decidido a optar por el tren.

Había algo que contribuía en gran medida a mantenerme despierto. Era, precisamente, la sospecha de que muchos de mis compañeros de viaje se encontrarían durmiendo a pierna suelta. ¿Cómo podrían ser tan insensibles?

Además, ¿cómo serían capaces de descartar la posibilidad de un horrible accidente? ¡Era tan fácil! Que el conductor, el maquinista, o como se llamara el responsable de aquella coctelera rodante, sufriese una distracción, un desvanecimiento, o se durmiera unos instantes, bastaría para no ver la señal de peligro, una aguja cerrada y que nuestro tren se convirtiera en un gigantesco féretro.

Estas ideas y otras del mismo estilo me obligaban a permanecer tenso, con todos los músculos envarados y los ojos desmesuradamente abiertos, como esperando una tragedia inevitable.

Por fin, después de mucho tiempo, tras incontables vueltas sobre mí mismo que estuvieran a punto de hacerme caer al oscilante suelo, me quedé profundamente dormido, con un sueño sin sueños.

Y ahora, esto. Un despertador extraño, como si alguien me hubiera sacudido por un brazo. Pero, no. Precisamente, lo que me había sacado del sueño era todo lo contrario. Había sido la desaparición de las sacudidas que tanto me habían molestado cuando me acosté.

No obstante, en mi cuerpo advertía la sensación de que el tren era arrastrado a velocidad vertiginosa, mucho más rápidamente de lo que había viajado nunca.

De pronto observé algo en lo que no me había fijado hasta entonces. A pesar de que, según mi reloj, eran cerca de las siete de la mañana, no se oía la voz de ningún otro viajero. Recordé en aquel momento la ruidosa pareja de muchachas que, alegremente, conversaban en un tono muy alto sin la menor consideración hacia los ocupantes de las cabinas próximas. Me había percatado de que se habían introducido dos puertas más allá de la mía. La razón de su silencio podía estar en que aún se encontraran durmiendo. O también, en que hubieran abandonado el tren.

Presa de un malestar inexplicable, me aseé apresuradamente y, antes de terminar de vestirme, pulsé el timbre de llamada al camarero, para recordarle la petición de desayuno formulada la noche anterior, al subir al tren. Cuando estuve totalmente vestido, volví a repetir el llamamiento sin que, como en la primera oportunidad, alguien acudiera atendiendo a mis timbrazos.

Un tanto mortificado decidí salir al pasillo. Tan pronto como me encontré fuera de mi cabina, fuertemente asido a la barra metálica situada ante la amplia ventana, la inquietud que se había apoderado de mí al despertar, se convirtió en una angustiosa desazón difícil de soportar.

Había amanecido y, aunque no era totalmente de día, la luz bastaba para ver desfilar los arboles cercanos a la vía férrea. La velocidad a que viajábamos era tal que parecíamos deslizarnos ante una interminable empalizada. Reinaba un silencia de muerte. Al hacerme esta última reflexión, conseguí serenarme un tanto poniéndome en guardia contra mi exaltada imaginación, siempre más desbocada tras una noche como la pasada sin haber gozado de las ocho horas de sueño a que estaba habituado.

Pero todas mis exhortaciones resultaban vanas. Entonces, decidido a desvelar aquello que me parecía un misterio, avancé pasillo adelante.

No llegué muy lejos pues de la cabina del fondo surgió repentinamente un empleado del ferrocarril, al menos como tal iba vestido, que me dijo: “Buenos días, señor. Si se había propuesto pasar al vagón delantero, olvídelo. Hace poco tiempo se ha desprendido la plancha de acero que sirve como pasarela. Sería muy peligroso tratar de saltar. Lo mismo ha sucedido con la que nos unía al vagón que nos sigue.” Y agregó, con lo que me pareció una sonrisa burlona: “A todos los efectos estamos aislados.”

“En realidad –respondí- trataba de hablar con el empleado que me recibió anoche. ¿Dónde está? Le había pedido que me sirviera el desayuno y como no lo ha hecho, he tocado el timbre varias veces, pero no ha pasado por mi cabina.”

“Pues ha sucedido algo sumamente penoso. Anoche, repentinamente se ha sentido mal y nos hemos visto obligados a dejarlo en León. Se lo llevaron al hospital en una camilla. En cuanto a su desayuno, el señor lo tiene servido; esta sobre la mesita de su cabina.”

“Acabo de salir de allí y no he visto nada –le dije. Además, nadie ha llamado a mi puerta. No puede ser –añadí.”

“Perdone el señor, pero ¿cómo es posible que no lo recuerde? Yo mismo se lo llevé. Me ha pagado Vd., dándome diez duros de propina”, contradijo el hombre.

“Pero, ¿cómo sabia Vd. lo que he pedido para desayunar? Si su compañero ha enfermado de pronto, seguramente no tendría la presencia de ánimo necesaria para comunicarle mi encargo.”

“No era necesario –siguió el nuevo camarero. En la parte de atrás de su billete, había escrito su pedido. Lo tengo ahí con el resto de los billetes. Sígame Vd., por favor. Va a enfriarse el café.”

Y, después de mirarme fijamente a los ojos, me precedió por el pasillo, hasta detenerse ante mi puerta. Abrió ésta y, con un ademán de ambas manos y una inclinación de cabeza, me invito a entrar.

Mi sorpresa a la que, no tengo inconveniente en confesarlo, vino a unirse un súbito pavor, fue enorme pues, tal como había anunciado el mozo, el desayuno se encontraba sobre la mesita.

Aquella situación era increíble. Imposible de admitir. El hombre había salido de una cabina más cercana que la mía, a la cabecera del tren. Por esta razón no existía la posibilidad de que me hubiera pasado desapercibida la colocación de la bandeja. No le había dado la espalda en ningún momento. Además yo no había hablado nunca con aquel hombre.

Tenía que existir un cómplice, me dije. Un cómplice que introdujo en mi cabina aquel maldito desayuno, viniendo del otro extremo del vagón cuando yo hablaba con el empleado que ahora me contemplaba con mirada burlona. Pero, un complica ¿en qué, y para qué?

Para terminar con aquella situación increíble, y porque –de verdad- el personaje me causaba auténtico temor, le dije: “Está bien, está bien. Muchas gracias.”

Tan pronto como pude hacerlo sin parecer descortés y, sobre todo, sin querer dar la sensación de que me encontraba asustadísimo, cerré la puerta y corrí el cerrojo.

Deseaba estar solo para analizar los hechos. Todo me resultaba increíble. El conjunto de sucesos extraños parecía producto de una pesadilla pero, no lo era. Yo estaba totalmente despierto y había algo que me lo demostraba, algo que ponía en evidencia que yo era el centro de una maquinación, de que estaba mezclado en un asunto irregular.

La prueba que poseía era el billete. Recordaba con toda nitidez cómo, la noche anterior, cuando me disponía a entregarlo al empleado que recibía a los viajeros al pie del estribo, me di cuenta de que en el dorso de aquella cartulina alargada tenia anotados algunos nombres, direcciones y teléfonos de personas a quienes debía visitar en Madrid. Por ello, le había pedido me permitiera conservara en mi poder hasta que hubiera copiado los datos en la agenda de notas. Él había respondido que no existía inconveniente alguno; que ya se lo entregaría a la mañana siguiente.

Yo sabía que el billete se encontraba en un bolsillo de mi chaqueta y, sin embargo, deseaba con toda el alma equivocarme. ¿No estarían jugándome una mala pasada la imaginación y la memoria?

Cuando comencé a registrarme los bolsillos, lo hice iniciando la búsqueda por aquellos que menos posibilidades tenían de contenerlo. ¡Deseaba tanto que no apareciese!

Pero desgraciadamente, el billete apareció. Aún antes de sacarlo con dedos temblorosos del bolsillo exterior izquierdo, al tacto, lo reconocí. Sí, allí estaba. Tuve que tomar asiento porque las piernas parecían habérseme convertido en gelatina. Al mismo tiempo, noté que los pelos cortos de la nuca y la sotabarba se ponían de punta.

Como un autómata, sin saber realmente lo que hacía, me serví una taza de café. Aún humeaba, abrí la bolsita de azúcar y, totalmente abstraído en los desagradables pensamientos que me asaltaban, vertí su contenido en el café. Luego, bebí un largo trago que me abrasó la boca y la garganta. Mi desayuno estaba casi hirviendo.

Tratando de encontrar una explicación admisible para aquella alarmante situación, me dejé caer hacia atrás, apoyé la cabeza en la almohada y, sin duda, fatigado por la tensión, me dormí nuevamente.

Cuando volví a despertar, me puse en pie de un salto y miré el reloj. Como cuando lo hice, mucho tiempo antes, señalaba las siete menos cinco. Ahora también fallaba el reloj. Aquello era el colmo. Le había colocado una pila hacía tres días y, desde entonces, no le había dado ningún golpe. Se trataba de un aparato japonés, garantizado contra todo, menos terremotos, que siempre había marchado perfectamente.

Pensé entonces que el extraño empleado con el que había hablado, no sabía cuando, podría decirme la hora exacta. De paso me enteraría de cuánto tiempo faltaba para llegar a Madrid.

En el pasillo me aguardaba otra sorpresa. A media distancia, entre mi cabina y la puerta delantera del vagón, sentado sobre sus patas traseras, mostrándome sus agudos colmillos y gruñendo amenazadoramente, se hallaba un perro. Creo que un Doberman.

Si quería seguir avanzando tendría que pasar rozándole. Recordé entonces, que una demostración de temor constituye una invitación a pasar al ataque, confié en que quien puso en circulación esta teoría supiese de qué hablaba y continué andando, tratando de convencerme al propio tiempo de que el animal que me contemplaba con los ojos inyectados en sangre era tan inofensivo como una maleta.

Al pasar a su lado, con un movimiento rapidísimo, asió entre los dientes mi mano izquierda. No apretó mucho, pero tampoco me soltaba. Yo no sabía qué hacer. También conocía la tesis que afirma la inconveniencia de emplear la fuerza en casos como el que me ocurría, y asegura las ventajas de la utilización de una voz persuasiva y tranquilizadora.

Así pues, inicié un largo discurso en el que abundaban palabras suaves y cariñosas, pero aquel salvaje no debía haber escuchado a quienes me habían hecho creer aquellas patrañas.

De pronto, cuando los gañidos del perro empezaban a subir de tono, de la última cabina, cuya puerta se encontraba media abierta, salió una voz que dijo: “Suelta. Ven”

Al escuchar aquellas palabras, el perro abrió la boca y se fue como una exhalación introduciéndose en la cabina donde habían partido las ordenes salvadoras.

Dispuesto a aclarar tan duradero y complicado enigma, también yo me dirigí al mismo compartimento, abrí la puerta de par en par, y entré; sólo para recibir dos nuevas sorpresas. Allí no se encontraba el perro. En cambio, arropado de tal manera que únicamente asomaba la cabeza por encima del embozo, se hallaba en la litera el empleado que me había recibido la noche anterior.

Tan pronto como me vio, con voz en la que se ponía de manifiesto sorpresa y asombro, dijo: «Ah, ¿está usted bien?», añadiendo casi sin hacer pausa: «Váyase, váyase.»

Había tal terror en su mirada que, sin vacilar salí cerrando la puerta tras de mí.

En aquel momento, me dí cuenta de que la mano mordida por el perro me dolía. Después de comprobar que sangraba un poquito -tenía marcadas profundamente las huellas de los dientes y los agudos colmillos del Doberman- improvisé una venda con el pañuelo.

Me encontraba finalizando la rápida cura cuando, como surgido de la nada, apareció a mi lado el mozo con el que deseaba hablar tras el singular desayuno.

«¿Qué le ha ocurrido?», preguntó.

Al responderle que acababa de morderme un perro, me dijo que aquello era de todo punto imposible porque en aquel tren no había ninguno. Añadió que si viajase algún animal con nosotros tendría que hacerlo en el furgón.

Le conté, entonces, todo lo que había sucedido, mi encuentro con el primer empleado, aquel que, según me había dicho, se encontraba en un hospital de León. Sin decir palabra, me asió por un brazo y me acompañó a la cabina que le indiqué. Abrió la puerta, me dijo que pasara; lo hice y comprobé desconcertado que el compartimento se encontraba totalmente vacío. Todo estaba en orden y allí no parecía haber estado nadie.

A pesar de ello, yo estaba seguro de que en aquella cabina había visto al falso enfermo, éste me había hablado y, aunque no tenía pruebas, sospechaba que fue él quien me había librado de las poderosas mandíbulas del perro volatilizado como por arte de magia.

El asombro que me producía el escepticismo de mi interlocutor subió de punto cuando, al preguntarle que hora tenía, respondió que eran las siete menos cinco. Agregó que en poco más de una hora llegaríamos a Madrid.

Completamente desconcertado, ignorando a qué atenerme y sin ánimo para hacer nuevas preguntas, resolví encerrarme en mi cabina hasta la llegada al lugar de destino. Cuando me encontré a solas y después de echar el pestillo a la frágil puerta que parecía el único obstáculo que me separaba de un mundo de locura, a salvo de la mirada entre grave y jocosa de aquel hombre, comprobé mi reloj. ¡Seguía señalando las siete y media!

Bruscamente, movido por un impulso repentino, saqué de la cartera una bolsita de plástico que contenía fotografías de carnet, retiré estas y, en su lugar, introduje cuidadosamente unas gotas del café que aún quedaba en la taza. Luego volví a meter el pequeño sobre en el bolsillo superior de la chaqueta, procurando que su lado abierto quedara situado hacia arriba.

Si alguien me hubiera preguntado para qué realicé semejante tarea, no podría responder. Debió ser el resultado de un estímulo del subconsciente.

Pasó algún tiempo durante el cual no hice más que contemplar el vertiginoso desfile de cuanto se encontraba al otro lado de la ventanilla. Hubo un instante en que me apercibí de que ya no viajábamos a la misma velocidad que cuando desperté al amanecer. Paulatinamente, la ligereza de nuestra carrera fue disminuyendo y el cambio trajo consigo el ruido.

Al principio, hube de esforzarme para captarlo pero, poco a poco, se convirtió en el estruendo familiar que tanto había echado de menos. Luego hubo un enorme fragor y el bamboleo característico de una entrada en agujas, es decir, en un amplio espacio destinado a maniobras por medio de una red de vías. Estábamos entrando en Madrid.

En cuanto el suelo bajo mis pies inició una nueva aproximación a la normalidad, señal inequívoca de que íbamos a detenernos, tomé el pequeño maletín que contenía mis efectos personales, salí al pasillo y, apresuradamente, me encaminé a la puerta del vagón.

Afortunadamente no había rastro del mozo ni del perro. No sentía el menor deseo de volver a ver a ninguno de los dos.

Antes de que el tren se detuviera por completo ya había logrado abrir la puerta y sujetarla con el resorte correspondiente; me situé en el estribo y salté al andén en cuanto me pareció conveniente hacerlo. Sin perder impulso, continué corriendo, crucé a paso de carga el amplio vestíbulo -que nunca me pareció tan amistoso, cálido y humano- y no me detuve hasta que me encontré a salvo dentro de un taxi.

Cuando, apenas recobrado el resuello, le pedí al conductor del vehículo que me llevara a la comisaría más próxima, se quedó mirándome unos instantes y comentó: «Parece que ha visto usted fantasmas.»

«Tiene usted ojo clínico, amigo», respondí. «No ha sido eso, pero si algo muy parecido.» Después, aunque el taxista era hombre locuaz y trataba de hacerme hablar, me encerré en un mutismo que no estaba dispuesto a romper hasta que me encontrara en presencia de la policía.

Pronto hallé una comisaría. Allí dije a la persona que me recibió, que deseaba hablar con el Comisario o, en su defecto, con quien ostentara la misma categoría. Me preguntó mi nombre y, para no perder tiempo, le entregué una de mis tarjetas de visita. Regresó enseguida del despacho contiguo al que había entrado y me pidió que le acompañara.

Al entrar, un hombre alto y encorvado, pelirrojo y con gruesas gafas, se levantó de su silla y, rodeando la mesa tras la que se hallaba sentado, salió a mi encuentro tendiéndome la mano y pidiéndome tomara asiento. Antes de hacerlo, le pregunté si él era el Comisario.

Con una sonrisa de disculpa me dijo que allí no había Comisario. El era Inspector Jefe y a él debía decirle qué me llevaba a su presencia.

Entonces me senté y, antes de comenzar a relatar lo que, a mi juicio, y sin duda al suyo, era un absurdo, le dije que era abstemio, que nunca había tomado drogas ni somníferos y que no se trataba de ninguna broma. Después, procurando no extenderme demasiado, sin describir mis sensaciones personales y tratando de utilizar un orden cronológico, emprendí la narración de los hechos. Pronto me interrumpió para preguntarme si tenía inconveniente en que fuera tomado taquigráficamente cuanto le estaba diciendo. Al responderle que no, utilizo el dictáfono para ordenar que acudiera un taquígrafo. Este llegó casi inmediatamente.

De nuevo volví a emprender la relación de los hechos. El Inspector Jefe no me interrumpió ni una sola vez y, cuando hube finalizado, le dijo al taquígrafo: «Si lo ha tomado todo, que lo pasen a máquina ahora mismo. Luego tráigame la transcripción, por favor.»

Casi sin transición, me pidió que le mostrase el billete que había mencionado y al que aún se encontraba cosida la copia del pago realizado con tarjeta de crédito. Con movimientos seguros, desplegó el periódico que estaba sobre la mesa, pasó a la segunda página, colocó encima de la misma la factura, billete, tarjeta de visita y mi DNI, que me había pedido al principio de nuestra entrevista.

Unos momentos más tarde elevó la mirada y, fijando sus ojos en los míos, me dijo: «Efectivamente, sucede algo extraño. Procure tomar con tranquilidad lo que voy a decirle. En el diario de hoy se da cuenta del terrible accidente sucedido en el expreso que efectuaba ayer el recorrido Gijón-Madrid. A las siete menos cinco de la mañana ha sufrido un descarrilamiento. Ha habido veintisiete muertos, todos ellos del vagón número cinco. También se produjeron sesenta y dos heridos, de ellos veintiuno, graves.»

Cuando le miré, creo que con expresión de no comprender muy bien lo que decía, continuó: «Bastaría la coincidencia de la hora que señalaba su reloj cuando se paró y el momento en que tuvo lugar el accidente. Pero, perdone un momento -se detuvo y salió de la habitación, regresando poco después.- Lo verdaderamente curioso es que, como resultado de la investigación realizada  durante todo el día de ayer, se ha puesto de manifiesto que falta el cadáver de un viajero que ocupaba, en el vagón cinco, la cabina número nueve. La estación de Oviedo, a través de su oficina central de despacho de billete ha informado que la cama ha sido vendida a Gabriel Zarza Tossa, el cual ha pagado su importe con tarjeta de crédito. Es decir, a usted mismo, porque, según su tarjeta de identidad, usted es Gabriel Zarza Tossa.»

Al ver que yo palidecía y vacilaba en la silla que ocupaba, se interrumpió nuevamente y, sacando del cajón inferior de la mesa una botella de coñac y un vaso me sirvió una generosa dosis que me rogó bebiera. Era lo mejor para casos como aquel, me dijo. Además, aún faltaba algo, añadió. Mi nombre figuraba en la lista de víctimas mortales del periódico y yo debería haber fallecido si hubiera tenido en cuenta la fecha del billete.

Con mano temblorosa, cogí la cartulina y comprobé que era cierto. La fecha que me indicaba en la misma era la del día del accidente. Yo había viajado veinticuatro horas después.

En aquel momento entro un nuevo policía. Traía en sus manos la transcripción de mi relato y el informe del laboratorio. Los restos del café de mi desayuno no contenían sustancia extraña alguna. Era café normal. Un tanto flojo, pero auténtico.

Los acontecimiento empezaron a precipitarse. Llovieron los informes que no hacían otra cosa que complicar la madeja. El mozo del vagón número cuatro había sido encargado de atender las llamadas de los viajeros acomodados en éste y en el cinco. Desde el último nadie había requerido sus servicios. No se había desembarcado ningún enfermo en León. Mi billete no se encontraba entre los recogidos en Oviedo. El tren había viajado a la misma velocidad de siempre y no figuraba perro alguno en la lista de embarque. Por último, aquel empleado no respondía a la descripción de los hombres con los que yo había hablado.

El Inspector, después de meditar un rato y de volver a estudiar las señales de la mordedura que aún se veían en mi mano izquierda, me acompañó a la puerta y, ofreciéndome su diestra, me despidió, diciendo: «Aunque no lo comprendo, creo cuanto ha dicho y lamento tener que contribuir a aumentar su confusión informándole de que entre los restos del vagón número cinco del tren accidentado ayer, ha sido encontrado muerto un Doberman.»

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones sin partitura, Oviedo 1987