Contrariamente a lo que hacían suponer nombre, apellido y procedencia, Adolf-Lothar Roheit, Alemania del Norte, aquel hombre no era ni había sido nunca un bárbaro.
Cuando visitó por primera vez las verdes costas de Foz, en la provincia de Lugo, no lo hizo a bordo de un barco, ni siquiera utilizando el prosaico medio de locomoción automovilístico.
Arribó precedido de un ruido infernal, cabalgando sobre la poderosa motocicleta recibida como regalo de fin de carrera de la persona que ostentaba la doble condición de padre y principal accionista de Roheit Stahlwerke.
Conseguir el título de ingeniero industrial había sido un juego de niños para Adolf-Lothar, ya que había llegado a este mundo dotado de inteligencia y memoria poco frecuentes. El autor de sus días, complacido porque, al fin, iba a contar con una persona de confianza que le sucediera al frente de la gigantesca organización creada pacientemente merced al esfuerzo de cuatro generaciones, había accedido a satisfacer el capricho de su vástago.
El monstruo de dos ruedas y tres meses de vacaciones constituían la recompensa a los años de estudio, docilidad y obediencia que, desde niño, había sido la norma del chico llamado a jugar un importante papel en la industria alemana del acero.
El recién licenciado era plenamente consciente de que tan pronto transcurriera el plazo concedido, comenzaría una existencia en la que no habría lugar para frivolidades. Años atrás había escuchado, con cierto desasosiego, que el destino del delfín de la familia no resultaba, aparentemente, nada envidiable. Pero, a cambio de la entrega absoluta, cuántas satisfacciones de tipo moral ante el deber cumplido a rajatabla.
El lema de la casa, «trabajar sin desmayos», se le antojaba excesivamente cruel y el pensamiento de que cuando se convirtiera en un engranaje, muy importante pero engranaje al fin, de Roheit Stahlwerke únicamente tendría derecho a quince días de vacaciones anuales, hacía que los tres meses que tenía por delante le parecieran aún más apetecibles.
Deseaba conocer España, uno de los viejos criados de su casa era español y no cesaba de hablarle de las maravillas de su país y, además, se daba la circunstancia de que el castellano era uno de los tres idiomas que su padre se empeñó en que estudiara. Aún no dominaba la lengua pero se hacía entender sin dificultades.
Manolo Monteiro, el criado, abandonó su Santiago de Compostela natal en cuanto cumplió el servicio militar y, tras haber realizado distintos trabajos en diferentes lugares de Alemania, fue a parar a la mansión del señor Roheit donde se le tenía en gran estima. Llegó a ocupar el puesto de mayordomo en el que se encontraba muy a gusto. Percibía un buen sueldo que, como todo gallego que se respetara, ahorraba en su mayor parte.
Manolo había visto como Adolf-Lothar se convertía en un hombre pareciéndole que ello sucedió de la noche a la mañana. Tenía la impresión de que, cuando regresaba a casa en los periodos vacacionales, era el mismo chiquillo rubio y atlético que, sin inhibiciones, reía de todo y por todo.
De pronto, después de una estancia de seis meses en Estados Unidos, el Adolf-Lothar al que abrió la puerta y que hubo de inclinar la cabeza para no estamparse el cráneo contra el dintel, parecía otro. Se trataba de un ser desconocido, de dos metros de altura, con voz profunda y caminar pausado. Lo que continuaba siendo igual era la risa contagiosa y el cabello dorado.
– Me voy a España, Manolo. Dentro de dos días, lo tendré todo a punto y saldré para tu tierra. Atravesaré toda Alemania, Francia y luego, con calma, visitaré todo el norte de tu país. Prepárate que como no me agrade la catedral de Santiago, vas a escucharme.
-No pase cuidado, señorito. Le ha de gustar; y mucho. Pero no sólo la catedral; la gente, la comida, todo.
Exactamente tres semanas más tarde, el vástago del señor Roheit cruzaba el Puente de los Santos, que separa Asturias de Galicia y se adentraba en esta última.
Su paso por aquellas tierras, al igual que inmediatamente antes por las de Alemania y Francia, había sido realizado felizmente y sin incidentes de consideración.
Tenía minuciosamente planeado el viaje y, desde Ribadeo, primer pueblo importante que encontraba a su entrada en la comunidad galaica, llegaría en una etapa a Santiago de Compostela.
Llevaba recorridos unos veinticinco kilómetros cuando se apercibió de que ante sí se extendía una hermosísima playa de arenas blancas. A la derecha, un espigón la separaba de la ría con las aguas más transparentes que había visto en su vida.
Foz
Detuvo la moto, la apoyó firmemente sobre su soporte y se apeó. Muy cerca, sentados en uno de los bancos de piedra situados a lo largo de la barandilla metálica que circundaba el perímetro arenoso, dos hombres contemplaban espectáculo en silencio.
Adolf-Lothar, tras despojarse del enorme casco protector que le confería aspecto de visitante de otra galaxia, tomó asiento a su lado.
-¿Cómo se llama este pueblo? -preguntó a los pocos segundos.
El pueblo se llama Foz y aquella hermosura de playa, La Rapadoira, fue la respuesta.
El alemán extrajo de uno de los bolsillos de la cazadora de cuero un mapa y, con ayuda de los hombres con quienes compartía el duro banco, localizó enseguida el lugar en que se encontraba. «Me he desviado ligeramente de la ruta marcada», pensó, «pero no siento disgusto alguno. Al contrario; el despiste me complace».
Tanto que allí, en Foz, transcurrieron las semanas que aún quedaban de sus vacaciones. Relegó al olvido la proyectada visita a Santiago y, merced a las gestiones de los dos primeros contactos establecidos en el pueblo, dos viejos pescadores jubilados, encontró alojamiento en casa de otro pescador.

Playa de Foz (Lugo).
Su nuevo hogar, muy modesto pero limpísimo, estaba situado sobre un promontorio encima de la playa. Desde la ventana de su cuarto veía al atardecer los barcos, verdaderos cascarones de nuez, que se hacían a la mar descendiendo la ría desde el puerto en busca del pescador que, al día siguiente, podría comer en cualquiera de los figones y tabernas del pueblo.
El tiempo transcurrió velozmente y, pronto, demasiado pronto, hubo de iniciar el viaje de regreso a su país. Dejaba atrás un montón de amigos que, encontrando aquello de Adolf-Lothar excesivamente complicado, lo llamaban con sencillez y cariño «el alemán».
Quedaba hecha la promesa de que, al año siguiente, volvería a ocupar su habitación. Ya no sería igual en lo que a la duración de su estancia se refería pero, por lo menos, durante quince días reanudaría la vida con sus compañeros, como uno más que salía acompañándolos algunas veces a la mar.
Durante cinco años cumplió la palabra empeñada y el pueblo de Foz, donde ya era una institución, sabía que cuando el calendario mostrase la hoja del día primero de agosto escucharían el estruendo de la moto del «alemán».

Playa de Foz (Lugo).
El sexto año, sin embargo, fue señalado por un hecho que llamó la atención de los habitantes del lugar. El día quince de mayo, fecha en que Foz se encuentra huérfana de veraneantes y visitantes y por esa razón nada fuera de lo corriente pasa desapercibido, hizo su aparición un lujoso automóvil extranjero que recorrió velozmente las calles como si realizase una obligada peregrinación, dirigiéndose luego a la casa del pescador que alojaba todos los años a Adolf-Lothar.
Menos de dos horas más tarde, todo el mundo conocía la noticia. El alemán había venido. Y esta vez, para quedarse.
Como se supo poco después, el padre del recién llegado había fallecido y el hijo aprovechó la triste circunstancia para realizar algo que bullía en su mente, sin forma concreta pero con insistencia y que se transformó en una idea precisa en el momento en el que el señor Roheit abandonó este mundo. Huir de la vida de trabajo para la que fue preparado desde su nacimiento y trasladarse a Foz para llevar la existencia que le hacía feliz.
De nuevo se instaló en el hogar del pescador. Este y su esposa trataban al alemán como si fuera miembro de la familia y se llevaron un buen disgusto cuando supieron que Adolf los abandonaría cuando tuviera terminada la casa que iba a construir.
-Pero si vamos a ser vecinos. Nos seguiremos viendo todos los días, respondía el alemán a los afectuosos reproches de la pareja.
-Sí, pero ya no será lo mismo, contestaban.
-Claro que será lo mismo. Tú, María, te encargarás de mis cosas; de la limpieza de la casa y de mi ropa… a menos que no quieras encargarte de ello. Viviremos en casas distintas, pero todo seguirá siendo igual.
Ante estos argumentos, María hubo de inclinarse y, de mala gana, aceptar lo que le proponía Adolf.
Un año más tarde, a poca distancia de la casita en que había pasado sus vacaciones anuales, «el alemán» disponía de un magnífico chalet para cuya construcción no se había regateado dinero ni buen gusto.
Para él solo parecía demasiado grande. Contaba con planta baja y un piso. En el jardín, el agua de una pequeña piscina reflejaba el cielo azul y centelleaba como una joya.
En el pueblo se decía que sí, efectivamente la casa del alemán era enorme para una persona solitaria pero había que pensar que todavía era joven -apenas treinta años-, se casaría y vendrían los hijos. Así, las habitaciones vacías y silenciosa se poblarían de ruidos y gritos.
Desde la nueva casa, instalado cómodamente en una de sus terrazas, el propietario no se cansaba de contemplar la vista que se ofrecía a sus ojos.
A la izquierda, en un saliente de la costa y separada del punto ocupado por su residencia, con mucho mar por medio, se vislumbraba Burela. Los cristales de la fábrica de hielo situada en el puerto, refulgían al sol.
A la derecha, a sus pies, la playa de la Rapadoira, con sus grandes sombrillas fijas, de paja, y las más numerosas de lona que con sus tonos multicolores, prestaban al conjunto el aspecto de la paleta de un pintor. Más allá, como fijando el límite de la playa, el espigón en forma de ele, con un pequeño faro en el punto de unión de los dos brazos. Y del otro lado del malecón, la ría. Aquella cinta plácida y serena de color cambiante pero siempre transparente que había sido la causa primera del cambio producida en su forma de vida.

Ría de Foz (Lugo).
Separado de la ría, sobre un recodo del mar, San Cosme de Barreiros y varias concentraciones más de pequeños núcleos de casitas y chalets ocupados por veraneantes durante los meses de estío, vacíos y solitarios en los restantes meses del año.
Enfrente, siempre igual pero diferente en cada momento, el mar. Una extensión enorme de mar en el que la mirada se perdía para encontrar descanso y agudeza.
El alemán era feliz. No echaba de menos nada en absoluto. Cada día salía menos. ¿Para qué iba a hacerlo si a su alcance encontraba cuanto precisaba? En verano descendía a la plaza por las amplias escaleras que el municipio había construido muy cerca de su propiedad, y se daba un prolongado baño en las aguas límpidas de aquel mar que tanto amaba.
Por el invierno, cuando el viento del norte soplaba destempladamente silbando en el tejado de pizarra, encendía la calefacción y, acercando un confortable sillón al la chimenea en la que ardían gruesos troncos de pino, permanecía absorto en la contemplación de las llamas y el chisporroteo de la resinosa madera.
Entre los libros, de los que se había aprovisionado en grandes cantidades y continuaba recibiendo ininterrumpidamente, y los discos, que contaba por centenares, la compañía humana se convirtió en algo innecesario.
Los espacios de tiempo que transcurrían entre visita y visita a sus amigos los pescadores, se dilataban cada vez más. Ya casi no salía a comer fuera de casa. Había iniciado la práctica de tomar cualquier cosa, de lo que María le preparaba, cuando le apetecía, sin seguir horario alguno y olvidándose muchas veces de hacerlo.
De persona extremadamente sociable y comunicativa pasó a ser un individuo huraño y solitario que dejaba pasar semanas sin buscar ni admitir compañía. Su voluntario encierro causó extrañeza entre la gente del pueblo y, los mismos pescadores que lo habían bautizado afectuosamente con el apelativo de «el alemán», comenzaron a utilizar el remate de «loco».
Poco después ya era conocido sólo como «el loco».
Únicamente María y su esposo continuaban sintiendo por el curioso personaje en que se había convertido Adolf-Lothar el mismo cariño del pasado. En Foz, sólo ellos se negaban a admitir que su alemán había perdido el juicio.
Después de un tiempo sin que se advirtieran cambios en su comportamiento, sucedió algo que vino a modificar, en cierto modo, su conducta habitual.
Una mañana de primavera, en el amanecer glorioso de sol y luz, el espontáneo enclaustrado despertó de pronto con un terrible dolor de cuello. El sueño le había sorprendido sentado en la butaca y la postura en que permaneció durante la noche le ocasionó una intolerable tortícolis.
Se levantó torpemente y estiró dificultosamente los envarados músculos. Apartó los bastidores de la puerta-ventana por la que salía directamente al jardín. Apagó la luz aún encendida y luego se acercó de nuevo a la cristalera para abrirla y permitir la entrada de aire.
Entonces, al atraer hacia sí uno de los batientes, la vio. Estaba apoyada contra el marco. Era evidente que había tratado de protegerse de la incesante lluvia caída durante la noche, colocándose bajo el saliente de la terraza situada en el piso superior. Debía sentirse aterida; quizás enferma.
Embobado permaneció unos minutos contemplándola. Era hermosísima. Nunca había visto a nadie que pudiera comparársele. Producía tal sensación de fragilidad que, antes de asirla para introducirla en el interior de la casa, se miró las enormes manos preguntándose cómo emplearlas sin causarle daño.
Ella lo dejó hacer sin articular palabra, en un mutismo total y, cuando, con increíble ternura, fue tendida sobre el mullido diván situado cerca de la chimenea, siguió todos sus movimientos con la profunda mirada de los ojos negros e inexpresivos hasta la indiferencia.
El alemán encendió los leños que no tardaron en crepitar alegremente invadiendo la estancia de un agradable calorcillo. De todos modos, para contrarrestar los efectos de la noche pasada a la intemperie, tomó del armario una manta ligera y la cubrió con ella dejando únicamente al descubierto la cabeza.
Los ojos de su inesperada visitante, insondables como oscura sima, continuaban observándolo sin perder una sola de sus evoluciones. Seguía guardando el mismo silencio con que acogió las primeras palabras de Adolf. Este sentía crecer en su interior el desconcierto y, para combatirlo, no sabiendo que hacer, hablaba sin cesar.
Le preguntó su nombre, edad y el motivo de que se encontrara ante su puerta. No recibió respuesta alguna. Quiso saber si se encontraba mal. Tampoco hubo contestación.
Se le ocurrió entonces que, quizás, estuviese ante un caso de sordomudez. Aquel pensamiento le produjo tal acceso de dolor que, inconscientemente, se levantó del sillón que ocupaba y se lanzó a caminar de un lado a otro, cambiando de sitio las sillas, ocultando en los cajones del escritorio libros sacados el día anterior.
Mientras tanto, y aunque no ignoraba que nunca se había distinguido por su acierto a la hora de descifrar la edad de nadie, intentaba adivinar la que tendría su huésped. Hubo de renunciar. A lo más que podría llegar era a admitir su juventud. Saltaba a la vista que era jovencísima. Tampoco se precisaba demasiado intelecto ni sentido de la belleza para reconocer que allí, sobre el diván, reposaba un ser de excepcional hermosura, armonía de formas y proporción de líneas.
El alemán no pretendía pasar por entendido en arte. No obstante, poseía un gusto especial que le hacía admirar cuanto se saliera de lo vulgar. Y ella no tenía nada de común. Muy al contrario, aún ahora, tras la noche pasada al raso, bajo la lluvia y el frío, conservaba el aspecto que la haría distinguirse en medio de una musedumbre, que obligaría a palidecer a las mujeres que la vieran de cerca.
Cada vez que sus pasos se acercaban al sofá, se detenía brevemente y reanudaba el soliloquio suspendido momentos antes.
-Me recuerdas a alguien. No sé a quien. Puede que te haya visto en otra ocasión. Pero no, no es posible. Si te hubiera conocido no te habría olvidado. Eres demasiado bella.
Y no obteniendo respuesta, continuó:
-Hace un rato, cuando te encontré, me vino a la mente una palabra en mi idioma. Un nombre cuyo significado no recuerdo ahora. Tendré que mirar el diccionario. La palabra fue Spinne. Si no tienes inconveniente, te llamaré así, Spinne. Suena bien y aunque ignoro la razón, parece venirte como anillo al dedo.
Pasaron las horas y Spinne no pronunció palabra. Los únicos movimientos que hizo fueron los precisos para quitarse la manta de encima.
Un extraño pudor obligó al alemán a ocultar a María la presencia de Spinne. Permaneció a la escucha y cuando oyó el ruido producido por la llave que la asistenta introducía en a cerradura, acudió velozmente a la puerta, le arrebató de las manos la bandeja en la que traía su comida y, sin permitirle la entrada, la obligó a marcharse.
Spinne se mostró muy selectiva para comer y Adolf-Lothar, repentinamente dueño de una sensitiva percepción, le hizo tomar sólo aquello que realmente le apetecía. Para tratarse de alguien con aspecto tan delicado y endeble, estaba dotada de un apetito más que normal. Ni su juventud, ni la noche al sereno bastaban para disculpar lo que no podía tener otro calificativo que el de voracidad.
Al término de la comida, el alemán convertido en camarero-intendente, se sentía realmente exhausto. Había realizado un esfuerzo para el que no estaba entrenado. Spinne, por el contrario, estiró voluptuosamente los miembros, cerró los misteriosos ojos y se durmió apaciblemente.
Aquellas escenas, la de la alimentación y la del reparador sueño que tenía lugar a continuación, se repitieron muchas veces. Spinne parecía encontrarse satisfecha en su diván y en pocas ocasiones lo abandonaba. Únicamente un par de veces al día dejaba el cuarto y el dueño de la casa, discretamente, no la seguía. Por idéntica razón, tampoco hacía preguntas. Además sabía que no encontraría respuestas.
Así pasaron seis meses. Los dos vivían bajo el mismo techo, estaban prácticamente juntos todo el día y, aunque Adolf-Lothar ya no lograba disimular sus sentimientos, no se había tomado ni una sola libertad con su compañera de reclusión. Le había dicho que la amaba apasionadamente, recibiendo, como en todo momento, la callada por respuesta. Spinne, se limitaba a fijar en él la mirada indescifrable de sus ojos y a callar.
María no había sabido ocultar a su marida la sospecha de que en la casa, que ya no limpiaba porque le estaba prohibido, sucedía algo anormal. Suponía que el alemán había introducido una mujer en su hogar pero, ¿por qué razón lo sigilaba?
-En estos tiempos- le decía- eso ya no tiene importancia y aquí, en Foz, estamos tan adelantados como en Lugo y, si me apuras, como en Vigo. Pero, si tiene una mujer con él, ¿de qué demonios la alimenta? Estoy llevándole la misma cantidad de comida que antes.
Pronto, las sospechas de la buena María se convirtieron en certidumbre. Una tarde, al oscurecer, llegó a la casa por la parte de atrás, por el jardín. al acercarse,a través de la abierta puerta-ventana, pudo escuchar la voz del alemán que decía:
-Mira Spinne, por mucho que te hagas la tonta, sé perfectamente que has comprendido cuánto te quiero. Esto no puede seguir así.
La luz de la habitación estaba apagada y María no pudo ver a a destinataria de la queja.
No se quedó para oír la respuesta, que no habría de producirse, y se fue a paso rápido. Volvió por la parte delantera, entregó la bandeja con las provisiones y, sin comentario alguno, se marchó de nuevo.
El rumor de lo que ocurría en Villa Roheit se propagó como el fuego en un pajar. En aquella época del año, fuera de la estación veraniega, los temas ordinarios de conversación ya habían sido agotados y cualquier hecho desusado venía a romper la monotonía de la vida cotidiana. Pero la gente del lugar, lógicamente curiosa, era sumamente respetuosa con las rarezas del prójimo y nadie se atrevió a investigar.
Entretanto, en el chalet, las cosas continuaban como el día de la llegada de Spinne. Para entonces Adolf había renunciado a obtener respuestas a sus largas parrafadas. Estaba convencido de que su hermosa compañera era sorda como una tapia y muda como una tumba.
No había desistido, eso nunca, de amarla. La quería con locura, con pasión ciega y absorbente que impedía todo razonamiento sobre lo absurdo de la situación. Ni siquiera dedicaba un pensamiento al futuro. Estaba conforme con que aquello, tal como estaba, se prolongase indefinidamente.
Y, realmente, hacía bien. Nada existe que no tenga término.
Una mañana, como en tantas otras que la precedieron, el alemán entró en la biblioteca que la costumbre había convertido en dormitorio, comedor y sala de estar de Spinne, y la encontró muerta.
Adolf-Lothar experimentó un dolor inmenso; como si le atravesaran el corazón con un cuchillo de hielo. Luego, sobrevino la sensación de un vacío espantoso.
Permaneció horas arrodillado ante el diván convertido en lecho mortuorio.
Abstraído en la contemplación de aquella belleza que se había ido, sumiéndolo en la desesperación, no advertía el paso del tiempo.
Cuando, al amanecer, llegó María y no fue recibida en la puerta por el dueño de la casa, abrió con su llave y pasó adelante.
Reinaba un silencio impresionante. La esposa del pescador, curtida por las tormentas que deparaba la vida, entró decidida en la biblioteca donde suponía que podía hallarse Adolf.
La escena que se ofreció a sus ojos, resultaba desconcertante. El alemán, solo en la habitación, estaba hincado de rodillas delante del sofá. Cuando escuchó los pasos de María que se aproximaba, se puso de pie. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Con voz ronca, gritó más que dijo:
-Spinne ha muerto.
Y añadió con acento extrañamente triunfal, señalando el diván con mano temblorosa:
-Fíjate, aún está más hermosa que cuando vivía.
La estupefacta María obedeció la orden. Allí, en el sofá indicado por Adolf, sólo había una manta y, sí, ahora la veía, encima de ésta, una araña de las llamadas de jardín.
-¿Dónde está esa Spinne que dices se ha muerto? No la veo por ninguna parte.
-¿Te has quedado ciega? ¡Pobre María! Ahí está, acostada en el diván.
Luego, con el tono que los hombres emplean para hablar con los niños o con la mujer que aman, añadió dirigiéndose a Spinne:
-Mañana te compraré un nicho.
Pedro Martínez Rayón, ¡Atchis! y otros estornudos mentales