En el año 1823, se jugaba un partido de fútbol en la escuela pública de Rugby, condado de Warwickshire, cuando, de pronto, William Webb Ellis, «en un elegante olvido de las reglas del juego, tomó el balón en sus manos y corrió con él».
Era el primero que, aunque de forma inopinada, hacía semejante cosa, y por ello, puede ser considerado como el inventor de un nuevo deporte; el rugby.
Los ingleses, auténticos maestros en el arte de vaticinar el futuro, comprendieron las posibilidades que encerraba aquella alocada acción, e inmediatamente reglamentaron el juego recién nacido.
De su completísimo catálogo de reglas, voy a fijarme mi, espero que nuestra, atención en la que se refiere al lance llamado «patada a seguri».
En esta jugada, el jugador, que tiene en su poder el apepinado balón, después de una carrerita, y antes de que el equipo contrario se le eche encima, propina una fuerte patada a la pelota impulsándola hacia la banda lateral, procurando llevarla lo más lejos posible de su propio campo y lo más cerca de la línea de fondo rival.
De esta manera ganará unos metros en su propósito de colocar el balón más allá de la citada línea de fondo, para obtener dos tantos.
Ignoro si el Sr. Ellis era consciente en el momento en que inventó el rugby, de que una de sus jugadas, la de patada a seguir, habría de convertirse con el paso del tiempo, en un socorrido y utilizado método de medro personal para seres mediocres desprovistos de dignidad.
¿No ha escuchado usted nunca frases como ésta? Fulanito es buena persona, trabajador, y fiel, pero…
Ese pero, es la patada a seguir. La patada al pobre Fulanito que, ignorante de lo que se le avecina, continuará siendo fiel, trabajador y buena persona, pero incapaz de defenderse, pues él no oirá nada.
La cosa no ha hecho más que empezar. El partido acaba de iniciarse y Fulanito, no sólo no toma parte en el juego, sino que ni siquiera se encuentra en las gradas como espectador.
A lo largo del encuentro, que puede desarrollarse durante tanto tiempo como toda una vida profesional, a aquel primer y cauto «pero», se irán sumando apéndices cada vez más atrevidos y ofensivos.
Especialmente, si los oídos destinatarios del pero inicial son receptivos y la baba de la insidia no encuentra una airada repulsa, el pateador se irá creciendo y con el cauteloso paso de la termita concluirá por reducir a polvo la reputación de su víctima, cosa que le permitirá situarse más cerca de su ansiada meta.
Cuando quien escucha no está dispuesto a hacerlo, aunque su disconformidad se manifieste muy levemente, el jugador de este particular rugby, que dispone de especiales antenas, recogerá velas de inmediato yéndose a verter el veneno en oídos más propicios.
El calumniador cuenta con una técnica depurada. Sus frases están construidas de acuerdo con una sintaxis maligna que no conoce el resquicio a la duda.
Jamás dice: el pobre Manolo es un auténtico asno, pero tan buena persona y tan trabajador, que…
No; de esta forma, sobre el aspecto negativo de Manolo, primarían las condiciones positivas y así no se produciría la patada a seguir. ¿Qué metros ganaría en la carrera hacia el triunfo personal?
Cuando sobre el infeliz Fulanito de turno se cierne la mala intención de un anhelante repartidor de patadas a seguir, lo único sensato que cabe hacer por la víctima es organizar un sencillo funeral en memoria de su agonizante ejecutoria profesional.
Sin embargo, toda la culpa no debe recaer sobre los sembradores de dudas, medias verdades y odiosas calumnias. Estas jugadas de la patada a seguir deberían ser anuladas, como todo juego sucio, por el árbitro.
¿Qué quién es ese importante personaje?
Pues está claro; todos somos árbitros y, por ello, comprometidos en el corte de cuanto huela, aún de lejos, a juego hediondo.
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo,1986