Diario de Emerenciana. Fragmentos

… Las mujeres de mi familia siempre se han casado pronto. A los diecisiete.

Cuando cumplí los quince años, mi madre tenía treinta y tres, mi abuela cincuenta y uno, mi bisabuela sesenta y nueve y mi tatarabuela ochenta y siete.

Ninguna de estas señoras tuvo la suficiente cachaza para aguardar tan importante evento sin calentarse los cascos y, desde un trienio antes, me importunaban incesantemente con aburridas charlas acerca de la capital misión de traer hijos al mundo.

Mucho me llamó la atención el hecho de que ninguna de ellas me diera la más ligera pista sobre la manera de llevar a cabo tan trascendental tarea.

Mi tatarabuela era, con mucho, la más pesada de todas. Me traía frita. A pesar de su avanzada edad y de verse obligada a utilizar un bastón como apoyo en sus vacilantes desplazamientos, me perseguía implacablemente recordándome con voz cascada que se acercaba el momento.

-Emerencianita, hija, (no sé por qué me llamaba hija sabiendo perfectamente que yo era su tataranieta), pronto serás una joven casadera  debes ir preparándote para hacer frente a tus obligaciones.

Yo no respondía palabra pero, en mi interior, se agitaba un torrente de rebeldía.

«Qué obligaciones ni qué ocho cuartos. No siento el menor deseo de casarme para tener que aguantar a algún mamarracho con bigotes».

… Mi tatarabuela, q.e.p.d., el detalle de estar bautizada con el hermoso nombre de Marta no impidió que se fuera al otro barrio cuando le llegó su hora, poseía una voluntad de hierro y decidió, tan pronto como me desprendieron del cordón umbilical, que me llamaría Emerenciana. El resto de la familia, más por cubrir el expediente que por otra cosa, se opuso. Sabían perfectamente que estaban derrotados de antemano y que, si no me moría pronto, toda mi vida arrastraría aquel baldón.

Yo, entonces, era muy poquita cosa. Estaba inerme y, encima, no me enteré de nada hasta que fue demasiado tarde.

Poco a poco, fui haciéndome cargo de lo que significaba levantarse en el cole y, entre las risas crueles de mis condiscípulos, responder «presente» o «servidora» cuando al pasar lista se mencionaba el ridículo patronímico. Era algo espantoso que me dejaba hecha unos zorros todos los días.

Yo intentaba ser conocida únicamente por la última sílaba, es decir Ana, pero en vano. ¡Vaya usted a privar al prójimo del inefable placer de tomar el pero a un semejante indefenso!

A punto de reventar de indignación y pena, decidí exigir responsabilidades o, al menos, una explicación.

Mi madre, a la que me dirigí, entre respetuosa y descortés, en demanda de la aclaración pertinente, se sirvió de la tatarabuela como Pilatos de la pastilla de jabón (o lo que se usara entonces). Me dijo que había sido cosa de su bisabuela y, a guisa de disculpa, añadió que yo ya sabía como era ella.

Como por aquellas fechas mi tatarabuela Marta aún disfrutaba de permiso en este valle de lágrimas, fui a verla. La cosa no exigió ningún derroche de energías pues residía en el piso de abajo.

Al verme ante aquella ruina que había causado la mía, perdí los estribos y sin pizca de consideración a las hebras plateadas de la peluca omnipresente sobre su testa, grité iracunda:

-¿Se puede saber por qué razón me has hecho la judiada de empeñarte en que me llamaran Emerenciana?

Al escuchar la atrevida pregunta, y sobre todo, al percibir el tono grosero con que fue formulada, Marta levantó amenazadoramente el bastón. Me habría propinado un buen golpe si la casualidad no la hubiera hecho precipitarse hacia atrás para caer sentada sobre un diván.

La tatarabuela, agotada por el violento esfuerzo realizado y puede que desconcertada ante aquella inesperada rebelión, permaneció en silencio unos instantes. Me miraba fijamente. Apenas parpadeaba. Luego, su mutismo fue roto por una especie de gorgoteo. Farfullaba algo que no pude entender. Hizo una nueva pausa y, por último, dijo con absoluta claridad:

-Porque no podía tolerar que te convirtieras en un culo de perol.

… Recuerdo perfectamente la confusión que despertó en mi mente la respuesta de mi tatarabuela.

Tomada literalmente, se trataba de una imposibilidad física. Nada ni nadie es capaz de transmutarse en culo. Ergo, ningún culo puede convertirse en otra cosa. Naturalmente, puede trasformarse en otro muy distinto; más redondo, picudo, caído, levantado, flácido, recio, terso, arrugado, magro, gordo, etc.; pero siempre será eso, un culo.

Si hubiera de considerar la observación desde el punto de vista alegórico, aún lo entendía menos. ¿Qué demonios se entendía por «culo de perol»?

Como no soy persona que guste de misterios y, por el contrario, quiero tener las ideas claras, trasladé la pregunta a mi bisabuela Julia. Esta no gastaba bastón pero sí muy malas pulgas.

– Pareces tonta, hija – fue su respuesta. («Otra con la manía de atribuirse responsabilidad maternal»). – ¿No sabes lo que es un perol?

– Pues claro que lo sé. Se trata de un recipiente de hierro o cobre que cuelga de una cadena directamente sobre las llamas del hogar.

– ¡Bingo! – exclamó Julia, veterana en años y moderna en aficiones. – ¿Y no te has fijado nunca en la forma que tiene su fondo o culo?

– Yo no me fijo nunca en semejantes cochinadas – exclamé con embustera altanería.

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– Pues deberías fijarte, hija. Así no tendrías que hacer preguntas estúpidas. El culo de los peroles es abombado hacia fuera. Esta razón impide que se mantengas verticales y obliga a que se les cuelgue como a los ahorcados.

– Agradezco muchísimo tu docta explicación, pero sigo in albis con respecto a la relación que puede existir entre el culo de los peroles y la indignidad a que he sido sometida al imponerme el monstruoso nombre de Emerenciana.

– Esto es porque aún eres una pardilla, hija («y dale»). Si no ves la relación, se debe solamente a tu escaso talento natural. Así que hemos terminado. Déjame en paz y vete a hacer puñetas – finalizó en otro alarde de modernidad.

… Para hablar con la abuela Virginia tuve que hacer un esfuerzo y subir al piso de arriba. La molestia no consistía en ascender unos pocos escalones. Es fastidio residía en la propia abuela. Si la tatarabuela era mandona y enérgica y la bisabuela hacía gala de un genio endemoniado, la abuela era imprevisible. Tan pronto se mostraba como el ser más comprensivo y complaciente, como caía en el extremo opuesto y aparecía ante los ojos de los miembros de la familia en plan divo, intransigente e intolerante.

Aquel día los hados me fueron propicios. Virginia se portó maravillosamente conmigo. Hasta se empeñó en que la acompañara a tomar el té. Acepté la invitación, no porque me agradara aquella porquería de bebida que se sabe a purga. (¿Será el elevado consumo de té el causante del general aspecto de recién purgados que presentan algunos ciudadanos británicos?)

No; el té me desagrada profundamente, pero necesitaba granjearme la simpatía de mi abuela y logré beber, sin poner cara de asco, la infame tisana. Llegué hasta elogiar el exquisito gusto de las pastas hechas por ella misma, aunque tenían cierto sabor a naftalina.

Cuando mi abuela estuvo al corriente de mis pretensiones y conoció las respuestas que me habían dado su madre y su abuela, sonrió con picardía y dijo:

– Hija mía («toma castaña; otra que tal baila»), era de suponer. Deberías haber comenzado por mí. Para estos casos estamos las abuelas. Lo que sucede en esta familia es que ya no se sabe quién es quién. Todas hemos perdido los papeles y, como no hay forma de recuperarlos, tratamos de darnos importancia basándonos en simples tonterías.

Aunque yo sea tu abuela, también soy nieta de tu tatarabuela y, como no podía dejar de ser, hija de tu bisabuela. Las conozco tan bien como a tu madre que es mi hija.

Pero en fin, dejémonos de líos que no conducen a nada y hablemos de mujer a mujer; como si no nos uniera ningún parentesco.

Tu follón mental comenzó al enterarte de que la única razón de que se te haya impuesto el nombrecito de Emerenciana, que, entre nosotras, más parece un insulto, fue porque a tu tatarabuela le horrorizaba pensar que llamándote de otra forma pudieras convertirte en un culo de perol, ¿no es eso? Pues bien, yo te sacaré de dudas.

Como los peroles tienen el culo abombado, no encuentran asiento. Entonces algún ilustre majadero tuvo la feliz idea de fabricar el símil de que las personas de carácter cambiante, y por ello nada formales, con tendencia a la vida alegre y desenfadada son como los peroles.

– ¡Ah! – respondía abrumada – ¿Y por una estupidez semejante me han condenado a llamarme así? ¿Es que no hay pendones que se llamen Purita? ¿No hay mujeres muy serias que se llaman Libertad? ¿Cómo habéis podido hacerme una cosa así? Tú, abuela, que eres distinta a las demás, ¿por qué no te opusiste?

– A mí no me hagas responsable, hija. Cuando naciste, yo estaba haciendo una gira por América. Entonces yo era una vicetriple y un poco culo de perol.

… Horrible sino el mío. Yo que soy guapita y puedo presumir de tipo porque, sin falsas modestias que sonarían a hipocresía en un diario íntimo, estoy muy buena, he de ocultar mi nombre como se sigila una enfermedad venérea. Si me dedicara al cine o al teatro, tendría la oportunidad de escoger un alias sonoro, agradable al oído y olvidaría para siempre el desagravio que me han hecho.

Emerenciana. ¡Qué despropósito! La simple mención de la palabra despierta en las personas menos imaginativas la visión de una mujerona gorda y ordinaria, vestida siempre de negro, no excesivamente limpia, con andares de oca, cara de torta y cabellos grasientos y lacios.

Supongo que el ochenta por cierto de las víctimas del timo de la estampita se llamarán entonces como yo. Tal es el grado de inteligencia que evoca el dichoso apelativo.

Estoy segura de que, en mi caso, otras personas con menos entereza moral ya hubieran enfermado gravemente. Puede que hubieran muerto.

… He alcanzado una edad en que los chicos comienzan a parecerme algo más que un montón de granos, el indicio de lo que un día será una barba y la emisión de la voz tan pronto en clave de do como en clave de si. Algunos me gustan.

El otro día, después de mucho dar la lata a mi (iba a decir amiga, pero no lo es) compañera de clase Lolín Porcioles, conseguí que me presentara a Leopoldito Irujo.

Le había sugerido, pedido, rogado, suplicado por todos los santos de la corte celestial que no revelara mi verdadero nombre. Que ahorrara su saliva y mi vergüenza y lo dejara en Ana. O que citara mi apellido.

La muy lagarta pareció comprender mi apuro y mi natural anhelo de discreción, pero ya ya.

Como deseo tomar cumplida venganza y soy de natural olvidadizo, anotaré aquí el desarrollo de la penosa escena.

El objeto de mi interés se encontraba ante el escaparate de Almacenes Todo Quisque. Absorto en la contemplación de una camisa color de rosa, que aquel momento me pareció preciosa y minutos más tarde de un gusto deplorable, no advirtió nuestra llegada.

La traidora Lolín Porcioles golpeó el hombro del chico y, cuando éste se volvió, le espetó a bocajarro:

– Mira, Leopoldito, voy a presentarte a mi amiga Emerenciana que desea conocerte.

–  ¿Cómo dices? – preguntó el aprendiz de hombre, sin duda preso todavía en las redes de la cautivadora camisa color de rosa. – Perdona, Lolín. No entendí una palabra. Estaba distraído.

–  Nada, nada. No tiene importancia. Fíjate bien y a ver si te enteras de ésta. Te presento a mi amiga Emerenciana que tenía muchas ganas de conocerte.

Leopoldito puso cara de asombro e incredulidad a partes iguales y se limitó a decir:

–  Eme ¿qué?

–  Emerenciana, hombre; que estás pensando en las musarañas. Emerenciana.

(Esta última repetición de mi impresentable nombre fue hecha con voz tan potente que media docena de transeúntes se detuvieron a nuestra altura con la esperanza de que tan grave insulto originara una reyerta).

Leopoldito, como si los rasgos de su cara estuvieran hechos de masilla, cambio su cara a la chacota más descarada.

–  Encantada de conocerte, E-me-ren-cia-na. Así, de pronto, suena a específico contra la diarrea. De todas formas, supongo que, a base de tiempo, tus amistades se acostumbrarán a semejante horror. A tí ya no te hará efecto, ¿no?

–  Eres muy perspicaz Le-o-pol-di-to. Para andar por el mundo con esa cara de memo, estás bastante espabilado. No obstante, apostaría cualquier cosa a que terminas comprando esa espantosa camisa. Hazlo, hombre, hazlo. Estoy segura de que te irá de perlas. Su color es el que más conviene a tu temperamento.

Después de aquello, no tenía objeto prolongar la conversación así que, bruscamente y sin añadir palabra, me largué del escenario de la trifulca verbal dejando tras de mí a los estupefactos Lolín y Leopoldito y al defraudado grupo de mirones.

… Sin ninguna pompa se celebró mi diecisiete aniversario. El hecho de que alcanzara aquella edad soltera y, lo que es peor, sin compromiso ni nada serio a la vista, me convertía en el bicho raro de la familia.

El clan decidió celebrar una reunión urgente y secreta (no tanto como para que me pasara desapercibida). El cónclave tuvo lugar en el piso de la tatarabuela Marta.

Las cuatro mujeres, que normalmente no se ponían de acuerdo ni para aceptar el día de la semana en que vivían, adoptaron en breves la resolución de que yo tenía que casarme de inmediato.

Mi madre subió a buscarme y me ordenó que la acompañase. Debía comparecer ante el gran consejo.

–  Espera un momento que me atuse los pelos, mamá. Con los años que tienen, supongo yo que no van a morirse todas por aguardar cinco minutos más.

– De eso nada. No hay un minuto que perder. Ya sabes como es tu tatarabuela. No admite dilataciones. Si tardamos un poco más, nos recibe a las dos a bastonazos.

Comprendí que mi madre tenía razón. Cuando Marta se exaltaba (y lo hacía por las cuestiones más nimias), lo mejor, lo único que podía hacerse era llevarle la corriente. Así que, a punto de descrismarnos, bajamos las escaleras al galope y, batiendo todos todos los records, en cuestión de segundos nos encontrábamos en presencia de la Inquisición Femenina.

A nuestra llegada reinaba un silencio sepulcral. Con excepción de la tatarabuela que mantenía fija la mirada en el moderno cronómetro sostenido en la mano izquierda (la derecha era la del bastón), las demás, o sea mi abuela y mi bisabuela, contemplaban con falsa curiosidad el suelo que habían visto centenares de veces sin mostrar el menor interés. Marta, tras una última ojeada al reloj, lo ocultó en los abismos de la faltriquera y comentó con voz lúgubre:

–  Bien, estamos todas. Por tanto…

–  Si, hay quorum – interrumpí con desparpajo.

–  Calla, descarada. ¿Cómo te atreves a hablar de que se te invite a hacerlo? Has provocado esta situación de emergencia que ha venido a echar por tierra una tradición con largos años de vigencia. Eres la vergüenza de nuestra estirpe. Estoy segura de que los restos de las mujeres del linaje de los Montalvo, se estarán agitando en sus tumbas. Ya no habrá reposo para las que supieron acatar los mandatos de la costumbre. ¿Qué tienes que decir en tu descargo?

– Nada.

– Bueno; ese es un buen comienzo. Si reconoces que no encuentras nada que te puede servir de disculpa…

– No me has entendido, querida tatarabuela Marta. He respondido que nada tengo que decir en mi descargo porque nada tengo a mi cargo.

– ¿Cómo que no deslenguada? ¿Te parece poco haber cumplido ya los diecisiete años y continuar soltera, sin un mal novio que llevarte al altar y sin deseos de disponer de él? Debes tener reblandecida la sesera.

Mi tatarabuela se perdió entonces en una interminable argumentación acerca de las ventajas del matrimonio, la santidad del sacramento, el estado natural del hombre, las ventajas de la pareja, etc.

Yo la escuchaba como quien oye llover y pensaba en otras cosas. Me sentía serena y flemática como si aquello no fuera conmigo.

De pronto, una frase de la empecinada oradora, acogida de inmediato por complacidas cabezadas de aprobación de las otras tres mujeres, me sacó de mi nirvana particular.

– Tienes un plazo de tres meses. Si durante ese tiempo no consigues que se te lean las proclamas en la parroquia, no volverás a salir de casa nunca más. Será como si te hubieses muerto.

– Parece que el fallo es unánime e inapelable. Espero que ahora se me conceda la posibilidad de decir las últimas palabras, como a todos los condenados.

– Di lo que quieras, pero mucho ojo con lo que dices – concedió la presidenta del tribunal, incurriendo en evidente contradicción.

– Pues bien, allá va. Creo que las cuatro estáis pasadas de rosca y…

Mi madre, reaccionando con rapidez, recibió en un hombre el estacazo que Marta pretendía adjudicarme. Debió de ser un golpe doloroso pues la agredida, sin un solo ay, se desplomó privada de sentido.

El infortunado suceso puso fin a la reunión y yo supuse que sería suficiente para devolver la razón a quienes, no había duda, la habían perdido.

… Cuatro días después del bastonazo que a poco me convierte en huérfana de madre, a mi regreso de clase de inglés tatarabuela Marta esperaba ante la puerta de su casa la vuelta de la deslenguada tataranieta.

– Pasa, hija, pasa. Te tengo reservada una sorpresa – me dijo. Y bajando la voz, añadió – Por los clavos de Cristo, pórtate como si fueras una muchacha normal.

No me agradaron ni la implicación contenida en el último párrafo, ni el anuncio sorpresa. Por lo general, las sorpresas que he recibido hasta hoy podían haber permanecido inéditas sin que, por mi parte, se hubiera producido la más ligera muestra de disconformidad.

Tampoco me satisfizo el tono empleado para pronunciar el vocablo sorpresa. Me sonó a amenaza velada.

Efectivamente, mi instinto no me engañaba. El peregrino sentido del humor de Marta le había hecho calificar de aquel modo al individuo que aguardaba en el cuarto de estar para serme presentado.

Mi impaciente familia no había podido soportar la espera y, tras noventa y seis horas de angustia, decidió arrimar el hombro en la caza de un marido.

La sorpresa consistía en un bípedo con gafas de concha, mirada de miope y raya en el centro de la picuda testa bastante escasa de cabello. Su edad, probablemente más cerca de los cuarenta que de los treinta, me hacía verlo con el escaso interés reservado especialmente para los profesores del colegio pertenecientes a su misma quinta. Jamás cometería el error de mirar a aquel espécimen humano como alguien dispensador y recipiendario de sentimientos más cálidos que una mera y cortés tolerancia.

De acuerdo con los datos que me facilitó la tatarabuela Marta, Sabino Tuerca Tuerca era, lo había sido desde el punto y hora en que posó su diminuto pie en la tierra, un dechado en todo. Así como suena, en todo.

Nunca había dado una mala noche a sus padres. Jamás había estado enfermo, ni hizo novillos, ni descalabró o fue descalabrado a pedradas, ni suspendió una asignatura. No fumaba, no bebía. Ignoraba quien había sido Heraclio Fournier. Odiaba los deportes y a los deportistas. Afortunadamente, no había tenido que hacer el servicio militar (a causa de los pies planos), lo que le evitó el seguro trauma de mezclarse con la masa amorfa, vulgar y más bien cerril.

Sabino había estudiado sin descanso y ahora, muy joven todavía, recalcó Marta significativamente, se encuentra con que, casi sin sentir, ha obtenido los títulos de ingeniero de caminos, canales y puertos, biólogo marino, especialista en medicina general y licenciado en filosofía y letras.

– Además, aunque esto no tiene nada que ver con los estudios, dispone de un capitalito muy saneado que ha heredado de sus pobres padres fallecidos no hace mucho tiempo. Ambos mantuvieron una gran amistad con nuestra familia desde siempre.

Aquello tenía trazas de nunca acabar, así que yo, por decir algo original, intervine preguntando:

– ¿Y cómo anda de las corvas?

La tatarabuela me fulminó con la mirada y Sabino, absolutamente desorientado, inquirió:

– ¿Cómo ha dicho?

– Que como anda por las obras – respondí sin inmutarme.

Marta me miró con desconfianza pero la enciclopedia de raya al medio, extrañado, volvió a preguntar:

– ¿Pero a qué obras se refiere? Yo no ando por ninguna obra.

– ¡Ah!, creía que, como posee el título de ingeniero de caminos, etc., tendría que andar pisando barro todo el día.

La tatarabuela me dirigió una mirada preñada de amenazas y luego, sin pestañear, la fijó en el bastón.

Sin embargo, no se dejó llevar por sus impulsos. Debió de temer que mi marraba el golpe, podía dejar inútil total al pretendiente.

… Sabino, harto de soportar pullas mías más o menos veladas, decidió que una retirada a tiempo equivale a una victoria y, consecuente con esa teoría, se había largado con viento fresco.

Pero, antes de irse, hizo algo que me causó profunda repugnancia. Al despedirse me tendió la mano y no hubo más remedio que aceptarla. El imbécil tuvo que haber creído que se la regalaba para siempre pues la retuvo en la suya durante un tiempo innecesariamente largo.

La mano de Sabino tenía un aspecto normal. Quiero decir que no contaba con más o menos dedos que la de cualquier otra persona. Disponía también de las correspondientes falanges, falanginas y falangetas. Tampoco le faltaban las uñas.Toda idea de normalidad manual desapareció tan pronto se hizo cargo del extremo de mi extremidad superior derecha. Aquello que estrechaba mis dedos tenía la consistencia de un calcetín, sudado para mayor agravio. Al propio tiempo, me causaba la impresión de que cinco gusanos de especie desconocida, paseaban por mis dedos inundándolos de baba inmunda.

Cuando no pude resistir más la situación, me liberé mediante un enérgico tirón y, por fin, me vi libre de su presencia.

Entonces se desataron las furias del averno. Cuatro de ellas, perfectamente conjuntadas para su actuación a coro, me colmaron de improperios, negaron mi capacidad de raciocinio, me llenaron de insultos y amenazas.

Callé durante largo rato pensando que aquella, como todas las tormentas, agotaría sus fuerzas y se resolvería por sí misma.

¡Cuán equivocada estaba! A medida que transcurrían los minutos, el tornado, pues la tormenta degeneró en esto, llegó a ser irresistible.

Las injurias se sucedían sin solución de continuidad alcanzando tales extremos que, si no hubiera sido yo su blanco, hubiera podido admirar el ingenio y la saña que las originaba.

Llegó un momento en que yo, que jamás me he distinguido como persona paciente, no logré dominar el genio.

– Entonces, si encontráis a ese mastuerzo tan admirable, tan deseable y tan lleno de virtudes, ¿por qué demonios no os casáis alguna de vosotras con él? Las cuatro estaban viudas y aún de buen ver.

Y ya disparada, continué:

– Por cierto, ¿cómo es que ninguna de las cuatro, defensoras del matrimonio a capa y espada, os habéis vuelto a casar? Desde que tengo uso de razón (porque tengo, aunque lo dudéis), he venido haciéndome esa pregunta. Todas habéis enviudado jóvenes. Entonces, ¿porqué no habéis reincidido en la toma de un estado que, según pregonáis incansablemente, es el ideal?

Un silencio de muerte, como el que sigue a los más devastadores huracanes, se había producido. Rencorosamente lo utilicé.

– ¿A qué se debe que nunca, ni en una sola ocasión, me hablarais de los hombres de la familia? Padre, abuelo, bisabuelo y tatarabuelo parecen haber pasado por la vida como fantasmas y el único rastro que han dejado habéis sido vosotras mismas, como peldaños de unas escalera que ha ido descendiendo hasta llegar a mí. Yo soy el último escalón y pretendéis, a toda costa, que la escalinata se prolongue hacia abajo. ¿Hasta qué abismo sin fondo queréis llegar?

Las caras mortalmente pálidas de mis cuatro verdugos destacaban más que nunca sobre sus ropajes negros. Sus ojos no sostenían la centelleante mirada de los míos.

– He callado hasta hoy, pero no puedo seguir haciéndolo. Nada me habéis dicho, pero vuestras «amistades» no han sido mudas. Poco a poco, una palabra aquí y otra allá, ayer una insinuación y hoy una cautelosa alusión, han bastado para disponer de datos que me impulsaron a sospechar que algo siniestro, tremendo, ha sucedido en nuestra familia.

Parece improbable que, «casualmente», cuatro mujeres unidas por los lazos de parentesco que os ligan se casen a los diecisiete años, tengan una hija a los dieciocho y sus acomodados, por no decir ricos, maridos se vayan al otro mundo dejando en vuestras manos la administración de sus bienes.

Reconozco que lo de ser hijas en vez de hijos en todos los casos, es producto del azar, pero lo otro no puede serlo.

Que cuatro personas todavía en plena juventud, libres de enfermedades, fallecieran de otros tantos ataques al corazón, parece cosa de pesadilla. Que su óbito se produjera, precisamente, antes de que sus hijas cumplieran el primer año, es cosa de locos.

No me explico cómo pudisteis salir adelante con tantas imprudencias como cometisteis. Ya me explicareis con calma el procedimiento utilizado, pero, a partir de ahora, tendremos que introducir algunas variantes.

No quiero volver a oír hablar de Sabino. Es un tipo verdaderamente repelente.

En cambio, creo que Leopoldito Irujo hará un buen marido.

Naturalmente, el tiempo que dure.

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