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La moda está de moda

En nuestra mente, la palabra moda se encuentra indefectiblemente asociada a la idea de los trapos femeninos y a cuanto se relaciona, de cerca o lejos, con su actitud y manera de caminar por la vida.

No obstante, nos quedamos cortos sin limitamos de forma tan drástica el amplísimo venero de ideas representadas por el vocablo.

Por lo pronto, la moda, tomada la palabra en el sentido usual, es decir, en el que alude a la ropa, es tan femenina como masculina. Acuda usted a un pase de modelos para caballeros, y ya me dirá si no es así.

En este aspecto, la moda viene a resultar un claro mentís a la profesión de fe en la libertad de la juventud, y a su negativa a obedecer normas y dictados de cualquier índole.

No me agradan los reproches. Pero, ¿qué otra cosa puede hacerse cuando, por ejemplo, los jóvenes de ambos sexos, en su mayoría, han accedido a endosarse los «vaqueros» como si se tratara de una prenda de uniforme?

¡Aunque solo fuera por un elemental principio de estética, en algunos casos, convendría ponerse otra cosa!.

La moda está presente en todas las actividades de nuestra existencia. No voy a entrar en disquisiciones acerca del porqué es así . Lo cierto es que se trata de algo innegable.

Están de moda en el deporte el jogging, el aerobic, el tenis y el golf. En la comida, los bocadillos de lechuga, las hamburguesas, los perritos calientes, la sacarina, los potitos y los yogures. En la estética, la gente flaca. En la bebida, el whisky, el vodka y la cola.

En el lenguaje, no podía suceder de manera distinta, la moda actúa con un vigor extraordinario desterrando el olvido a unos vocablos que darán lugar al nacimiento de otros, condenados de antemano al ostracismo.

En el idioma no cabe la convivencia pacífica. La lucha por la existencia no conoce cuartel y en ella se encuentra la demostración de que la lengua es algo vivo que, como nosotros, nace, vive y muere.

A una velocidad de vértigo, para designarnos a quienes ya dejamos atrás la cincuentena, estuvieron vigentes por algún tiempo las palabras carroza, porcelana, retablo y desguace. Dios sabe cuántas más habrán nacido después de éstas.

Hace algunos años, para despertar la piedad, los pobres de pedir mostraban sus miembros tullidos y deformes. Últimamente, es más frecuente la utilización de los niños, dicen que, incluso de alquiler.

También se ha puesto de moda el uso de instrumentos musicales como la guitarra, el acordeón y la trompeta. Estos improvisados intérpretes que, por falta de medios, no han tenido la oportunidad de pasar por el Conservatorio, suelen tener buen oído y, no ignorando que sus conciertos son una verdadera lata, juegan una variante de la ruleta rusa. El transeúnte escapa velozmente o les entrega su óbolo con la esperanza de que se calle de inmediato.

Entre la «jet poverty», es decir, entre los que carecen de todo y, por ello, no tienen nada que perder, se encuentran los que piden en silencio. Con su mutismo dramático reprochan a la sociedad el lamentable estado en que se encuentran sumidos.

Estos suelen utilizar, pues está de moda, un letrero impreso a bolígrafo sobre un trozo de cartón. He visto uno que decía: «Soy huerfano de padre y madre. Socórreme.»

El texto no tendría nada de particular si el postulante no estuviera más cerca de la cuarentena que de la treintena. Era un claro ejemplo de alguien que no iba bien a la moda.

Otro, que tampoco se encontraba muy impuesto de por donde iban los tiros, decía: «Tengo veintiséis años. A causa de la reconversión industrial he quedado en el paro. El ministro de Industria ignora que, en Inglaterra, cuando el país se vio obligado a realizar una operación semejante, realizó, previamente, profundos estudios…»

Seguían seis largos párrafos que, por supuesto, nadie se tomaba la molestia de leer.

El platillo situado a los pies del mendicante estaba vacío. El autor del letrero olvidó que la moda impone la prisa y que la gente ya solo lee los telegramas. Actualmente, es más fácil sustraerse al reuma en Asturias, que a la moda.

El reverso de la medalla, es decir, el solicitante de la piedad y la caridad ajenas, profundo conocedor de la naturaleza humana y de lo que se lleva en el terreno de la solidaridad, fue un hombre que, apoyada la espalda en una pared y sentado en una silla de playa, exhibía a sus pies un anuncio que decía:

«Hoy, a las 8,30, en el patio trasero del caserón de los Angoitia y Zumaya, intento de suicidio a cargo de un servidor.»

«El método a utilizar ha sido importado recientemente de Suecia, país situado en el primer ranking mundial de autoliquidaciones.»

«Por razones obvias, queda prohibida la entrada a menores de 14 años.»

«No se pierda está única exhibición.»

Las últimas líneas estaban escritas con una letra diminuta, circunstancia aprovechada hábilmente por el anunciante para despojar de su intimidad el escote de las mujeres cortas de vista, y de sus carteras a los hombres que, incautos, se acercaban para mejor leer.

El autor del comunicado se había percatado de que el suicidio se lleva mucho, aunque solo sea posible una puesta.

Tampoco desconocía que la crueldad y la indiferencia son moneda corriente y están de moda la violencia y la dureza de sentimientos.

Supongo que nos veremos a las 8,30, ¡si encontramos sitio!

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo 1986

Adventure in London

Que todas las mujeres tienen algo es un hecho que no requiere demostración. Es axiomático. Que algunas lo tienen todo, tampoco puede ponerse en tela de juicio. Es evidente.

El caso de Katy era tan notable que, no haberla incluido en el catálogo de monumentos merecedores de ser admirados en el Reino Unido, constituía una prueba inequívoca de la flema británica.

Un país como aquel, que muestra con semejante desfachatez tan apabullante combinación de «corpus delicti» producto de la rapiña sistemática realizada durante siglos en todo el globo y, al propio tiempo, que trata de ocultar semejante monumento nacional, no merece el perdón de los amantes del arte.

Katy era algo increíble. Sus ojos, de un azul purísimo, miraban con tal muestra de inocencia y provocación que paralizaban.

Sus cabellos, largos y rubios, recordaban al trigo maduro y listo para cortar. Los labios, un tanto gordonzuelos, sonreían con ternura infantil.

Cuando se movía, lo hacía con naturalidad, sin envaramiento y como si ignorase que se estaba produciendo el traslado de una obra de arte.

Y, en fin, del resto de su cuerpo, de sus líneas semicurvas y curvas, no es preciso hablar. Hubiera sido un auténtico pecado que no hiciese juego con la perfección descrita.

Cuando Ramón y Arturo la vieron por primera vez, Katy, camarera en un pequeño salón de té situado en Fleet Street, realizaba verdaderos juegos malabares con bandeja, tetera y bollitos, deslizándose entre las mesas sin esfuerzo aparente.

Ramón, que conocía un poco de inglés, fue el encargado de solicitar la consumición y, como hubiera sido demasiado pedir lo que, de verás, se les apetecía, requirió té con bollos.

Tan pronto como tuvieron delante su encargo, Ramón le dijo a su amigo: «Mira Arturo, yo entiendo algo de esto y tengo la seguridad de que le gustas. Cuanto pase de nuevo por aquí, vamos a tirarle el picado. No sé cómo me voy a arreglar en inglés, pero ya se me ocurrirá algo.»

Arturo, más realista que su amigo, respondió: «Déjate de cuentos y no me metas en líos. Si te gusta a ti, intenta lo que quieras.»

Ramón insistió, «pero no seas majadero, ¿es que lo la encuentras guapa?»

«Pues claro que la encuentro guapa, o ¿crees que estoy ciego?» -contestó Arturo. Pero no se trata de eso. Es que tu todo lo ves de color de rosa. A ver, ¿de dónde sacas tú que le gusto? Es la primera vez que me ve -añadió con acento apenado». Y, tras un momento de silencio, apostilló: «Y si me viera más veces, sería mucho peor.»

«Amigo, eres un cenizo -porfió Ramón. Con ese temperamento, no vas a ninguna parte y, claro, no te comerás una rosca en tu vida.»

«Bueno -concedió Arturo- haz lo que te parezca, pero verás como vamos a hacer el ridículo, especialmente yo.»

Ramón, investido ya de la dudosa categoría de intérprete celestinesco, espero una oportunidad y, tan pronto como Katy pasó cerca de su mesa, le pidió que se aproximase.

Cuando la tuvo a su lado, pidió la nota y, al pagarla, manteniendo bien a la vista un billete de cinco libras, como dando a entender que podía tratarse de la propina, preguntó: «Por favor, ¿quiere decirme como se llama?

Naturalmente no formuló la pregunta así, sino en inglés, ya que Ramón ducho en estas lides, no ignoraba que en cualquier país del mundo debe hablase el idioma oficial si se desea ser comprendido, y de manera especialísima en el Reino Unido.

Katy, con una sonrisa que encerraba un montón de promesas, dijo: «My name is Katy», ya que, aparentemente, no conocía ni palabra de español.

Tanto Arturo como Ramón, quedaron extasiados ante aquel nombre tan británico y hermoso, hasta aquel momento desconocido para ellos.

A mí, que estoy escribiendo esto, no me produjo la menor impresión porque ya se lo adjudiqué en el segundo párrafo. Compruébelo si no se fía.

Entonces, Ramón se despidió para siempre del billete, que pasó a manos de Katy y, ya lanzado, dio un paso más en el camino de la perdición que trataba de pavimentar para Arturo.

«¿A qué hora se cierra el establecimiento?»

«A las ocho», respondió Katy, prescindiendo de intérprete y acariciando con la mirada al incrédulo Arturo.

Este, haciendo un esfuerzo sobrehumano, recurriendo a las más recónditas células del intelecto, soltó un desesperado bramido que podía pasar por: «I´ll be awaiting you? (Te estaré esperando).

Ramón, estupefacto, boquiabierto, comprendió que aquello era, a la vez, una cita en toda regla y el final de su misión como intérprete. Para cuanto sucediera a partir de las ocho de aquella tarde, su presencia sería innecesaria, indiscreta e inoportuna.

Salieron a la calle, Arturo prácticamente remolcado por su exintérprete, pues aún no se había recuperado del shock producido por su evidente buena estrella.

En cuanto se encontraron rodeados de la bruma londinense, Ramón palmeó enérgicamente la espalda de su aún asombrado amigo y le dijo, echando una ojeada al reloj: «Bueno, hasta las ocho tenemos tiempo para dar un paseo. Vamos.»

«Quiá. De aquí no me muevo hasta que salga Katy. Este asunto es demasiado serio para andar con bromas», contradijo Arturo, añadiendo después de una pausa. «Ya nos veremos en el hotel.»

Desembarazado de su compañero de viaje, Arturo, ya más tranquilo, estuvo de plantón más de dos horas en inconsciente imitación de los inmóviles guardias de Buckingham Palace. Su quietud pareció un tanto sospechosa al bobby de servicio, estudiante de medicina en la facultad nocturna, que dudaba entre una detención inmediata por sospecha de preparación de robo, o ingreso en el hospital más próximo por presunción de catatonia.

El bobby que, evidentemente, no era un discípulo del  infalible Holmes, se absdtubvo y su falta de acción permitió el nacimiento de lo que podía llegar a ser la pasión del siglo.

Cuando, por fin, Katy salió cerrando la puerta suavemente, Arturo tuvo que realizar una pugna heroica. No era timidez lo que le impedía moverse para acudir a su encuentro. Un calambre espantoso, producto de su prolongada inactividad, le había dejado tan soldado al suelo como una farola.

Finalmente lo consiguió, viendo premiado su ánimo por unas palabras en español, con fortísimo acento inglés, que venían a disipar las dudas que le habían atormentado durante su dilatada vigilancia.

Aquello de ¿cómo me arreglo yo ahora sin saber prácticamente nada de su idioma?, carecía de importancia. Todo se había solucionado gracias a las ofertas de los «tours operators» que venden vacaciones en España a precios de saldo.

Más contento que unas pascuas, tomó la mano que se le ofrecía como saludos y se quedó con ella.

Como soy persona discreta, y estoy seguro de que usted también lo es,l no trataré de referir  detalladamente todo lo que aconteció durante los diez días en que Arturo, con una perseverancia digna de la mejor causa, procuró afanosamente la consecución de sus inconfesables fines.

Le aseguro, sin embargo, que dos veces consecutivas hubo de solicitar a sus padres, con urgencia, pues el caso apremiaba, nuevas remesas de fondos para reponer el dinero invertido en cenas, teatros, un juego de sortija, collar y pendientes en carísima bisurería fina y un chaquetón de pieles.

Entre tanto, Katy ponía en práctica la táctica dilatoria que tantos éxitos había deparado a sus compatriotas a los largo de los siglos. Buenas palabras, sinceras promesas, llamadas a la caballerosidad y al sentido común, todo ello con la expresión de auténtico pesar de que aquello que es imposible hoy, alegrémonos, será una gozosa realidad el jueves próximo.

Pasaron los días y llegó el último, el señalado en el billete de avión como fecha tope para volar a España, sin que Arturo hubiera logrado nada positivo y, por ello, se sentía como un burro sometido al tratamiento de la zanahoria.

Su estado de finanzas era absolutamente ruinoso. El de Ramón aún permitiría la adquisición de un par de bocadillos, una cerveza a repartir y sufragar el traslado hasta el aeropuerto, pero nada más.

El avión, que iba a cortar como un cuchillo el cordón umbilical que unía frágilmente el amor entre Katy y Arturo, despegaba a las 5, 05.

Katy había prometido que acudiría a Heathrow a tiempo para despedir a su enamorado.

A las cuatro menos cuarto, los dos amigos entregaron sus maletas y recogieron las tarjetas de embarque. De Katy, ni rastro.

A punto de pasar a la sala reservada a quienes se aprestaban a realizar el vuelo 643 de Iberia, alguien les llamó por sus nombres. Era un joven, elegantemente vestido, rubio, de unos ojos azules que irradiaban bondad y simpatía. Desentonaba un poquito la voz, de tono un poco bronco.

Se trataba de Edward, hermano de Katy, cuya existencia Arturo ya conocía, aunque solo por las frecuentes alusiones de su hermana.

En un inglés muy sencillo y, hablando lentamente, explicó que había surgido un imponderable que impedía a Katy cumplir con su deseo de venir a decirles good-by. Su tía Jane se cayó por las escaleras aquella mañana y tuvo que ser ingresada urgentemente en el hospital. En aquellas circunstancias era mejor que otra mujer la acompañara.

Muy pocas palabras más y con el disgusto consiguiente, los dos viajeros se despidieron de Edward y cruzaron el umbral de la puerta de entrada a la sala de embarque.

Apenas lo hubieron hecho, Edward, que les había acompañado hasta allí, llamó a Arturo, como si hubiera olvidado decirle algo importante.

Esperando escuchar algunas palabras que atenuaran su disgusto, el cariacontecido Arturo se volvió y, efectivamente, tuvo la oportunidad de oír un último mensaje.

Fue éste, dicho con la voz acariciadora de Katy:

«Anda que te zurzan, babayu. Cuando llegues a Oviedo, dái recuerdos a la Escandalera de parte de Tino, el de Sotrondio».

Pedro Martínez Rayón, Reflexiones con sordina, Oviedo, 1986

 

 

 

 

La Puerta

Margarita y Juan habían conseguido, partiendo de cero y a base de sudor y lágrimas, la escritura del piso en que habitaban desde hacía diez años.

Mientras la vivienda no fue suya, ni una sola vez había pasado por sus mentes la posibilidad de un robo. Luego, con la posesión tan trabajosamente lograda, las cosas cambiaron.

La transformación comenzó una noche en que, ya acostados, ambos se levantaron y, sin mediar palabra, fueron a comprobar si la puerta estaba bien cerrada.

Aquello fue como abrir los aliviaderos de un embalse. Su, hasta entonces, callada preocupación se convirtió en un torrente de proyectos relacionados con la seguridad ciudadana, en general, y con su hogar en particular, de modo especialísimo.

A partir de entonces, experimentaron, sin ser conscientes de ello, la sensación de que sus enseres, el mobiliario y los electrodomésticos habían sido revalorizados hasta alcanzar un valor incalculable.

Su acuciante necesidad de protección tenía que materializarse en algo concreto y, por fin, cayeron en la cuenta de que si en la puerta se habían iniciado sus temores, debía de ser porque en ella, precisamente, se encontraba el punto débil a través del cual podría llegar el eventual peligro.

Aunque, hasta aquel momento, nunca habían leído las páginas de sucesos, con el paso de los días se convirtieron en dos auténticos conocedores de cuanto se relacionaba con el allanamiento de morada. En sus conversaciones era frecuente el uso de palabras como pata de cabra, palanqueta, ganzúa, gato hidráudico, reventador, etc.

Temerosamente, lamentaban el virtuosismo con que los cacos eran capaces de acceder a los lugares mejor protegidos, y se calentaban el cerebro tratando de encontrar un medio seguro de hacer fracasar en sus intentos a los amantes de lo ajeno.

Por fin, decidieron pasar de los dichos a los hechos, considerando las características que debían adornar a la barrera que contendría la codicia de los delincuentes.

Su puerta no se parecería en nada a la de Bisagra, en Toledo que, por muy del siglo IX y muy árabe que fuera, carecería de condiciones para ejercer como tal.

Tampoco tendría que ver con las del Sol, de estilo mudejar, también en Toledo, ni con la Brandeburgo, en Berlín, Alcalá, en Madrid, la de Santa María, en Burgos, la Gran Puerta del Sur, en Seúl, la del Carmen, en Zaragoza y, ni siquiera, con la Puerta Santa de Santiago de Compostela.

No, aquella puerta, su puerta, sería la barrera por antonomasia, el obstáculo superlativo, la cancela infranqueable, el portón inatacable. En realidad, habría de ser, no una puerta, sino «la puerta».

Este impedimento ideal, suma y compendio de todas las virtudes, formaba parte de un sueño recurrente que la pareja sufría y gozaba casi cada noche.

Por la mañana, mezclando ilusión y realidad, fingían responder a la llamada del portero, perdón, del administrador de fincas urbanas, que les decía:

«Los inquilinos del 3º A dicen que, con semejante fusilada, es imposible dormir. Así que, o colocan sordina a las metralletas o se firma con los chorizos una tregua inmediatamente».

Esta imaginaria conversación bastaba para situar las cosas en su verdadera dimensión y, entonces, comentaban las características con que su puerta debería contar.

Ella, un poco más lanzada, decía: «Desde luego, con mirilla panorámica en panavisión y cristal antibala».

El, aun más técnico y exigente, añadía: «¿Y por qué no con un analizador de ondas electromagnéticas incorporado, capaz de detectar y reflejar en una pantalla el índice de agresividad de nuestros visitantes?

«En el visor -agregaba- podrían aparecer ordenadamente, de menor a mayor, de acuerdo a su capacidad de violencia, pobres, cobradores de recibos, Testigos de Jehová, inspectores de Hacienda, ladronzuelos, navajeros, atracadores y maníacos homicidas».

«Es más -seguía entusiasmado- se podría aplicar al analizador un aparato que, automáticamente, lanzara un gas al rostro del inoportuno para persuadirle de sus, seguramente, malévolas intenciones».

«Por ejemplo, a los pobres se les rociaría con un gas eufórico-nutriente. Para los cobradores, se destinaría un gas que estimularía la aparición de una amnesia fulminante. A los Testigos de Jehová, se les trataría con gas gélido que causaría una súbita afonía. Para el hombre de Hacienda se reservaría un gas que despertaría su repentino anhelo de tomar el primer avión a Nueva Zelanda. A ladronzuelos y navajeros, se les curaría con el gas del arrepentimiento. Para los atracadores, uno que provocaría el incoercible afán de depositar un donativo en nuestro buzón y, por último, los homicidas se convertirían en mansos corderos, merced al Ciklon II, gas utilizado con clamoroso éxito en Bergen Welsen, Dachau y lugares de esparcimiento semejantes».

Al fin, porque las ideas encuentran su final cuando comienzan a ser realidad palpable, adquirieron la puerta con más garantía del mercado, ganadora de varias medallas de oro en distintos certámenes internacionales.

Contaba el dichoso chirimbolo con dieciséis bisagras soldada a marco y puerta; marco y bastidor eran de acero laminado, con solapa. Tenía veinticinco pivotes fijos de encastración marco-puerta, pletina de umbral, de acero inoxidable, antigato hidráulico, cuarenta y dos pivotes de anclaje al suelo, cerradura de alta seguridad antipalanqueta y antiganzúa, y llave de borjas frontales.

Aquello era una verdadera obra de arte, pero, se gastaron una pequeña fortuna en acoplarle todas las mejoras que su imaginación y su miedo les habían sugerido y, como era de espera, comenzaron a respirar tranquilos.

Hasta se atrevieron a pasar, juntos, un día en la playa, algo que, hasta entonces, no habían tenido la osadía de concebir.

El día elegido para hacer uso de la libertad que les confería el recién estrenado cancerbero era domingo y, aunque no ignoraban que en esa fecha los desvalijadores de pisos se sienten especialmente activos, se fueron temprano y muy confiados sabiéndose inexpugnables.

A su vuelta, por la noche, a medio camino entre el ascensor y la vivienda pudieron ver que la puerta, aquel mirlo blanco, se encontraba entreabierta.

Con dos gritos desgarradores, un por barba, Margarita y Juan soltaron lo que traían en las manos y bastaron dos pasos y un empujón a la falsaria para comprobar que su hogar había sido despojado cuidadosamente de cuanto no era suelo y paredes.

Sosteniéndose mutuamente para no caer al suelo, vencidos por la desgracia, la pareja, mirándose a los ojos, recitó a coro:

«Creí que habías cerrado tú».

Pedro Martínez Rayón, Reflexiones con sordina, Oviedo, 1986

… Et Omnia Vanitas

No, no es el anuncio de una sala de fiestas.

Se trata tan sólo de algunas circunstancias que rodearon el feliz fallecimiento de Atilano. ¿Qué cómo puede ser dichosa una desaparición del mundo de los vivos? Pues ahora verá. Es muy sencillo.

Atilano había asistido al correr de su días como el espectador de una obra de teatro, incapaz de cambiar el desarrollo de la trama, pero sabiendo perfectamente cuál sería el desenlace que le agradaría.

De niño había acudido a la escuela, aprendiendo a leer y a realizar con más o menos seguridad las cuatro operaciones aritméticas; pero de allí, no pasó.

A los catorce años, una galerna se encargó de sepultar en el Cantábrico a su padre marinero, y la pena y la necesidad terminaron con la poca salud de la madre, viéndose obligado a ganarse el sustento, unas veces con pequeños trabajos y otras merced a la caridad de sus vecinos.

Pero la tragedia de Atilano no era el hambre, el frío o el abandono en que se encontraba. El se sentía alguien y deseaba ardientemente poseer algún rasgo que lo diferenciara del montón.

En el servicio militar, cumplido en Infantería de Marina, obtuvo la certeza de que no era más que un número que no contaba, un verdadero cero a la izquierda.

Cuando llegó la licencia, volvió a la villa marinera donde había nacido y, a falta de mejor cosa que hacer, logró trabajo como acarreador de mineral. La tarea era sencilla, pero fatigosa. Consistía en transportar, por medio de una carretilla, el lignito amontonado en enormes pilas, desde el lugar en que se almacenaba hasta el barco que, con las bodegas abiertas, esperaba ser cargado para zarpar. Como la borda se encontraba más alta que el muelle, la carretilla debía ser empujada por una empinada pasarela de madera. Era una labor muy apropiada para percherones, y totalmente inadecuada para cristianos.

Pasaron algunos años. En el muelle se instaló una moderna grúa que, con sus pinzas articuladas, recogía el material y lo dejaba caer con estrépito en las entrañas del barco.

Aquel adelanto de la técnica privó de trabajo a todos los cargadores, menos a Atilano, quien, por ser más espabilado que sus compañeros (sabía leer), fue el encargado de tirar de una cuerda que abría las fauces del monstruo. Que fuera necesaria la utilización de un adminículo tan sencillo como una cuerda para rematar una faena inicialmente tecnificada, era uno de los inexplicables misterios del progreso.

Lo cierto era que su contribución, por escasamente científica que resultara, le convertía en un técnico y le situaba muy por encima de la bestia que había sido hasta poco tiempo antes.

Aquello le hacía sentirse importante y, desde luego, le otorgaba, a sus ojos por lo menos, un puesto relevante en la vida de la comunidad.

Atilano comenzó a mirar a sus convecinos de un modo distinto. Dejó de ser el joven complaciente, siempre dispuesto a hacer favores como algo natural que no merecía el menor comentario. No era que negara su colaboración. Se trataba de algo peor. Ahora prestaba su ayuda con un aire tan superior y desganado que hubiera resultado menos ofensiva la presentación de una factura.

En el bar que frecuentaba empezó a ser conocido, naturalmente a sus espaldas, demasiado musculosas para andarse con bromas, como el Marqués del Esparto.

Atilano, que ignoraba el remoquete, era feliz. Especialmente, desde que la Junta directiva de la Asociación Cultural y Deportiva local, le nombró vocal de Cultura.

Entonces, el Marqués del Esparto se suscribió al Marca y al Caso y, no satisfecho con esto, en su búsqueda incansable de ilustración, leyó dos veces el Espasa, otras dos los Episodios Nacionales, cinco el catecismo del padre Astete, cuatro la Divina Comedia, y una sola vez, porque le picaban los ojos y estaba perdiendo vista, Orlando el Furioso, el Quijote y Celia y Cuchifritín.

A medida que el número de metros lineales de letra impresa que recorría su mirada se hacía más amplio, su falta de sencillez y naturalidad aumentaba. Y llegó un momento en que el pueblo, en pleno, se preguntó si sería más conveniente, olvidando la musculosa espalda de Atilano, propinarle una descomunal paliza para bajarle los humos o ascenderle a Duque del Cáñamo.

La indignación de aquella buena gente alcanzó su punto de ebullición cuando se supo que había encargado, en la única imprenta de la villa, quinientas tarjetas de visita en las que, bajo su nombre y apellidos, podía leerse:

Mecánico – especialista en material pesado

Vocal de Cultura del A.C.D.

La sabiduría popular, que no suele equivocarse, decidió tomar la vía intermedia. Ni paliza, ni ascenso. Simple y sencillamente, olvidar la existencia de semejante majadero; fingir que no se le veía y, en definitiva, tal como se dice en la actualidad, pasar de él.

Lo curioso del caso es que esta decisión no fue tomada en ninguna asamblea. No fue precisa y su puesta en práctica resultó general y espontánea.

Atilano que, a pesar de su vista cansada, aún veía, pero padeciendo una ceguera mental, cuya curación quedaba fuera del alcance del Colegio Oficial de Oftalmólogos, y entraba de lleno en la competencia de Nuestra Señora de Lourdes, encontró la explicación a aquel voluntario alejamiento de sus convecinos en el reconocimiento tácito de su propia superioridad.

«Por fin, se decía satisfecho, han comprendido mi supremacía. Ahora soy alguien y no se atreven a tratarme como antes.»

Apenas formulado el pensamiento en su confundido cerebro de pobre vanidoso, sin tiempo para comprender lo errado de su conducta, pero totalmente feliz, una cornisa, desprendida del balcón principal del Ayuntamiento, se encargó de facilitar su venturosa salida de este mundo.

La irracional forma de actuar de Atilano viene a demostrar la veracidad de la teoría sobre la vanidad, admirable y brevemente expuesta por el académico Sr. Alarcos, en el prólogo del libro «Oviedo», al decir:

«Si quiés conocer a tu vecín, dái un puestín».

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo, 1986

 

 

La cama y su evolución

Una noche de esas en las que, sin motivo aparente, soy incapaz de conciliar el sueño, fui consciente por primera vez en mi vida de que me encontraba reposando sobre un mueble, trasto, enser o chirimbolo nacido de la fecunda inventiva del hombre y no por generación espontánea.

Como soy persona curiosa, decidí que, tan pronto amaneciera, comenzaría a investigar acerca del origen y la evolución de tan cómodo artefacto.

Por ser, también, amante de la verdad he de confesar que no pude poner en práctica mis intenciones al cantar el gallo pues, para entonces, estaba profundamente dormido. Pero cuando logré regresar al mundo de los vivos y mantenerme razonablemente despierto, puse manos a la obra.

Lo primero que descubrí fue que la cama primitiva no se parecía en absoluto a la actual. Era tan diferente que ni siquiera se llamaba cama.

Los hombres primitivos, para los suramericanos «ansestros», eran tan bestias y estaban tan agotados de correr detrás o delante de los dinosaurios (la posición dependía de quienes estuvieran más hambrientos), que, llegada la hora de acostarse, se dejaban caer en el santo suelo y, muy buenas noches.

Con el paso del tiempo se sofisticaron los métodos de caza, el hombre dispuso de más tiempo para el descanso y, encontrando el suelo menos santo y cómodo de lo deseable, pensó que quizás situando entre su cuerpo y el pedregal una piel, el reposo sería más placentero. Resultó como suponía. Entonces el jefe de la manada (aún no habían alcanzado la etapa social denominada tribu), decidió, argumentando a base de cachiporra, que si con una piel se estaba cómodo, con dos, el confort se doblaría. Puesta a prueba tan avanzada teoría, se demostró lo correcto de la misma.

Ese fue el primer paso hacia la invención de la cama.

El segundo consistió en la elevación de una especie de ménsula de troncos, naturalmente sin tallar, para evitar la mordedura de animales poco recomendables. No olvidemos que aún no se conocían sueros ni vacunas.

A partir de estos primeros balbuceos, inconsciente búsqueda de la horizontalidad perfecta, la cama experimentó una veloz evolución en la que comodidad, funcionalidad, higiene y elegancia se dieron cita.

Como puestos de acuerdo, en Francia, Inglaterra e Italia, los inventores Lit, Bed y Letto lanzaron al mercado los últimos modelos que, únicamente fueron superados no hace mucho tiempo por la cama de agua, diseñada por un anónimo buzo profesional con destino en el puerto griego del Pireo.

Esta variedad, según aseguran autoridades en el campo de la medicina, no es recomendable para reumáticos.

He pasado por alto, consciente de mi omisión, los lechos con dosel por su proclividad al incendio que, en más de una ocasión obligaron a sus usuarios a un involuntario paso del reposo temporal al eterno.

Las prestaciones de una cama normal son infinitas y, por ello, no voy a citar más que las dos más importantes: en ella nacen quienes tienen tanta prisa por vivir, si no lo hacen  en taxis o aviones, y mueren aquellos a quienes le sorprende la muerte cuando se encuentran acostados.

La palabra cama jamás será mencionada por las exquisitas damas de la época victoriana. Llegada la hora de dormir decían: «ha llegado el momento de que me retire».

Curiosamente, de aquello hemos pasado al extremo opuesto. De ser algo innombrable, se ha convertido en el único elemento imprescindible del cine actual.

A pesar de su apariencia semántica, nada tienen que ver con la cama el camaleón y el camafeo. De camarera, no me atrevería a decir otro tanto. De Kamasutra, sí.

No puedo resistir la tentación de recordarles que nuestra primera cama no se llama así, sino cuna. La última, también cambia de nombre. Se denomina féretro o ataúd.

Deseo que hayan trascurrido un montón de años desde que abandono la primera, y que aún deban sucederse muchos más hasta que le tiendan en la última.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Foz, 1986