La acusada indefensión en que se encuentra la Venus de Milo, siempre me ha causado una enorme desazón. Siendo niño, la primera vez que tuve ante mis ojos asombrados e inocentes un grabado que la representaba, me pregunté cómo era posible se tolerase semejante falta de caridad. Mi desconcierto aumentó al escuchar la respuesta del abuelo a quien pregunté por qué no le colocaban brazos ortopédicos.
«No seas majadero, niño», se limitó a decirme, antes de irse con un portazo que pudo oirse en la calle.
Pasaron los años, pero no mi curiosidad acerca de la doblemente manca deidad marmórea. Y, aunque nadie volvió a tacharme de necio, sin duda por no haber repetido nunca la desdichada pregunta, el interés que la obra de arte y las circunstancias que la rodean despiertan en mí no ha decrecido. Por el contrario, ha aumentado de tal manera que he decidido hacer cuanto pueda para saciar mi sed de conocimiento sobre el tema.
Comencé a leer cuanto, relacionado con la Venus, caía en mis manos. Sin embargo, la notable parquedad de la información contenida en diccionarios y enciclopedias no hizo otra cosa que exacerbar la fisgona pasión que me aquejaba.
En mi mente se amontonaban de manera insistente y machacona -superponiéndose velozmente, como cabalgando en incesante carrusel- una serie de interrogantes para los que no encontraba respuesta.
¿Cómo se llamaba su artífice? ¿Existió un modelo de carne y hueso o fue producto de la imaginación incorpórea? La falta de brazos, ¿se debía a olvido involuntario? ¿El escultor quedó de pronto sin marmol suficiente para terminar su obra? ¿Por qué tan desigual tratamiento del brazo derecho y el izquierdo? (Al primero le falta del codo para abajo; en el otro comienza la carencia en el mismo hombro). ¿Será ésta una oscura alusión política? ¿Al autor no se le daba bien el esculpido de manos y pretendió ocultarlo?
A estas y más preguntas que no formulo, contestan otros -no yo- con descabelladas hipótesis de las que, naturalmente, no me responsabilizo.
No falta quien asegura que la Venus estuvo completa pero, aburrida, comenzó a comerse las uñas y no supo detenerse a tiempo. Ridículo, ¿verdad?
Tan absurda como ésta resulta la versión que afirma que el genial escultor, contemplando su hermosísima labor, llegó a sentir por ella tan morbosa pasión que osó hacerle claras proposiciones deshonestas. La fría escultura, al escuchar aquellas impúdicas palabras, se calló pero cuando el del cincel se le aproximó, creyendo, equivocado, que quien calla otorga -práctica evidentemente desconocida entre los seres inanimados- le propinó dos tremendas bofetadas (una con cada mano), que lo derribaron al suelo privado de conocimiento. Cuando el enamorado recobró el sentido, en un rapto de furor, tomó un martillo y, frenético, dejó a su amada como la conocemos en la actualidad.
A mí, éstas explicaciones me parecían absolutamente ajenas a la realidad y, desesperado ya de encontrar una que -de veras- pudiera stisfacerme, resolví hacer lo único que me sacaría de dudas para siempre.
Tomé el primer avión con destino a París y, llegado a la capital de Francia, me encaminé al Louvre. Afortunadamente, a la hora en que me vi ante las puertas del Museo, éste estaba cerrado. ¡Menudo papelito hubiera hecho si, por no haber planificado cuidadosamente la operación, comienzo a dirigirle preguntas a la Venus con el público como testigo! Probablemente, se me hubiera encerrado como a un pobre loco, pues la incomprensión humana no conoce límites.
Así que encaminé nuevamente mis pasos al modesto hotel en que me alojaba, aplazando la entrevista hasta el día siguiente.
Pasé una noche bastante agitada, sobre un incómodo lecho que no parecía acogerme con más simpatía que la dispensada por sus compatriotas bípedos a cuanto despide el más leve tufillo hispano.
Y eso que, razonaba yo, la cama -por el simple hecho de tener cuatro patas- debería ser doblemente sensible y tolerante.
El caso fue que, al amanecer ya había encontrado el procedimiento, sencillo y factible, para lograr un tête a tête con la Venus sin la molesta presencia de espectadores. Entraría en el Museo a última hora, poco antes de que se fuera a producir su cierre, para ocultarme, seguidamente, en uno de los cuartitos en cuyas puertas se indica, «toilettes-hommes», en el que permanecería hasta la noche. Con un poco de suerte y si ninguno de los vigilantes parecía de incontinencia, podría hacer realidad mi sueño de hablar con la diosa de alabastro.
Llegado el momento, cruce el umbral de la gran puerta que facilita el acceso a la pinacoteca. Ascendí la escalera echando una indiferente ojeada a la Victoria de Samocracia -aquella que, en otras ocasiones, me había producido una grata sensación estética- colocada entre las dos alas de la amplia escalinata, y, apresurando el paso, sin correr para no llamar la atención, llegué a mi destino.
En cuanto comprobé que no estaba siendo observado, me introduje silenciosamente en uno de los servicios y esperé.
No tuve que aguardar mucho tiempo. Pronto puede escuchar la voz de uno de los vigilantes que con tono profundamente nasal, incluso para un galo, pregonaba: «Allons, mesieurs. On va fermer. Allons.» Debía padecer un catarro imponente.
Los amantes del arte, obedientes, comenzaron a retirarse. Se oyó el rumor causado por unos pocos rezagados. Después, nada. Sólo el silencio interrumpido por el fragor de las puertas que se cerraban. Finalmente, la sosegada calma que me anunciaba mi absoluta soledad. Aún dejé pasar un buen rato hasta que me atreví a salir de mi escondite. Temía darme de bruces con alguna mujer del servicio de limpieza que, al verme, pondría el grito en el cielo. Tras ciertas vacilaciones en el curso de las cuales me repetía: «Vamos, no seas cobarde; ¿has venido desde España para no atreverte a hacer lo que siempre has deseado?, salí de mi escondrijo y me encaminé con paso cauteloso a la sala en que se encontraba el objeto de mi obsesión.
La enorme habitación se hallaba a oscuras pero la plateada luz de la luna que se colaba a través de las amplias cristaleras permitía ver perfectamente el elevado estrado sobre el cual, sola, la Venus parecía dispuesta a conceder audiencia a quienes, como yo, acudían sumisos a su muda llamada.
Me acerqué tembloroso. La emoción nublaba mi cerebro y atenazaba mi garganta. Con enorme esfuerzo, conseguí musitar unas palabras que pretendí resultaran respetuosas e inteligentes. Lo único que logré articular fue: «Goog night». La estatua no dió muestras de haber oído.
Entonces, temiendo que no pudieramos comunicarnos por falta de un idioma común, fuí diciendo en rápida sucesión: «buenas noches», «buona notte», «guten aben», «spokoinoi nochi», «boas noites». Tampoco así obtuve respuesta alguna. Recurrí después al esperanto, hablando lentamente y pronunciando con toda claridad. «Bonan vesperon», le dije, sin que saliera de su mutismo.
Frenéticamente, rebusqué en la mente y creí encontrar la solución al recordar que el saludo incomprendido en los idiomas utilizados hasta el momento era, en su propia lengua, «Kalós nicta». No bien lo hube dicho, se me vino encima un alud, en griego, del que no entendí ni una sola palabra.
Cuánto lamenté entonces el tiempo perdido durante el Bachillerato. En aquella lejana época, el griego figuraba en el plan de estudios, pero las cosas funcionaban de tal modo que poco más que el conocimiento era necesario para aprobar la asignatura.
¿Qué podía hacer? Súbitamente, sin duda por hallarme en eso que, en España llamamos «más allá del Bidasoa», comencé a hablar en fránces y, ante mi asombro, la Venus me respondió en el mismo idioma.
«No te extrañe que conozco este bárbaro lenguaje -me dijo. Llevo mucho tiempo aquí y, como puedes suponer, es el que con mayor frecuencia escucho. Lo que más difícil me resulta es pronunciar la u. Ya sabes -añadió- que para hacerlo es preciso colocar los labios en forma de canuto y el material del que estoy hecha no es de los más dúctiles.»
«Pero bueno -prosiguió la diosa-, ¿Quién eres, de dónde vienes, y que deseas de mí?»
Cuando escuchó mi nombre y que procedía de España, preguntó, «¿Y por donde cae eso?»
Con ciertas dificultades, logre hacerle comprender el emplazamiento geográfico de mi patria. Luego quiso saber qué sistema político teníamos establecido. Le dije que España, en la actualidad -pues anteriormente no había sido lo mismo- contábamos con un régimen de monarquía parlamentaria, cámaras de diputados y senadores, que dictaban leyes poniéndolas antes a estudio y votación.
«Eso -me interrumpió nerviosamente- es la democracia, inventada por mi pueblo hace ya muchos siglos. ¿Y funciona bien?», quiso saber.
«Bastante bien», concedí. «En realidad, aún no se ha encontrado nada menos malo. Pero perdóname -corté, un poco groseramente. He viajado desde muy lejos buscando respuesta a las preguntas que vengo planteándome ya durante demasiado tiempo.»
«Tienes razón, dispensa y dime cuanto quieras -accedió graciosamente.»
Entonces, le conté apresuradamente todo lo que, años y años, había excitado mi curiosidad y privado mi reposo.
Ella no truncó mi relato ni una sola vez. Escuchaba atentamente, ahora iluminada lateralmente por la luz de la luna que había ido desplazándose lentamente. La escena tenía algo de irreal y fantasmal pero yo, dejando aparte un leve temor a ser sorprendido antes de dar fin a mi interrogatorio, me sentía radiante.
Cuando hube terminado, fue ella la que comenzó a hablarme con una voz tan dulce y afectuosa que me creí hechizado. Me contó que había perdido la cuenta de los años que se llevaba cautiva. Lo que habían hecho con ella no tenía otro nombre que secuestro. Nadie había contado con su opinión para sacarla, dentro de una incómoda caja de madera, de su tierra y traerla a ésta, tan lejana y distinta.
«Aún antes de ser descubierta en 1820 -continuó hablando- cuando me hallaba enterrada bajo más de tres metros de arena, en Milo, nunca había pasado frío. Claro que en Grecia se disfruta de un delicioso clima soleado. Por el contrario, aquí hace un frío insoportable. Cada vez que deja de funcionar el aire acondicionado, me constipo. Y ni siquiera me queda el consuelo de estornudar, porque, ¿cuando se ha visto hacer semejante cosa a una estatua?»
En un arranque de galantería, me despojé de la chaqueta y se la coloqué sobre los hombros. La Venus agradeció el gesto con afectuosas palabras, añadiendo «¡qué diferente eres al malnacido mozo de cuerda que me sacó del embalaje! Aquel hombrón, gordo y grasiento, con un bigote igual que un cepillo, rascándose el cogote con dedos como morcillas se atrevió a decirme: «Pues, ¡está buena la tía!»
«En cuanto a la razón de mi incompleta anatomía, nada tiene que ver con la serie de sandeces que se rumorean entre los muchos cabezas huecas y desocupados que pueblan el planeta. La única y triste verdad es que, en el momento de retirarme del lugar en que me encontraba oculta, tan fuerte y desmañadamente tiraron de mí, que me dejaron así.»
«Pero, no te aflijas -agregó rápidamente al ver mi gesto de espanto-, no me hicieron daño; ni siquiera sangré un poquito. El manazas que cometió el desaguisado, enterró profundamente mis miembros e hizo correr la voz de que me faltaban las extremidades superiores. Te aseguro, no obstante, que mis manos eran un dechado de perfeccción y por una sóla de mis caricias, cualquier mortal habría perdido su alma.»
«No puedo decirte el nombre de mi creador, pues nunca lo supe. Carecía de fama y era un chambón totalmente desconocido que no daba una a derechas. Obtuvo un pleno conmigo, pero ni antes ni después de mí hizo algo que valiera la pena.»
«Sin embargo -siguio, después de reflexionar unos instantes-, nada de cuanto te he revelad me produce tanta tristeza como el hecho de sentirme rebajada, año tras año, por las mujeres que vienen al Museo adornadas con sus mejores galas. Estamos en Francia, y Dior, Balmain, Saint Laurent, Cardin y otros compiten cada estación para que las parisinas parezcan siempre más jóvenes y elegantes. En cambio, yo siempre con el mismo trapo pétreo a punto de deslizarse caderas abajo. ¡Pensar que he de escuchar impávida cómo se quejan de no tener nada que ponerse!»
«En la esencia de lo femenino se encuentra profundamente implantado el deseo de la variación. Ser hoy rubia y mañana morena; llevar ahora el pelo muy corto y otro día larga la melena, debe ser un placer inigualable que me ha sido denegado. Mira mi peinado. He nacido con él y seguiré luciéndolo hasta el fin de mis días, sirviendo de chacota a quienes, sin el menor empacho, comentan en voz alta, y entre risas irónicas qu eme encuentro un poco pasada de moda.»
«Debiera consolarme con el pensamiento de que los gustos cambian. Es cierto que los cánones de la hermosura son tornadizos y, si hoy no estoy a la última, quizás dentro de trescientos años pueda considerárseme una vanguardistas, pero eso no me hace feliz.»
Al escuchar aquellas amargas quejas, todo mi ser se rebeló contra lo injusto de la situación soportada con admirable dignidad y sin protestas, hasta ahora, por la que siempre había sido mi ídolo y, deseando decir algo que aliviase, aunque sólo fuese mínimamente, su dolor, me atreví a decir:
«Después de lo que me has confiado, comprendo tu angustia. Para mí, toda mujer tiene mucho de diosa, cada estatua tiene algo de mujer, y las diosas tienen tanto de mujeres como de estatuas.»
«Te ha salido una frase muy bonita, aunque algo enrevesada pero, -me interrumpió- con ella has demostrado tu candidez. La diosa, la mujer y la estatua son proposiciones conceptuales intratables y, por ello, incomprensibles. Esto, consideradas separadamente. Pero, si las examinas como un terceto indivisible, de la forma en que debe hacerse en mi caso, entonces, te das de bruces con algo inaccesible al entendimiento humano.»
«De todos modos, -prosiguió- no creas que dejo de agradecer el esfuero que haces. Aprecio en cuanto valen tus sentimientos, pero me asalta el temor de que te atraigan la desgracia.»
Hacía rato que yo había advertido un cambio en el cielo visible más allá de la vidriera. El día había comenzado a despuntar y debía irme antes de que alguien me sorprendiese. La Venus, con una perspicacia digna de cuanto era, comprendió lo que sucedía y me dijo: «Ha llegado la hora. Vete. Pero antes de irte, bésame.»
Asombrado, obedecí. Me acerqué y, tímidamente, la besé en la mejilla.
«Te he dicho que me beses. Hazlo como si fuese sólo una mujer.»
Entonces, como empujado por una fuerza desconocida, hice realidad lo que tantas noches había soñado. La besé en los labios, larga y apasionadamemente.
Al principio sentí un frío espantoso. Luego, poco a poco, aquella sensación gélida fue tornándose en otra más cálida hasta convertirse en ardiente caricia. Durante breves instantes, noté unos inexistentes brazos rodeando mi cuello y unos larguísimos dedos acariciándome los cabellos.
Como en trance, me encaminé a la puerta y, cuando estaba a punto de salir por ella, escuché la voz de la Venus que me decía: «¡La chaqueta, llévate la chaqueta!»
Con la prenda en mi poder, salí apresuradamente de la sala y volví a ocultarme en el servicio.
Transcurrió el tiempo y, cuando ya me consideraba seguro de no ser descubierto, alguien entró, y algo sospechoso debío advertir pues, de muy malos modos, dijo, «¿Quién anda ahí? Salga inmediatamente.»
Como no podía hacer otra cosa, acaté la orden y me presenté ante el airado vigilante que, visiblemente desconcertado, preguntó: «¿Por dónde ha entrado usted? Todavía no hemos abierto las puertas.»
Satisfecho porque había conseguido realizar mi propósito y seguro de que nada malo podría sucederme, dije la verdad, o por lo menos, parte de ella: «He entrado por la puerta, pero lo he hecho ayer por la tarde. Pasé toda la noche en el Museo. Me he dormido en el servicio.»
Mirándome fijamente, me ordenó que le acompañase al despacho de su jefe. Le seguí en silencio. Allí me pidieron la documentación y, tras tomar nota de los datos que figuraban en el pasaporte, solicitaron mi conformidad para registrarme. Como no tenía nada que ocultar, les dije que sí. Lo hicieron concienzudamente y, después de una breve conversación en voz baja, me acompañaron a la puerta, que abrieron para mí, y me despidieron cortesmente.
Respirando a pleno pulmón el embriagador perfume delas avenidas parisinas, caminé al azar en aquella mañana de primavera. Cuando llegué a los Campos Elíseos, eran cerca de las doce. Las terrazas de bares y cafeterías eran un muestrario multicolor de razas y gentes distintas. Me senté en el exterior de un bistrot y, mientras tomaba lentamente el café y croisants que me sirvió un simpático camarero español, acudió a mi mente el recuerdo de una de las confidencias que hacía pocas horas había desgranado para mí la desgraciada Venus.
Un turista, puede que uno de aquellos sentados cerca de mí, había entrado en su sala. Iba calzado con unas polvorientas sandalias, llevaba pantalón corto y una horrible camisa floreada. En su cabeza cabalgaba una absurda visera de base-balle. Masticaba chicle rítmicamente, sin darse instantes de reposo y repetía continuamente «O.K., O.K.». Cuando se detuvo ante ella, con fuerte acento americano, dijo al guía que le acompañaba: «Qué desencanto; si no es negra, ¿por qué la llaman la Venus del Nilo?»
¡Pobre diosa griega!; ¡a cuántas vejaciones se ha visto sometida!
Cuando me sentí cansado del incesante ajetreo y empecé a advertir que el olor a gasolina y aceite quemado iba ganando la partida a los efluvios primaverales, tomé un taxi, hice que me aguardara en la puerta del hotel mientras recogía la maleta y abonaba la cuenta, y me trasladé al aeropuerto.
Dos horas más tarde, el avión que me devolvía a España sobrevolaba París. Contorsionándome un poco, podía ver la Plaza de la Concordia, Trocadero, el Sena, algunos puentes que cruzan el femenino río, el herrumbroso andamio del que tan orgullosos se sienten los frnceses, y muchos otros lugares que figuran en cualquier guía que se precie de serlo.
Lo que no pude ver, aunque me disloqué el cuello en el intento, fue el Louvre. Ojalá fuese una advertencia de que la Venus había desaparecido de mi vida para siempre y nunca volvería a formar parte de mis sueños. Fueron demasiados años de obsesionantes inquietudes y ahora tenía derecho a descansar. Ya sabía cuanto podía saberse de tan penoso asunto y, desafortunadamente, nada podía hacer por mi desventurada diosa-mujer-estatua.
París se desvaneció en la distancia y unas horas más tarde agotado por las emociones y por el viaje, reposaba en mi propia cama, en la que tantas veces me había visto acosado por el enigma de …
Pero, no; no podía consentirme volver a encaminar mi pensamiento por aquellos derroteros. Hice un esfuerzo y satisfecho al comprobar que mi voluntad respondía, me dormí profundamente.
Cuando desperté, sentía unas agujetas tremendas. De momento, no comprendí, pero, de pronto recordé. Había pasado la noche soñando que me encontraba en Milo. Estaba cavando un profundo hoyo. Manejaba la pala como si me fuera en ello la vida. Sudaba a chorros y tenía una sed espantosa, pero no quería detenerme. Tenía que recuperar los brazos de la Venus.
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones sin partitura,1987.