No sería exacto afirmar que aquel día los cincuenta directivos de la American Worldwide Happiness Research Association (Asociación Americana para la búsqueda de la felicidad mundial), se habían ganado jornal. Y no lo sería porque trabajaban absolutamente gratis. Bueno, gratis sólo si por ello se entiende que no estaban en nómina. Pero, realmente, merced a sus frecuentes e importantes donaciones a la asociación, obtenían suculentas deducciones en sus impuestos que, de otra forma, serían astronómicos.
A pesar de todo, sus generosos y desinteresados esfuerzos para tratar de conseguir un mundo menos desgraciado, eran sinceros, y si los habitantes del planeta no fuéramos tan mezquinos besaríamos el suelo que pisan los miembros de la asociación.
Porque, ¿quién sino la AWHRA costeó el regalo de tres millones de camisetas a los habitantes de Tanzania? Su esplendidez no puede verse empañada por la desafortunada interpretación que sus meteorólogos realizaron de los mapas del satélite, al pronosticar una gélida ola de frío, cuando, en realidad, lo que se avecinaba era una oleada tórrida que abrasó lo poco que aún no había ardido en aquel desgraciado país.
Más difícil solución tuvo el incidente diplomático surgido con la India, cuando, a causa de un pequeño error de información, enviaron cien mil toneladas de carne de vaca enlatada para paliar el hambre, que apretaba firme. En esta oportunidad, hubo de intervenir la mismísima Casa Blanca que, tras ímprobos esfuerzos, logró demostrar la falta de mala intención.
Después de cada uno de estos deslices, los componentes de la AWHRA cerraban filas y continuaban impertérritos su benéfica tarea.
A las tres de la mañana de aquel ajetreado día, con posterioridad a inacabables debates, se acordó la creación de un comité encargado de la , prácticamente imposible, tarea de proporcionar una mayor ración de felicidad a la propia USA.
«Me parece que pretendéis ser más papistas que el Papa», dijo Mr. Travis.
«Los EEUU se encuentran en el mundo y nuestra misión es aportar felicidad al mundo, ergo…», respondió Mr. Trevor, a quien, realmente, le apetecía decir «…el mundo se encuentra en los EEUU».
Fuese como fuese, la comisión quedó formada y en estado de operatividad. Se le adjudicó un apabullante presupuesto y el nombre de «Fecund Action», aunque, al poco tiempo, debido a que su actividad tendría que comenzar forzosamente por la fase experimental, es decir, de laboratorio, se añadió la expresión «In Vitro».
Como resultaría excesivamente largo y tedioso reseñar cuanto sucedió en las primeras reuniones de la flamante comisión, me limitaré a relatar la última, a partir de la cual Fecund Action In Vitro comenzaría a poner en práctica sus planes que, de encontrar el éxito, llevaría más felicidad a los ya venturosos ciudadanos USA.
Gracias a la indiscreción de uno de los camareros (al cual le dolían los brazos de servir whisky on the rocks a los reunidos), y especialmente a los trescientos dolares con que mitigué sus escrúpulos de conciencia, obtuve una fotocopia del programa de trabajo. Sí, hombre, sí. Ahora lo resumo eliminando frases huecas, zarandajas y autobombo.
– Un verdadero ejército de agentes de campo, se desparramaría por todo el país, de costa a costa, presentando una encuesta que constaba de trescientas preguntas relacionadas con las preferencias, opiniones, deseos, proyectos para el futuro, forma de vida actual, etc. de quienes respondieran.
– Para eliminar la resistencia de aquellos que no gustan de poner al descubierto sus interioridades, cada encuestador sería provisto de una carta personalizada y firmada por el Sr. Presidente de la nación, dirigida a cada encuestado, hombre o mujer, blanco, negro o de cualquier color, indicando la conveniencia de contestar sin tapujos y añadiendo que ello no iba contra la Constitución, Carta Magna, los Derechos del Hombre, o la Sagrada Biblia.
– A medida que las encuestas fueran obtenidas, serían remitidas, por correo aéreo (sin franqueo), a un gigantesco centro de datos. Allí, los contenidos de aquella especie de confesión general laica, serían introducidos a través del mayor conjunto de terminales jamás visto, en un colosal banco de datos.
– Finalmente, sería materializada la estadística que facilitaría respuesta a la gran pregunta, a la pregunta del millón de dólares, como diría un norteamericano que se preciara.
Que ¿cuál sería esta pregunta? Pues, muy sencilla.
¿Sería más feliz el pueblo estadounidense si, de verdad, las oportunidades fueran las mismas para todos?
Dicho de otro modo. Si se divide el producto nacional bruto por el número exacto de habitantes del país y se entrega anualmente a cada uno de ellos la cifra resultante, ¿se sentirían más satisfechos los sobrinos del Tío Sam?
Naturalmente, esta pregunta no se formulaba nítidamente. Ni siquiera aparecía de manera velada en el cuestionario. Un hábil y numeroso grupo de sociólogos, psicólogos, psiquiatras y otros especialistas expertos en tirar de la lengua mientras, aparentemente se encuentran en la luna, habían confeccionado, con gran rigor científico y extremado tacto, una encuesta tan fingidamente inofensiva como el camaleón que acecha a su presa con aspecto de tarugo. Pero en el fondo, en la entraña del documento, es decir, en la respuesta global al mismo, se encontraba lo que AWHRA deseaba saber.
Pasaron los meses y, por fin, tras un trabajo agotador, los últimos datos fueron devorados por los insaciables terminales. Unos 4,8 billones de bytes fueron necesarios para almacenar la información.
En la sala de Juntas, una enorme pantalla permitía contemplar la febril actividad que reinaba en los equipos.
Impacientes, los miembros de la Junta de Directores de la American Worldwide Happiness Researcha Association, se mordisqueaban las uñas. En cuestión de minutos sabrían si, como consecuencia de una masiva respuesta afirmativa, deberían comenzar a dar la lata en el Congreso, el Senado y la Cámara de Representantes para tratar de conseguir la fisión del átomo. Perdón. Quise decir del P.N.B.
Por último, comenzaron a aparecer datos estadísticos relativos a los diferentes Estados. Aquello no interesaba. La tensión se hacía intolerable. Un involuntario y general ¡oh! se escuchó cuando en la pantalla, tras un breve parpadeo, y el anuncio de «resumen general», pudieron verse dos líneas de letras verdes. En la primera decía: N.U.G. y en la segunda: sigue gráfico.
Más parpadeos y, cuando estaban a punto de producirse media docena de infartos, surgieron en la pantalla, una serie de puntos sin orden ni concierto, como si los hubiera sembrado una brisa juguetona.
El desconcierto fue absoluto. Mr. Trives, presidente accidental, oprimió con fuerza un botón del dictáfono y preguntó con voz airada: «¿Qué ocurre?, ¿qué significa esta mamarrachada?»
El coordinador y director del programa, Mr. Trovus, apuradísimo, respondió: «Lo ignoro, Mr. Trives. Aquí nunca hemos visto nada semejante, pero lo averiguaremos.»
Y Mr. Trovus, paseando, de técnico en técnico, una mirada de ratón acorralado, dijo: «¿Alguno de ustedes tiene idea de todo esto? ¿Qué diablos quiere decir N.U.G.?»
El silencio más absoluto acogió las palabras del director que, desesperado, insistió: «¿No se les ocurre nada?»
Únicamente, un ingeniero español, de Colloto para más señas, que se encontraba disfrutando de una beca desde hacía dos semanas, se adelantó diciendo tímidamente: «Creo que puedo explicar de qué se trata»
«Pues, dígalo, hombre de Dios, ¡dígalo!», interrumpió Mr. Trovus.
Entonces, Paco Fernández afirmó:
«N.U.G. significa Neither under gunshots, es decir, Ni a tiros. En cuanto a los puntitos -añadió tomando un lápiz óptico y uniéndolos con firme trazo- representan un descomunal corte de manga, como pueden ver ustedes».
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo, 1986