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El teléfono de la esperanza

La desgracia se había cebado despiadadamente en Leonardo. Toda su vida había trascurrido entre enfermedades y contratiempos de distintos calibres. Con toda propiedad podía clasificársele como un supermercado de la catástrofe.

De niño experimentó todas las dolencias infantiles y de adolescente padeció las correspondientes a aquel periodo de su existencia.

Cuando ya no era adolescente, ni tampoco adulto, en el momento en que el único problema capilar de los de su generación radicaba en el costo que suponía la frecuente poda de tupidas cabelleras, él se libraba de tan oneroso gasto a cambio de una calvicie prematura que le iba dejando tan lampiño como la puerta de una nevera.

Días después de celebrar el decimoctavo aniversario de su venida a un mundo que le reservaba tantas y tantas funestas oportunidades, estaba en la terraza de su casa, piso tercero A, cuando un súbito ataque de vértigo le precipitó a la calle, naturalmente sin paracaídas.

Fue aquel un «vertiginoso» descenso que le proporcionó la inopinada oportunidad de trabar conocimiento con un fornido sacerdote navarro que, ocasionalmente y ajeno a lo que se le venía encima, despertó del golpe en una cama del hospital asegurando formalmente que había sido objeto de un atentado.

Aquella brusca e imprevista toma de contacto originó la fractura de ambas clavículas y cuatro costillas en el improvisado campo de aterrizaje sacerdotal.

El involuntario imitador de Icaro fue más afortunado y sólo se rompió ambas piernas y el tabique nasal.

Tres meses de estancia después, curado del vértigo, ingresó en Caja y fue tallado.

Tan pronto como se incorporó a filas, la piorrea tomó posesión de su dentadura y la entrega de licencia coincidió con la colocación de un nuevo equipo dental que sustituía  al que hubo necesidad de desahuciar por el procedimiento de urgencia.

La flamante herramienta desgarradora, trituradora y masticadora era soberbia. Blanca como la nieve y deslumbrante como ésta. Sin embargo el mecánico dentista que la ensambló tomaba las medidas más bien a ojo, consiguiendo de esta forma que la dentadura entrechocara tan ruidosamente que le obligaba a descender escaleras con enorme parsimonia para no causar la errónea impresión de encontrarse interpretando un solo de castañuelas.

Entre incorporación y licencia soportó los ataques, unas veces combinados, y otras por libre, de conjuntivitis, colitis, rinitis y otitis y, para colmo de indignidad, orquitis.

Cuando comenzaba a tomar gusto por la vida civil, o dicho de otro modo, diez minutos después de abandonar el cuartel, conoció a Jimena. Tres meses después consiguió trabajo y seis meses más tarde, se casó con ella.

Ya sé que esto parece hoy excesivamente precipitado, incluso imposible, pero debe tenerse en cuenta que todo sucedía hace muchos años. Los empleos no eran pepitas de oro y las mujeres soñaban con casarse.

Leonardo, en vista de que en el transcurso de los seis meses posteriores al casual conocimiento de Jimena únicamente había padecido de los callos, una afonía que le obligaba a hablar por señas y dos hemorragias nasales, creyó que su prolongada racha de mala suerte había finalizado. Consideró que Jimena, además de estar muy buena, se había convertido en su talismán.

Así que, como queda escrito más arriba, se casó.

Después de mucho pensar, decidieron realizar el viaje de novios en tren para no tentar innecesariamente a la suerte con un vuelo a Sevilla.

Llegados al hotel y después de curar dos dedos que se había aplastado con al bajar la ventanilla de su departamento, Leonardo, seguro ya de que Jimena estaba buena pero no era, de ninguna manera el amuleto supuesto, decidió consumar el matrimonio a todo gas, antes de que se incendiara el edificio, se desbordara el Guadalquivir o, lo que sería más grave, la poliomielitis tuviera la repentina ocurrencia de dejarle incapacitado.

A la mañana siguiente, bien temprano, despertó a causa de unos intensos picores en la pantorrilla izquierda. Alarmado, se levantó y, encerrándose en el cuarto de baño, pudo comprobar que en aquella parte de su anatomía se estaba formando una enorme roncha de muy mal aspecto.

Volvió al dormitorio y, no sabiendo qué hacer, pero no deseando despertar a su dormida esposa, se sentó en la butaca a oscuras. «Después de desayunar, iremos a un especialista de la piel», se dijo.

Tan pronto como el doctor Turcios vio aquello, diagnosticó eczema seco. Extendió siete recetas, se embolsó 7.500 pesetas, y les acompañó amablemente a la puerta.

Desde aquel momento, además de alimentarse, contemplar la maravillosa perspectiva de la Plaza de España, el Parque de María Luisa, distintos monumentos y hacer aquello, podían divertirse colocando sobre el eczema una amplia variedad de pomadas que conferían a aquella porquería delicadas tonalidades del ámbar, violeta y marrón oscuro.

Sevilla, Plaza de España

Plaza de España de Sevilla

Las curas eran laboriosas y comenzaban siempre con la aplicación de un maloliente líquido, para lo cual utilizaban, de acuerdo con las instrucciones grandes pedazos de algodón en rama.

Encontrar el lugar adecuado donde ocultar aquellos pingajos húmedos constituía una verdadera pesadilla para el reciente matrimonio. Tirarlos por la ventana no era higiénico ni recomendable. En la papelera, tampoco. ¿Qué pensaría el servicio de limpieza?

Creyeron encontrar una solución cuando Jimena, con gesto resuelto, levantó la tapa del WC y, después de dejar caer en su interior aquella inmundicia, tiró de la cadena.

Hasta las 3,30 de la madrugada del cuarto día, el sistema funcionó. A hora tan intempestiva, dejó de hacerlo.

El vigilante nocturno, deshaciéndose en excusas, les suplicó que cambiaran de habitación para proceder ipso facto a arreglar todo el sistema de cañerías pues la habitación del piso inferior se encontraba inundada por el agua que caía en cascada desde la que ocupaban.

A partir de aquel momento, por San Lucas de Barrameda, no solo desembocaba el Guadalquivir, sino también los paquetes, cuidadosamente envueltos en plástico, que Jimena y Leonardo botaban, sin solemnidad ni botella de champagne, cada anochecer.

Como todo, también el viaje de novios llegó a termino y la pareja volvió a sus lares.

A los dos meses Leonardo, que únicamente había experimentado una ligera tortícolis, por cuya razón se encontraba sumamente satisfecho, comenzó a sufrir una rebelión delas masas en edición unipersonal.

Jimena parecía estar harta de tanta dentadura postiza, de la calvicie y, en fin, de las múltiples secuelas que aquel enfermo recalcitrante coleccionaba. Daba señales de desazón y descontento.

Una mañana en que a Leonardo se le pegaron las sábanas, se encontró encima de la mesilla de noche una nota que decía escuetamente:

«Adiós, convaleciente perpetuo»

En circunstancias distintas lo más probable hubiera sido que Leonardo admirase el lacónico estilo de su esposa, pero en aquel momento no se encontraba en las condiciones más propicias para otra cosa que para maldecir la hora en que se le ocurriría casarse, la perra suerte que le deparó tan puercas jugadas, la hora en que nació y, ya puestos a ello, el Día de la Raza.

A pesar de que su ya duro y cotidiano entrenamiento debería haberle abroquelado contra las consecuencias de cualquier catástrofe, ante aquella se sintió totalmente indefenso. El abandono de su recién estrenada esposa le sumió en una negra sima de dolor. Tan honda, que decidió dejar caer el telón y hacer un mutis definitivo.

Leonardo era calvo, lo cual no le impedía ser persona de decisiones rápidas: así pues, inmediatamente, comenzó a pensar en las ventajas e inconvenientes que reunían diferentes métodos de embarque para la eternidad.

Descartó al instante la defenestración, pues aún recordaba su caída desde la terraza y no deseaba verse obligado a realizar el último viaje en compañía de clérigos o seglares.

Del gas ciudad, ni hablar. Tenía un olor insoportable y, además, podía ser detectado por los vecinos que quizás le impidieran la excursión.

Revolver o pistola no tenía y, aunque dispusiera de armas, no las utilizaría, pues le sobresaltaba demasiado el antipático ruido que producían al ser disparadas.

Repentinamente, recordó las medicinas que se almacenaban en la despensa. Restos de innumerables tratamientos que su mala salud y un rosario de accidentes le habían hecho seguir. Representaban varios quilos de material aprovechable.

«Ahora vais a servir, de verdad, para algo», se dijo imaginando el cocktail especial e irrepetible que iba a preparar sin necesidad de receta alguna.

Cuidadosamente, eligió cuantos fármacos llevaban la indicación de «solo uso externo» y reforzó el surtido con un par de limpiametales.

El resultado de la mezcla del medio cubo de agua y el contenido de los frasquitos, botellas, tubos y polvos seleccionados, presentaba un color que ni el divino Dalí hubiera soñado en sus delirios más audaces.

Después de agitar concienzudamente aquel mejunje infernal, digno del aquelarre más distinguido, Leonardo decidió irse a lo snob y buscó en la cristalera fina, regalada por su tía Victoria, una hermosa copa para champagne, que llenó hasta el borde. Se sentó cómodamente en una butaca, que por cierto estaba sin pagar en su totalidad, y levantó la burbuja cristalina disponiéndose a vaciarla de un trago.

Antes de hacerlo, paseo su mirada por la habitación en muda despedida de aquel lugar en el que tanto había amado y sufrido y que, en breves instantes se convertiría en su mausoleo.

Sobre la mesita baja se encontraba un periódico del día anterior, abierto por las páginas centrales, de cuyo texto destacaba un conciso titular que decía «Teléfono de la Esperanza».

Involuntariamente, Leonardo vio el título y pensó: » Esperanza para quienes aún disponen de capacidad para albergarla. No para mí, que ya llegué al límite de la desesperanza».

Contra sus deseos, o por lo menos sin la intervención de su albedrío, depositó la copa sobre la mesita y con una mano, aparentemente dotada de vida propia e independiente, cogió el diario.

Asombrado, leyó el parco aviso que figuraba bajo aquellas palabras extrañas. Decía: «No tome una decisión precipitada. Todo problema tiene su solución. Cuando crea que ya nada importa y que la vida no merece la pena ser vivida, aplace su determinación unos minutos. Póngase en contacto con nosotros llamando al teléfono…».

Leonardo arrojó el periódico al suelo y volvió a coger la copa, dispuesto a terminar de una vez. Sin embargo, la colocó sobre la mesa nuevamente.

Una tenue llama de ilusión había nacido en su interior y, aunque no quería admitirlo, pensar en la ingestión de aquella maloliente porquería le causaba un asco imponente.

«Bueno -se dijo- En realidad, esto no va a adquirir peor aspecto dentro de cinco minutos. Y, además, la mía no tiene porqué ser una muerte repentina».

Con un gesto indeciso, Leonardo asió el teléfono y, sin levantarse de la butaca donde aún se encontraba, leyó el número de teléfono de la esperanza, marcó y esperó unos instantes antes de conseguir respuesta.

Una agradable voz de mujer dio fin a su nerviosa espera diciendo: «Buenos días».

Leonardo en tono de duda, preguntó: «¿Es la esperanza?». La respuesta en la que se traducía un deje jovial, le extrañó un tanto: «Pues claro, ¿quién iba a ser, hombre?, ¿qué tripa se te rompió?».

«Pues  verá -contestó- ; no se me rompió ninguna tripa, todavía, pero es probable que se me rompa todo de una vez. Estoy a punto de suicidarme».

«¡Qué burro eres, pero qué burro eres! ¿Cómo se te ha ocurrido semejante estupidez? Mira, déjate de pamplinas y piensa que por muy desgraciado que te sientas hoy, mañana será otro día. ¿Por qué no me cuentas tus penas? Verás cuanto mejor te sientes cuando desembuches».

Leonardo, sin comprender la razón, comenzó a notar como si le quitasen de encima una pesadísima losa y, poco a poco, tímidamente al principio, y con toda sinceridad luego, fue recitando su patético catálogo de contratiempos, enfermedades y tristezas, terminando por confesar el reciente abandono de  su esposa.

Al otro lado del hilo telefónico que le unía a la esperanza, la voz de su interlocutora solo interrumpía para pronunciar breves palabras de asentimiento como: «Ya», «Bueno», «Vaya», que no hacían otra cosa que alimentar el anhelo de simpatía y comprensión experimentada por Leonardo.

Cuando terminó la larga letanía y confirmó su propósito de quitarse la vida, aquella voz se limitó a decir: «Bueno, no es posible que hayas aguantado a pie firme todo lo que me has contado y te arrugues ahora con la espantada de tu mujer. Si te deja una, piensa que te ha hecho un favor. Desde este momento tienes la oportunidad de disponer de las que quieras».

«Pero, ¿qué dices? -exclamó Leonardo-. No lo entiendo. O estás loca, o no sabes lo que dices».

«Claro que lo sé, hombre, claro que lo sé. Tengo mucha experiencia en estas cosas. El ambiente que me rodea y mi oficio me han enseñado mucho», dijo la voz amable.

«Nada, nada, tengo que tomar alguna medida», confesó Leonardo.

«Bueno, pues si se trata de tomar medidas -fue cortado- toma las mías; ahí van: 90-60-90. He de confesarte -continuó- que no soy la Esperanza. Esa salió ayer con un argentino que la trae tarumba y no volvió todavía. Yo soy la Manuela».

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo, 1986

Ora et labora

Humildemente reconozco, tras cerca de cuarenta años trabajando, que no me gusta el trabajo. Soy un vago frustrado, carente de oportunidades para ejercer su vocación. Procuré, durante todo este tiempo, descubrir el medio que me permitiera despachar la corrida con el menor desgaste posible, y lo encontré. Se trata, sencillamente, de realizar la tarea de forma que el resultado sea mejor que aceptable.

El trabajo, resultante de la maldición divina, es algo mucho más desagradable de lo que en principio se nos impuso. En realidad, con el mandamiento de desahucio de nuestra paradisíaca residencia únicamente se nos dijo «Ganarás el pan con el sudor de tu frente». Lo que vino a continuación fue la consecuencia natural de la gula humana.  ¿Se figura usted lo que sería esta perra vida si nos hubiéramos conformado con el pan? Bastaría con el trabajo de dos horas diarias para satisfacer nuestras necesidades.

Pero no. Tras el pan vinieron la mantequilla, los abrigos de visón, el chorizo de Cantimpalos y el champán francés. Y así, no hay modo de descansar.

De todas maneras, el trabajo tiene sus compensaciones. No de tipo crematístico, como era de esperar, pero sí de otra naturaleza.

El trabajo ennoblece, se dice. Y debe ser cierto, pues el Almanaque Gotha está repleto de aristocráticos nombres que han obtenido, sin duda los nobilísimos títulos, merced al infatigable desempeño de sus afanes laborales.

Existe uno que debe la distinción al admirable esfuerzo de imaginación y poderío físico de haber llevado a cuestas, a través de un lodazal, a cierto monarca, para mantener impoluta la blancura de los regios escarpines.

En otro orden de cosas, el «Who´s who» y el libro récords de Guinnes dan a conocer la aristocracia del dinero, el talento, el ingenio, la resistencia, etc., etc. en todos los terrenos y aspectos de la existencia, puesto todo ello de manifiesto a través de la perseverancia en el trabajo.

La veracidad de «Arbeit macht frei» (el trabajo libera) la demostraron más de 15 millones de judíos que lograron su libertad en las cámaras de gas nazis, como premio a su infatigable labor en campos de concentración cuyas puerta, sólo de entrada, se adornaban  con la profética frase.

En esta ocasión, los alemanes hicieron honor a la palabra dada y no impidieron, como probablemente podrían haber hecho, si se tiene en cuenta lo avanzado de su técnica, que los espíritus de sus involuntarios huéspedes alcanzaran la liberación. Al fin y al cabo, el cuerpo no sólo es materia.

Bastará con que observemos el saludable color de la raza negra para conceder crédito al dicho «el trabajo es salud». Es innegable que los negros siempre han trabajado para los blancos. Y así estamos. Tan pálidos, tan enfermizos que nuestra piel ya ha adquirido el tinte de los gusanos que nos han de comer.

Señalando con el dedo, cosa poco refinada según aseguran, los ingleses presentan una tonalidad malsana, lívida. En definitiva, cadavérica.

¿Y cree usted que es una cuestión de melanina? Pues, no. Se trata simplemente del secular ocio en que han vivido, ya desde antes del invento de la Commonwealth, original convenio a la fuerza, de acuerdo al cual, a cambio de un pasaporte de orden inferior y un trabajo que los pone negros, los nacidos en ciertas naciones tienen derecho a contemplar en el British Museum de Londres, el fruto de sus respectivas y lejanas civilizaciones.

Y ¿dónde queda lo del «ora»? He dejado para el fina la primera palabra del latinajo que preside estas líneas por entender que lo último que se lee es lo que más tiempo perdura en la memoria. Es importante que oremos impetrando la gracia del trabajo, la desaparición del paro y la creación de innumerables puestos de trabajo (aunque no sean más de 799.999).

De no ser escuchados, entraremos de sopetón en el marasmo de un ocio colectivo y permanente que nos convertirá en descoloridos fantasmas de los sanos currantes que hemos sido.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina, Oviedo, 1986