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Memorias de un ex-perro

Si, aunque ahora cueste trabajo creerlo, hubo un tiempo en que fuí un perro. Un perro con todas las de la ley; a veces, con pulgas que rascar y, en múltiples de ocasiones, con verdaderos problemas para conseguir la necesaria pitanza.

Diana frecuente de pedradas disparadas por gamberros y paradero de inmerecidas patadas de insensibles especímenes humanoides. Más de una vez, tras lo que parecía mi última carrera, he burlado la persecución del temido lacero. ¡Qué me hablen a mí de la soledad del corredor de fondo! Por lo menos, a ellos no les siguen con «las del beri».

En cierta ocasión, me escapé del mismísimo camión donde me llevaban a lo que supongo sería un Dachau canino.

La vida no transcurría entonces de rositas, no. Sin embargo, tenía sus alicientes y, al menos, uno se «realizaba» como perro.

Nunca más volveré a sentir la gozosa anticipación que experimentaba al empujar con el hocico la tapa de un cubo de basura. Solía hacerlo de madrugada, antes de que los hombres del servicio de recogida realizasen su trabajo. A aquellas horas, las calles solitarias, sin el ruido y barullo que las pueblan durante el día, son nuestro campo de operaciones, compartido sólo con los serenos y los borrachos, los primeros por obligación y, los últimos, por devoción.

A unos y otros les resulta indiferente nuestro merodeo, aunque en honor a la verdad he de decir que algún amanecer he visto, tratando de averiguar, sin éxito, por cierto, el significado de ciertos vocablos proferidos por un habitual del morapio que me había elegido como auditorio.

También es verdad que nunca estos trataron de propinarme patada alguna, pienso que quizás por temor a verse anclados a tierra con una sola pierna.

Pero, tornando a lo de los cubos, ¡qué delicia cuando, entre la mezcla de olores que emanaba de uno de esos artefactos, distinguía el producido por un hueso o una piltrafa de carne!

Mi imaginación corría a mayor velocidad que las patas dedicadas a escarbar con ahínco en busca de la presa y, mentalmente, calculaba, basándome en lo céntrico o apartado de la calle, si el hallazgo sería rico en proteínas o por el contrarío resultaría una mera raspa. En la incertidumbre encontraba un placer únicamente comparable, me atrevo a asegurar, con el de quien ignora qué le servirán a la hora del almuerzo.

Y, ¿qué decir de las horas pasadas al sol? Tumbado indolentemente en cualquier sitio, sin temor a la suciedad, al acecho de una pulga lo bastante descuidada para situarse al alcance de mis dientes, dejaba pasar las horas en un perfecto relax del que solo podía apartarme la proximidad de un congénere del sexo contrario.

Cádiz. Medina Sidonia. Perros a la sombra

Nuestro protagonista con un amigo

¡Qué lejos está todo aquello! Hasta el inocente juego de perseguir ladrando a pleno pulmón a los ruidosos camiones de reparto, me ha sido prohibido.

Indudablemente, durante el invierno he pasado frío y mi contento no conocía límites cuando conseguía acercarme sin oposición a una de esas hogueras que encienden en los edificios en construcción..

Por otra parte, siempre quedaba el recurso de darse una carrerita para entrar en calor.

Ahora mi vida ha cambiado tanto que casi no merece la pena ser vivida.

Desde aquel aciago día en que doña Regina se hizo cargo de mi «protección», ni yo mismo me reconozco.

Con palabras zalameras y engañosas hizo que subiese a su piso, donde trabé inmediato y desagradable conocimiento con la bañera y un detergente cuyo olor disminuyó para siempre en un 50% mi capacidad olfatoria.

A continuación, y sin duda para desagraviarme, me sirvió una ración muy abundante de algo que ya no recuerdo, seguida de dos o tres pitisus o petisus; no estoy seguro del nombre exacto.

De momento, con la excepción de la indignidad del baño, no iba mal la aventura. Peor serían las ofensas a que me ví obligado a someterme y que, en rápida sucesión, llovieron sobre mí.

Mentira parece que una viejecita como doña Regina, con su aspecto inofensivo y manso, posea una imaginación tan fértil en ideas, junto con tan implacable energía para llevarlas a la práctica.

Aquella noche dormí como nunca lo había hecho, esta es la verdad, en un gran cajón relleno de serrín y tapado por un trozo de alfombra vieja, muy cerca de la cocina que aún calentaba.

Antes de irse a la cama, doña Regina acarició suavemente mi cabeza, y como hablando para si misma, dijó:

«Mañana hay que arreglar esto».

Hubiera deseado contestar que por mi no se molestara, pero no me pareció muy fino y, por tanto, no abrí la boca.

Al día siguiente, aún adormilado, oí a la dueña de la casa llamar a alguien por el nombre de Chuchín. Abrí los ojos con curiosidad y comprobé horrorizado que Chuchín era yo, SI, YO.

Mi primer amo, un hojalatero de las afueras, me había bautizado, siendo un cachorrillo, con el apelativo de Kaiser. No es por nada, pero llamándose Kaiser, uno puede darse aires de grandeza y adoptar un continente hosco y amenazador. En cambio, ¿a qué se puede aspirar si se atiende por Chuchín?

Instantánemente, decidí que nunca perdonaría aquella injuría y que jamás me daría por enterado cuando me llamaran por aquella forma insultante.

Sin embargo, y sin duda por aquello de que las desgracias acuden en rebaño, las indignidades no habían hecho más que empezar.

Después de darme el desayuno, doña Regina me colocó un collar provisto de la correspondiente correa y, pese a mi oposición, me llevó a casa del veterinario, un vejete sin pizca de gracia, domiciliado en la misma calle, a quien, por lo que pude oir, conocía de antiguo.

«¿Qué va a ser esta vez, doña Regina?», preguntó el veterinario, con frase que, a mi entender, era más propia de un peluquero.

«La polivalente, don Mariano, por si acaso».

Aquella fue la primera vez que escuché la palabreja, pero no la olvidaré mientras viva, pues tras ciertos preparativos y una vez sujeto como un paquete, me soltaron un banderillazo de tomo y lomo.

Ya en la calle, con la moral por los suelos, fuí conducido al «Coiffeur des chiens» a manos del cual iba a sufrir una nueva afrenta.

Monsieur Levalier, un hombrecito afectado, con andares de gorrión, haciendo gala de un acento francés más falso que un duro de plomo y llevándose un dedo al bigotillo recortado, me pareció tan inofensivo que, de momento, recobré un tanto el ánimo.

«¿Por donde cortamos, Madame?», dijo el coiffeur a doña Regina, mientras aparecía en su rostro una meliflua sonrisa.

Al oir semejante barbaridad, temí desmayarme, pues pensé se trataba de descuartizarme para embutidos. Intenté escapar, pero doña Regina estaba al quite y no se dejó sorprender.

Muy intranquilo asistí involuntariamente a un conciliábulo del que no entendí nada y, muy pronto, de las palabras pasaron a los hechos.

Fuí sometido a la tijera, el champú de huevo, la loción, el peine y el secador.

Finalmente, cuando ya en el portal, de un humor de todos los diablos, me vi ante otro perro, me arrojé contra él con todas mis fuerzas.

No soy un camorrista, pero mi sangre hervía y necesitaba vengarme hundiendo mis dientes en cualquier cosa.

Sin embargo, no llegué a tocarlo, pues estaba detrás de un cristal. Comencé a ladrar desafiante hasta que la realidad, la vergonzosa realidad se hizo paso hasta mi cerebro.

Aquella caricatura, aquel escuerzo, aquel ser estrafalario, a trozos oveja, y a trozos ratón, era lo que quedaba del Kaiser. Era yo. Con profundo desaliento recordé la frase pronunciada no hacía mucho tiempo por doña Regina: «MAÑANA ARREGLAREMOS ESTO», y pensé luego que si los humanos llamaban a lo que hicieron conmigo «arreglar», ¿qué resultados obtendrían cuando lo que se proponen es «estropear»?

Doña Regina trató de calmarme prodigando sus caricias y, al escuchar de sus labios mi nuevo nombre, Chuchín, comprendí que venía como anillo al dedo. Si, yo era un auténtico CHUCHÍN.

Cuando doña Regina, la viejecita incansable y terrible tiró de la correa, la seguí dócilmente. Mi espíritu de lucha se había esfumado. En aquellos momentos comprendía la razón del hara-kiri.

La última estación de aquella vía dolorosa tuvo lugar en un establecimiento especializado en artículos para perros.

Comenzaron probándome una especie de zamarra o abriguito que abrochaba bajo la barriga. A continuación, lacitos de seda con cascabeles. Por fin, eligió dos zamarritas, tipo escocés, una para los domingos y festivos, y otra, más de trote, para diario. También se llevó, además de los lacitos, unas latas de comida canina (que sabe a rayos), de oferta.

Cuando llegamos a casa, creo que hubiera accedido sin el menor gesto de rebeldía, a tomar el «five o´clock tea»,  o a limpiarme los dientes con cepillo y dentífrico.

Me encontraba totalmente demoralizado y a merced de cuantas peregrinas ideas acudieran a la mente de mi dueña.

No estaba, sin embargo, preparado para asistir a la espantosa tremolina que se organizó cuando fue descubierto que Pepito, el hijo menor de Ramona, la asistenta, se había comido uno de los infernales petisus o pitisus que habían sido reservados para mi postre.

El escándalo fue mayúsculo y entre los denuestos de doña Regina, los lloros de Pepito y los morros de Ramona, la confusión mental en que me vi llegó a ser de órdago.

Este mundo humano en que ahora vivo, está lleno de contradicciones y no alcanzo a comprender de qué manera compagina mi dueña la asistencia al Ropero de San Vicente y a la Novena de Santa Rita, con su actuación de ángel vengador o furia del Averno ante la infantil sustracción de un miserable pastel.

Desde aquellos primeros días en que fuí adoptado por esta incomprensible señora, han pasado dos años. Durante ese tiempo he adquirido una virtud cuya existencia desconocía: la resignación.

No soy feliz, ni desgraciado; ahora soy un animal (no me atrevo a decir perro), doméstico, burgués y conformista. He engordado y tengo las digestiones pesadas. Ni la farola de imitación que doña Regina hizo instalar en el WC de servicio, me hace tilín.

Dormito la mayor parte del tiempo y, sólo de tarde en tarde, recuerdo mi época de vagabundo ágil y despreocupado, los días pasados en absoluta libertad bajo la lluvia, el sol y las estrellas

He cambiado tanto que, incluso cuando doña Regina me dice «Ven Chuchín», acudo meneando el rabo.

Lo hago, sí, pero interiormente sólo siento indiferencia y una gran añoranza por algo perdido que jamás podré recuperar.

Pedro Martínez Rayón. Anacronismo para Usted, Oviedo, 1974

Falta un cadáver. Sobran dos hombres y un perro

Creo que desperté a causa del absoluto silencio y de una sensación, nueva para mí, de flotar suavemente en el espacio.

Había desaparecido por completo aquel traqueteo infernal iniciado tan pronto como el expreso que me llevaría de Oviedo a Madrid, salió de la estación y comenzó a adquirir velocidad. Recordaba que me acosté en la estrecha litera y, después de varios intentos de concentrarme en la lectura del libreo que había seleccionado para la ocasión, hube de apagar la luz y tratar de dormir. No podía concentrarme y mis ojos recorrían una y otra vez la misma línea sin enterarme de nada. Era imposible con tal estrépito de maderas que chocaban entre sí. El paso de las ruedas del convoy sobre cada una de la juntas de dilatación de las vías añadía sus notas machaconas al concierto. En cambio, ahora, no se escuchaba un solo ruido.

Como me había sucedido en otras ocasiones, lamenté no haber realizado el viaje en automóvil. Hubiera sido más cómodo y rápido y, sobre todo, me habría ahorrado el suplicio. Sé que hay muchas personas que, no sólo no se sienten molestas en situación semejante, sino que, incluso, duerme mejor que en su propio lecho. Yo, desafortunadamente, no me encuentro entre ellas.

Sin embargo, el anuncio de probables nevadas y, sobremanera, de nieblas seguras, me habían decidido a optar por el tren.

Había algo que contribuía en gran medida a mantenerme despierto. Era, precisamente, la sospecha de que muchos de mis compañeros de viaje se encontrarían durmiendo a pierna suelta. ¿Cómo podrían ser tan insensibles?

Además, ¿cómo serían capaces de descartar la posibilidad de un horrible accidente? ¡Era tan fácil! Que el conductor, el maquinista, o como se llamara el responsable de aquella coctelera rodante, sufriese una distracción, un desvanecimiento, o se durmiera unos instantes, bastaría para no ver la señal de peligro, una aguja cerrada y que nuestro tren se convirtiera en un gigantesco féretro.

Estas ideas y otras del mismo estilo me obligaban a permanecer tenso, con todos los músculos envarados y los ojos desmesuradamente abiertos, como esperando una tragedia inevitable.

Por fin, después de mucho tiempo, tras incontables vueltas sobre mí mismo que estuvieran a punto de hacerme caer al oscilante suelo, me quedé profundamente dormido, con un sueño sin sueños.

Y ahora, esto. Un despertador extraño, como si alguien me hubiera sacudido por un brazo. Pero, no. Precisamente, lo que me había sacado del sueño era todo lo contrario. Había sido la desaparición de las sacudidas que tanto me habían molestado cuando me acosté.

No obstante, en mi cuerpo advertía la sensación de que el tren era arrastrado a velocidad vertiginosa, mucho más rápidamente de lo que había viajado nunca.

De pronto observé algo en lo que no me había fijado hasta entonces. A pesar de que, según mi reloj, eran cerca de las siete de la mañana, no se oía la voz de ningún otro viajero. Recordé en aquel momento la ruidosa pareja de muchachas que, alegremente, conversaban en un tono muy alto sin la menor consideración hacia los ocupantes de las cabinas próximas. Me había percatado de que se habían introducido dos puertas más allá de la mía. La razón de su silencio podía estar en que aún se encontraran durmiendo. O también, en que hubieran abandonado el tren.

Presa de un malestar inexplicable, me aseé apresuradamente y, antes de terminar de vestirme, pulsé el timbre de llamada al camarero, para recordarle la petición de desayuno formulada la noche anterior, al subir al tren. Cuando estuve totalmente vestido, volví a repetir el llamamiento sin que, como en la primera oportunidad, alguien acudiera atendiendo a mis timbrazos.

Un tanto mortificado decidí salir al pasillo. Tan pronto como me encontré fuera de mi cabina, fuertemente asido a la barra metálica situada ante la amplia ventana, la inquietud que se había apoderado de mí al despertar, se convirtió en una angustiosa desazón difícil de soportar.

Había amanecido y, aunque no era totalmente de día, la luz bastaba para ver desfilar los arboles cercanos a la vía férrea. La velocidad a que viajábamos era tal que parecíamos deslizarnos ante una interminable empalizada. Reinaba un silencia de muerte. Al hacerme esta última reflexión, conseguí serenarme un tanto poniéndome en guardia contra mi exaltada imaginación, siempre más desbocada tras una noche como la pasada sin haber gozado de las ocho horas de sueño a que estaba habituado.

Pero todas mis exhortaciones resultaban vanas. Entonces, decidido a desvelar aquello que me parecía un misterio, avancé pasillo adelante.

No llegué muy lejos pues de la cabina del fondo surgió repentinamente un empleado del ferrocarril, al menos como tal iba vestido, que me dijo: “Buenos días, señor. Si se había propuesto pasar al vagón delantero, olvídelo. Hace poco tiempo se ha desprendido la plancha de acero que sirve como pasarela. Sería muy peligroso tratar de saltar. Lo mismo ha sucedido con la que nos unía al vagón que nos sigue.” Y agregó, con lo que me pareció una sonrisa burlona: “A todos los efectos estamos aislados.”

“En realidad –respondí- trataba de hablar con el empleado que me recibió anoche. ¿Dónde está? Le había pedido que me sirviera el desayuno y como no lo ha hecho, he tocado el timbre varias veces, pero no ha pasado por mi cabina.”

“Pues ha sucedido algo sumamente penoso. Anoche, repentinamente se ha sentido mal y nos hemos visto obligados a dejarlo en León. Se lo llevaron al hospital en una camilla. En cuanto a su desayuno, el señor lo tiene servido; esta sobre la mesita de su cabina.”

“Acabo de salir de allí y no he visto nada –le dije. Además, nadie ha llamado a mi puerta. No puede ser –añadí.”

“Perdone el señor, pero ¿cómo es posible que no lo recuerde? Yo mismo se lo llevé. Me ha pagado Vd., dándome diez duros de propina”, contradijo el hombre.

“Pero, ¿cómo sabia Vd. lo que he pedido para desayunar? Si su compañero ha enfermado de pronto, seguramente no tendría la presencia de ánimo necesaria para comunicarle mi encargo.”

“No era necesario –siguió el nuevo camarero. En la parte de atrás de su billete, había escrito su pedido. Lo tengo ahí con el resto de los billetes. Sígame Vd., por favor. Va a enfriarse el café.”

Y, después de mirarme fijamente a los ojos, me precedió por el pasillo, hasta detenerse ante mi puerta. Abrió ésta y, con un ademán de ambas manos y una inclinación de cabeza, me invito a entrar.

Mi sorpresa a la que, no tengo inconveniente en confesarlo, vino a unirse un súbito pavor, fue enorme pues, tal como había anunciado el mozo, el desayuno se encontraba sobre la mesita.

Aquella situación era increíble. Imposible de admitir. El hombre había salido de una cabina más cercana que la mía, a la cabecera del tren. Por esta razón no existía la posibilidad de que me hubiera pasado desapercibida la colocación de la bandeja. No le había dado la espalda en ningún momento. Además yo no había hablado nunca con aquel hombre.

Tenía que existir un cómplice, me dije. Un cómplice que introdujo en mi cabina aquel maldito desayuno, viniendo del otro extremo del vagón cuando yo hablaba con el empleado que ahora me contemplaba con mirada burlona. Pero, un complica ¿en qué, y para qué?

Para terminar con aquella situación increíble, y porque –de verdad- el personaje me causaba auténtico temor, le dije: “Está bien, está bien. Muchas gracias.”

Tan pronto como pude hacerlo sin parecer descortés y, sobre todo, sin querer dar la sensación de que me encontraba asustadísimo, cerré la puerta y corrí el cerrojo.

Deseaba estar solo para analizar los hechos. Todo me resultaba increíble. El conjunto de sucesos extraños parecía producto de una pesadilla pero, no lo era. Yo estaba totalmente despierto y había algo que me lo demostraba, algo que ponía en evidencia que yo era el centro de una maquinación, de que estaba mezclado en un asunto irregular.

La prueba que poseía era el billete. Recordaba con toda nitidez cómo, la noche anterior, cuando me disponía a entregarlo al empleado que recibía a los viajeros al pie del estribo, me di cuenta de que en el dorso de aquella cartulina alargada tenia anotados algunos nombres, direcciones y teléfonos de personas a quienes debía visitar en Madrid. Por ello, le había pedido me permitiera conservara en mi poder hasta que hubiera copiado los datos en la agenda de notas. Él había respondido que no existía inconveniente alguno; que ya se lo entregaría a la mañana siguiente.

Yo sabía que el billete se encontraba en un bolsillo de mi chaqueta y, sin embargo, deseaba con toda el alma equivocarme. ¿No estarían jugándome una mala pasada la imaginación y la memoria?

Cuando comencé a registrarme los bolsillos, lo hice iniciando la búsqueda por aquellos que menos posibilidades tenían de contenerlo. ¡Deseaba tanto que no apareciese!

Pero desgraciadamente, el billete apareció. Aún antes de sacarlo con dedos temblorosos del bolsillo exterior izquierdo, al tacto, lo reconocí. Sí, allí estaba. Tuve que tomar asiento porque las piernas parecían habérseme convertido en gelatina. Al mismo tiempo, noté que los pelos cortos de la nuca y la sotabarba se ponían de punta.

Como un autómata, sin saber realmente lo que hacía, me serví una taza de café. Aún humeaba, abrí la bolsita de azúcar y, totalmente abstraído en los desagradables pensamientos que me asaltaban, vertí su contenido en el café. Luego, bebí un largo trago que me abrasó la boca y la garganta. Mi desayuno estaba casi hirviendo.

Tratando de encontrar una explicación admisible para aquella alarmante situación, me dejé caer hacia atrás, apoyé la cabeza en la almohada y, sin duda, fatigado por la tensión, me dormí nuevamente.

Cuando volví a despertar, me puse en pie de un salto y miré el reloj. Como cuando lo hice, mucho tiempo antes, señalaba las siete menos cinco. Ahora también fallaba el reloj. Aquello era el colmo. Le había colocado una pila hacía tres días y, desde entonces, no le había dado ningún golpe. Se trataba de un aparato japonés, garantizado contra todo, menos terremotos, que siempre había marchado perfectamente.

Pensé entonces que el extraño empleado con el que había hablado, no sabía cuando, podría decirme la hora exacta. De paso me enteraría de cuánto tiempo faltaba para llegar a Madrid.

En el pasillo me aguardaba otra sorpresa. A media distancia, entre mi cabina y la puerta delantera del vagón, sentado sobre sus patas traseras, mostrándome sus agudos colmillos y gruñendo amenazadoramente, se hallaba un perro. Creo que un Doberman.

Si quería seguir avanzando tendría que pasar rozándole. Recordé entonces, que una demostración de temor constituye una invitación a pasar al ataque, confié en que quien puso en circulación esta teoría supiese de qué hablaba y continué andando, tratando de convencerme al propio tiempo de que el animal que me contemplaba con los ojos inyectados en sangre era tan inofensivo como una maleta.

Al pasar a su lado, con un movimiento rapidísimo, asió entre los dientes mi mano izquierda. No apretó mucho, pero tampoco me soltaba. Yo no sabía qué hacer. También conocía la tesis que afirma la inconveniencia de emplear la fuerza en casos como el que me ocurría, y asegura las ventajas de la utilización de una voz persuasiva y tranquilizadora.

Así pues, inicié un largo discurso en el que abundaban palabras suaves y cariñosas, pero aquel salvaje no debía haber escuchado a quienes me habían hecho creer aquellas patrañas.

De pronto, cuando los gañidos del perro empezaban a subir de tono, de la última cabina, cuya puerta se encontraba media abierta, salió una voz que dijo: “Suelta. Ven”

Al escuchar aquellas palabras, el perro abrió la boca y se fue como una exhalación introduciéndose en la cabina donde habían partido las ordenes salvadoras.

Dispuesto a aclarar tan duradero y complicado enigma, también yo me dirigí al mismo compartimento, abrí la puerta de par en par, y entré; sólo para recibir dos nuevas sorpresas. Allí no se encontraba el perro. En cambio, arropado de tal manera que únicamente asomaba la cabeza por encima del embozo, se hallaba en la litera el empleado que me había recibido la noche anterior.

Tan pronto como me vio, con voz en la que se ponía de manifiesto sorpresa y asombro, dijo: «Ah, ¿está usted bien?», añadiendo casi sin hacer pausa: «Váyase, váyase.»

Había tal terror en su mirada que, sin vacilar salí cerrando la puerta tras de mí.

En aquel momento, me dí cuenta de que la mano mordida por el perro me dolía. Después de comprobar que sangraba un poquito -tenía marcadas profundamente las huellas de los dientes y los agudos colmillos del Doberman- improvisé una venda con el pañuelo.

Me encontraba finalizando la rápida cura cuando, como surgido de la nada, apareció a mi lado el mozo con el que deseaba hablar tras el singular desayuno.

«¿Qué le ha ocurrido?», preguntó.

Al responderle que acababa de morderme un perro, me dijo que aquello era de todo punto imposible porque en aquel tren no había ninguno. Añadió que si viajase algún animal con nosotros tendría que hacerlo en el furgón.

Le conté, entonces, todo lo que había sucedido, mi encuentro con el primer empleado, aquel que, según me había dicho, se encontraba en un hospital de León. Sin decir palabra, me asió por un brazo y me acompañó a la cabina que le indiqué. Abrió la puerta, me dijo que pasara; lo hice y comprobé desconcertado que el compartimento se encontraba totalmente vacío. Todo estaba en orden y allí no parecía haber estado nadie.

A pesar de ello, yo estaba seguro de que en aquella cabina había visto al falso enfermo, éste me había hablado y, aunque no tenía pruebas, sospechaba que fue él quien me había librado de las poderosas mandíbulas del perro volatilizado como por arte de magia.

El asombro que me producía el escepticismo de mi interlocutor subió de punto cuando, al preguntarle que hora tenía, respondió que eran las siete menos cinco. Agregó que en poco más de una hora llegaríamos a Madrid.

Completamente desconcertado, ignorando a qué atenerme y sin ánimo para hacer nuevas preguntas, resolví encerrarme en mi cabina hasta la llegada al lugar de destino. Cuando me encontré a solas y después de echar el pestillo a la frágil puerta que parecía el único obstáculo que me separaba de un mundo de locura, a salvo de la mirada entre grave y jocosa de aquel hombre, comprobé mi reloj. ¡Seguía señalando las siete y media!

Bruscamente, movido por un impulso repentino, saqué de la cartera una bolsita de plástico que contenía fotografías de carnet, retiré estas y, en su lugar, introduje cuidadosamente unas gotas del café que aún quedaba en la taza. Luego volví a meter el pequeño sobre en el bolsillo superior de la chaqueta, procurando que su lado abierto quedara situado hacia arriba.

Si alguien me hubiera preguntado para qué realicé semejante tarea, no podría responder. Debió ser el resultado de un estímulo del subconsciente.

Pasó algún tiempo durante el cual no hice más que contemplar el vertiginoso desfile de cuanto se encontraba al otro lado de la ventanilla. Hubo un instante en que me apercibí de que ya no viajábamos a la misma velocidad que cuando desperté al amanecer. Paulatinamente, la ligereza de nuestra carrera fue disminuyendo y el cambio trajo consigo el ruido.

Al principio, hube de esforzarme para captarlo pero, poco a poco, se convirtió en el estruendo familiar que tanto había echado de menos. Luego hubo un enorme fragor y el bamboleo característico de una entrada en agujas, es decir, en un amplio espacio destinado a maniobras por medio de una red de vías. Estábamos entrando en Madrid.

En cuanto el suelo bajo mis pies inició una nueva aproximación a la normalidad, señal inequívoca de que íbamos a detenernos, tomé el pequeño maletín que contenía mis efectos personales, salí al pasillo y, apresuradamente, me encaminé a la puerta del vagón.

Afortunadamente no había rastro del mozo ni del perro. No sentía el menor deseo de volver a ver a ninguno de los dos.

Antes de que el tren se detuviera por completo ya había logrado abrir la puerta y sujetarla con el resorte correspondiente; me situé en el estribo y salté al andén en cuanto me pareció conveniente hacerlo. Sin perder impulso, continué corriendo, crucé a paso de carga el amplio vestíbulo -que nunca me pareció tan amistoso, cálido y humano- y no me detuve hasta que me encontré a salvo dentro de un taxi.

Cuando, apenas recobrado el resuello, le pedí al conductor del vehículo que me llevara a la comisaría más próxima, se quedó mirándome unos instantes y comentó: «Parece que ha visto usted fantasmas.»

«Tiene usted ojo clínico, amigo», respondí. «No ha sido eso, pero si algo muy parecido.» Después, aunque el taxista era hombre locuaz y trataba de hacerme hablar, me encerré en un mutismo que no estaba dispuesto a romper hasta que me encontrara en presencia de la policía.

Pronto hallé una comisaría. Allí dije a la persona que me recibió, que deseaba hablar con el Comisario o, en su defecto, con quien ostentara la misma categoría. Me preguntó mi nombre y, para no perder tiempo, le entregué una de mis tarjetas de visita. Regresó enseguida del despacho contiguo al que había entrado y me pidió que le acompañara.

Al entrar, un hombre alto y encorvado, pelirrojo y con gruesas gafas, se levantó de su silla y, rodeando la mesa tras la que se hallaba sentado, salió a mi encuentro tendiéndome la mano y pidiéndome tomara asiento. Antes de hacerlo, le pregunté si él era el Comisario.

Con una sonrisa de disculpa me dijo que allí no había Comisario. El era Inspector Jefe y a él debía decirle qué me llevaba a su presencia.

Entonces me senté y, antes de comenzar a relatar lo que, a mi juicio, y sin duda al suyo, era un absurdo, le dije que era abstemio, que nunca había tomado drogas ni somníferos y que no se trataba de ninguna broma. Después, procurando no extenderme demasiado, sin describir mis sensaciones personales y tratando de utilizar un orden cronológico, emprendí la narración de los hechos. Pronto me interrumpió para preguntarme si tenía inconveniente en que fuera tomado taquigráficamente cuanto le estaba diciendo. Al responderle que no, utilizo el dictáfono para ordenar que acudiera un taquígrafo. Este llegó casi inmediatamente.

De nuevo volví a emprender la relación de los hechos. El Inspector Jefe no me interrumpió ni una sola vez y, cuando hube finalizado, le dijo al taquígrafo: «Si lo ha tomado todo, que lo pasen a máquina ahora mismo. Luego tráigame la transcripción, por favor.»

Casi sin transición, me pidió que le mostrase el billete que había mencionado y al que aún se encontraba cosida la copia del pago realizado con tarjeta de crédito. Con movimientos seguros, desplegó el periódico que estaba sobre la mesa, pasó a la segunda página, colocó encima de la misma la factura, billete, tarjeta de visita y mi DNI, que me había pedido al principio de nuestra entrevista.

Unos momentos más tarde elevó la mirada y, fijando sus ojos en los míos, me dijo: «Efectivamente, sucede algo extraño. Procure tomar con tranquilidad lo que voy a decirle. En el diario de hoy se da cuenta del terrible accidente sucedido en el expreso que efectuaba ayer el recorrido Gijón-Madrid. A las siete menos cinco de la mañana ha sufrido un descarrilamiento. Ha habido veintisiete muertos, todos ellos del vagón número cinco. También se produjeron sesenta y dos heridos, de ellos veintiuno, graves.»

Cuando le miré, creo que con expresión de no comprender muy bien lo que decía, continuó: «Bastaría la coincidencia de la hora que señalaba su reloj cuando se paró y el momento en que tuvo lugar el accidente. Pero, perdone un momento -se detuvo y salió de la habitación, regresando poco después.- Lo verdaderamente curioso es que, como resultado de la investigación realizada  durante todo el día de ayer, se ha puesto de manifiesto que falta el cadáver de un viajero que ocupaba, en el vagón cinco, la cabina número nueve. La estación de Oviedo, a través de su oficina central de despacho de billete ha informado que la cama ha sido vendida a Gabriel Zarza Tossa, el cual ha pagado su importe con tarjeta de crédito. Es decir, a usted mismo, porque, según su tarjeta de identidad, usted es Gabriel Zarza Tossa.»

Al ver que yo palidecía y vacilaba en la silla que ocupaba, se interrumpió nuevamente y, sacando del cajón inferior de la mesa una botella de coñac y un vaso me sirvió una generosa dosis que me rogó bebiera. Era lo mejor para casos como aquel, me dijo. Además, aún faltaba algo, añadió. Mi nombre figuraba en la lista de víctimas mortales del periódico y yo debería haber fallecido si hubiera tenido en cuenta la fecha del billete.

Con mano temblorosa, cogí la cartulina y comprobé que era cierto. La fecha que me indicaba en la misma era la del día del accidente. Yo había viajado veinticuatro horas después.

En aquel momento entro un nuevo policía. Traía en sus manos la transcripción de mi relato y el informe del laboratorio. Los restos del café de mi desayuno no contenían sustancia extraña alguna. Era café normal. Un tanto flojo, pero auténtico.

Los acontecimiento empezaron a precipitarse. Llovieron los informes que no hacían otra cosa que complicar la madeja. El mozo del vagón número cuatro había sido encargado de atender las llamadas de los viajeros acomodados en éste y en el cinco. Desde el último nadie había requerido sus servicios. No se había desembarcado ningún enfermo en León. Mi billete no se encontraba entre los recogidos en Oviedo. El tren había viajado a la misma velocidad de siempre y no figuraba perro alguno en la lista de embarque. Por último, aquel empleado no respondía a la descripción de los hombres con los que yo había hablado.

El Inspector, después de meditar un rato y de volver a estudiar las señales de la mordedura que aún se veían en mi mano izquierda, me acompañó a la puerta y, ofreciéndome su diestra, me despidió, diciendo: «Aunque no lo comprendo, creo cuanto ha dicho y lamento tener que contribuir a aumentar su confusión informándole de que entre los restos del vagón número cinco del tren accidentado ayer, ha sido encontrado muerto un Doberman.»

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones sin partitura, Oviedo 1987