Que todas las mujeres tienen algo es un hecho que no requiere demostración. Es axiomático. Que algunas lo tienen todo, tampoco puede ponerse en tela de juicio. Es evidente.
El caso de Katy era tan notable que, no haberla incluido en el catálogo de monumentos merecedores de ser admirados en el Reino Unido, constituía una prueba inequívoca de la flema británica.
Un país como aquel, que muestra con semejante desfachatez tan apabullante combinación de «corpus delicti» producto de la rapiña sistemática realizada durante siglos en todo el globo y, al propio tiempo, que trata de ocultar semejante monumento nacional, no merece el perdón de los amantes del arte.
Katy era algo increíble. Sus ojos, de un azul purísimo, miraban con tal muestra de inocencia y provocación que paralizaban.
Sus cabellos, largos y rubios, recordaban al trigo maduro y listo para cortar. Los labios, un tanto gordonzuelos, sonreían con ternura infantil.
Cuando se movía, lo hacía con naturalidad, sin envaramiento y como si ignorase que se estaba produciendo el traslado de una obra de arte.
Y, en fin, del resto de su cuerpo, de sus líneas semicurvas y curvas, no es preciso hablar. Hubiera sido un auténtico pecado que no hiciese juego con la perfección descrita.
Cuando Ramón y Arturo la vieron por primera vez, Katy, camarera en un pequeño salón de té situado en Fleet Street, realizaba verdaderos juegos malabares con bandeja, tetera y bollitos, deslizándose entre las mesas sin esfuerzo aparente.
Ramón, que conocía un poco de inglés, fue el encargado de solicitar la consumición y, como hubiera sido demasiado pedir lo que, de verás, se les apetecía, requirió té con bollos.
Tan pronto como tuvieron delante su encargo, Ramón le dijo a su amigo: «Mira Arturo, yo entiendo algo de esto y tengo la seguridad de que le gustas. Cuanto pase de nuevo por aquí, vamos a tirarle el picado. No sé cómo me voy a arreglar en inglés, pero ya se me ocurrirá algo.»
Arturo, más realista que su amigo, respondió: «Déjate de cuentos y no me metas en líos. Si te gusta a ti, intenta lo que quieras.»
Ramón insistió, «pero no seas majadero, ¿es que lo la encuentras guapa?»
«Pues claro que la encuentro guapa, o ¿crees que estoy ciego?» -contestó Arturo. Pero no se trata de eso. Es que tu todo lo ves de color de rosa. A ver, ¿de dónde sacas tú que le gusto? Es la primera vez que me ve -añadió con acento apenado». Y, tras un momento de silencio, apostilló: «Y si me viera más veces, sería mucho peor.»
«Amigo, eres un cenizo -porfió Ramón. Con ese temperamento, no vas a ninguna parte y, claro, no te comerás una rosca en tu vida.»
«Bueno -concedió Arturo- haz lo que te parezca, pero verás como vamos a hacer el ridículo, especialmente yo.»
Ramón, investido ya de la dudosa categoría de intérprete celestinesco, espero una oportunidad y, tan pronto como Katy pasó cerca de su mesa, le pidió que se aproximase.
Cuando la tuvo a su lado, pidió la nota y, al pagarla, manteniendo bien a la vista un billete de cinco libras, como dando a entender que podía tratarse de la propina, preguntó: «Por favor, ¿quiere decirme como se llama?
Naturalmente no formuló la pregunta así, sino en inglés, ya que Ramón ducho en estas lides, no ignoraba que en cualquier país del mundo debe hablase el idioma oficial si se desea ser comprendido, y de manera especialísima en el Reino Unido.
Katy, con una sonrisa que encerraba un montón de promesas, dijo: «My name is Katy», ya que, aparentemente, no conocía ni palabra de español.
Tanto Arturo como Ramón, quedaron extasiados ante aquel nombre tan británico y hermoso, hasta aquel momento desconocido para ellos.
A mí, que estoy escribiendo esto, no me produjo la menor impresión porque ya se lo adjudiqué en el segundo párrafo. Compruébelo si no se fía.
Entonces, Ramón se despidió para siempre del billete, que pasó a manos de Katy y, ya lanzado, dio un paso más en el camino de la perdición que trataba de pavimentar para Arturo.
«¿A qué hora se cierra el establecimiento?»
«A las ocho», respondió Katy, prescindiendo de intérprete y acariciando con la mirada al incrédulo Arturo.
Este, haciendo un esfuerzo sobrehumano, recurriendo a las más recónditas células del intelecto, soltó un desesperado bramido que podía pasar por: «I´ll be awaiting you? (Te estaré esperando).
Ramón, estupefacto, boquiabierto, comprendió que aquello era, a la vez, una cita en toda regla y el final de su misión como intérprete. Para cuanto sucediera a partir de las ocho de aquella tarde, su presencia sería innecesaria, indiscreta e inoportuna.
Salieron a la calle, Arturo prácticamente remolcado por su exintérprete, pues aún no se había recuperado del shock producido por su evidente buena estrella.
En cuanto se encontraron rodeados de la bruma londinense, Ramón palmeó enérgicamente la espalda de su aún asombrado amigo y le dijo, echando una ojeada al reloj: «Bueno, hasta las ocho tenemos tiempo para dar un paseo. Vamos.»
«Quiá. De aquí no me muevo hasta que salga Katy. Este asunto es demasiado serio para andar con bromas», contradijo Arturo, añadiendo después de una pausa. «Ya nos veremos en el hotel.»
Desembarazado de su compañero de viaje, Arturo, ya más tranquilo, estuvo de plantón más de dos horas en inconsciente imitación de los inmóviles guardias de Buckingham Palace. Su quietud pareció un tanto sospechosa al bobby de servicio, estudiante de medicina en la facultad nocturna, que dudaba entre una detención inmediata por sospecha de preparación de robo, o ingreso en el hospital más próximo por presunción de catatonia.
El bobby que, evidentemente, no era un discípulo del infalible Holmes, se absdtubvo y su falta de acción permitió el nacimiento de lo que podía llegar a ser la pasión del siglo.
Cuando, por fin, Katy salió cerrando la puerta suavemente, Arturo tuvo que realizar una pugna heroica. No era timidez lo que le impedía moverse para acudir a su encuentro. Un calambre espantoso, producto de su prolongada inactividad, le había dejado tan soldado al suelo como una farola.
Finalmente lo consiguió, viendo premiado su ánimo por unas palabras en español, con fortísimo acento inglés, que venían a disipar las dudas que le habían atormentado durante su dilatada vigilancia.
Aquello de ¿cómo me arreglo yo ahora sin saber prácticamente nada de su idioma?, carecía de importancia. Todo se había solucionado gracias a las ofertas de los «tours operators» que venden vacaciones en España a precios de saldo.
Más contento que unas pascuas, tomó la mano que se le ofrecía como saludos y se quedó con ella.
Como soy persona discreta, y estoy seguro de que usted también lo es,l no trataré de referir detalladamente todo lo que aconteció durante los diez días en que Arturo, con una perseverancia digna de la mejor causa, procuró afanosamente la consecución de sus inconfesables fines.
Le aseguro, sin embargo, que dos veces consecutivas hubo de solicitar a sus padres, con urgencia, pues el caso apremiaba, nuevas remesas de fondos para reponer el dinero invertido en cenas, teatros, un juego de sortija, collar y pendientes en carísima bisurería fina y un chaquetón de pieles.
Entre tanto, Katy ponía en práctica la táctica dilatoria que tantos éxitos había deparado a sus compatriotas a los largo de los siglos. Buenas palabras, sinceras promesas, llamadas a la caballerosidad y al sentido común, todo ello con la expresión de auténtico pesar de que aquello que es imposible hoy, alegrémonos, será una gozosa realidad el jueves próximo.
Pasaron los días y llegó el último, el señalado en el billete de avión como fecha tope para volar a España, sin que Arturo hubiera logrado nada positivo y, por ello, se sentía como un burro sometido al tratamiento de la zanahoria.
Su estado de finanzas era absolutamente ruinoso. El de Ramón aún permitiría la adquisición de un par de bocadillos, una cerveza a repartir y sufragar el traslado hasta el aeropuerto, pero nada más.
El avión, que iba a cortar como un cuchillo el cordón umbilical que unía frágilmente el amor entre Katy y Arturo, despegaba a las 5, 05.
Katy había prometido que acudiría a Heathrow a tiempo para despedir a su enamorado.
A las cuatro menos cuarto, los dos amigos entregaron sus maletas y recogieron las tarjetas de embarque. De Katy, ni rastro.
A punto de pasar a la sala reservada a quienes se aprestaban a realizar el vuelo 643 de Iberia, alguien les llamó por sus nombres. Era un joven, elegantemente vestido, rubio, de unos ojos azules que irradiaban bondad y simpatía. Desentonaba un poquito la voz, de tono un poco bronco.
Se trataba de Edward, hermano de Katy, cuya existencia Arturo ya conocía, aunque solo por las frecuentes alusiones de su hermana.
En un inglés muy sencillo y, hablando lentamente, explicó que había surgido un imponderable que impedía a Katy cumplir con su deseo de venir a decirles good-by. Su tía Jane se cayó por las escaleras aquella mañana y tuvo que ser ingresada urgentemente en el hospital. En aquellas circunstancias era mejor que otra mujer la acompañara.
Muy pocas palabras más y con el disgusto consiguiente, los dos viajeros se despidieron de Edward y cruzaron el umbral de la puerta de entrada a la sala de embarque.
Apenas lo hubieron hecho, Edward, que les había acompañado hasta allí, llamó a Arturo, como si hubiera olvidado decirle algo importante.
Esperando escuchar algunas palabras que atenuaran su disgusto, el cariacontecido Arturo se volvió y, efectivamente, tuvo la oportunidad de oír un último mensaje.
Fue éste, dicho con la voz acariciadora de Katy:
«Anda que te zurzan, babayu. Cuando llegues a Oviedo, dái recuerdos a la Escandalera de parte de Tino, el de Sotrondio».
Pedro Martínez Rayón, Reflexiones con sordina, Oviedo, 1986