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Los enterados

El enterado es un ser, creo que insuficientemente estudiado, que, habiendo oído campanas, trata de causar, aunque no venga a cuento, la sensación de haber seguido distintos cursos en la Sorbona, Oxford, y el Instituto Técnico de Massashussetts.

Aparentemente, entiendo de todo. Está dotado de unos conocimientos tan profundos que, incluso contra su propia voluntad, se ve obligado a propinar a diestro y siniestro muestras de la sapiencia que brota de su boca, como un torrente imparable contra el que se encuentra inerme.

De nada vale que se intente argumentar la falta de conformidad que nos corroe e impide escuchar en silencio sus manifestaciones, pues tendrá a punto algún irracional racionamiento de casi imposible comprobación documental.

Sus doctas peroratas van desde la domesticidad del ornitorrinco australiano a la ética Zen, pasando por el prerrománico asturianense y las previsiones para el año 2000 sobre la extracción de carbones cotizables en la zona oeste de Checoslovaquia.

Si su boquiabierto y paciente auditorio sabe lo que le conviene, soporta el chaparrón sin perder la ecuanimidad, porque una leve discrepancia es suficiente para producir su enfado y el incremento de su colitis verbal.

Aún recuerdo la objeción formulada por un incauto, al escuchar la detallada explicación del enterado acerca de los motivos que habían decidido al Santo Cónclave a la elección de Juan XXIII como Papa.

Bastó con que el disconforme musitara, «Parece que estaba usted allí», para que se desencadenaran todas las furias del Averno. Despidiendo llamaradas por los ojos, babeante de rabia, el enterado lanzó mil invectivas, impetró la maldición divina para los descreídos y, tras sacar a colación la Summa Teológica, Calvino, el Concilio de Trento, y Darwin, que nada tenían que ver con lo que se trataba, comenzó a tranquilizarse, embarcándose luego en una interminable disertación sobre la hernia congénita.

Pues bien, ese mismo enterado (u otro cualquiera, ya que todos son parecidos), se encontraba no hace mucho tiempo en el Fontán, detrás de la Plaza de la Carne, cerca del lugar donde un pintor, sentado en una silla plegable, copiaba en su tela la torre de la iglesia de San Isidoro.

El artista no daba el tipo, es decir, parecía cualquier cosa menos lo que era; quizás se tratara de un ejemplo de la ley de la compensación, bien venida en una época en que tantos oficinistas parecen bohemios.

El enterado se acercó a quienes observaban el desarrollo de la obra pictórica, coincidiendo con la exclamación proferida por una mujeruca con pañuelo en la cabeza, dientes destartalados y un enorme cesto colgado del brazo: ¡Virgen de Covadonga, ´tá pintipará!

Nuestro insigne especialista en pinacotecas, pues en eso se había convertido instantáneamente, la observó con mirada conmiserativa  y profirió un desdeñoso: «No sea ignorante, señora. Lo que acaba de decir es una prueba de que no tiene usted la más remota. Fíjese en el inseguro trazo del pseudopintor. En lo que está haciendo, no me atrevo a llamarlo cuadro, no se observa la más pequeña señal del genio. Mire como representa al airoso remate de la torre. Esto es una desgracia. Carece de proporción». Y diciendo ésto, se inclinó sobre el caballete al tiempo que cerraba el puño, guiñaba un ojo, extendía el pulgar y lo utilizaba como instrumento de medida situándolo cerca de la pintura, primero y colocándolo entre el ojo y la masa de la iglesia, después.

«¿Y el color?, añadió. Si el hombre ve esos colores, no hay duda de que se trata de un daltónico. ¿Qué diría el divino Sorolla?».

La pobre mujer, asustada ante aquellas palabras que no entendía, se fue sin responder.

Entonces, el enterado, dirigiéndose a la espalda del pintor que no daba señales de oír, inició un largo discurso plagado de buenos consejos y reflexiones útiles a todo principiante.

Por si sus palabras no resultaban suficientemente claras, alargaba un brazo por encima del hombro del artista y aporreaba nerviosamente la tela con los dedos índice y medio.

El implacable monólogo continuó durante hora y media, sin la menor interrupción por parte de su destinatario. Al fin, éste se levantó, plegó silla y caballete, cerró la caja de pinturas y, volviéndose hacia el incansable charlatán, hizo una elegante inclinación de cabeza, entrechocó los talones en ruidoso taconazo y, antes de alejarse, dijo:

«Danke schön. Aufviedersehn».

Por una vez, el enterado se quedó sin habla.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo, 1986

¡Qué solo es un juego!

La violencia es una característica del ser humano que, más o menos aparentemente, se pone de manifiesto en todas las circunstancias de la existencia.

Tanto el nacimiento como la muerte, hechos naturales, se producen violentamente. Son pugnas contradictorias. Una para acceder a este mundo, y otra para abandonarlo. La agonía, del griego lucha, es una auténtica pelea en la que nos oponemos ferozmente al final señalado desde nuestra primera refriega.

La vida está presidida por la violencia e incluso los actos más pacíficos se ejecutan bajo el signo de la agresividad.

La sociedad, el progreso colectivo y personal, se mueven ante los achuchones constantes de la competencia y la acometividad.

Bueno, perdone usted, que ésto se me ha ido de la mano, adquiriendo tintes melodramáticos, pero a la vez reflejo de la verdad pura.

La escuela, la universidad, los centros de trabajo y la propia familia se han convertido en campos de batalla donde se brega sin tregua ni cuartel. Los condiscípulos, compañeros, colegas y parientes, se han transformado en rivales.

No debe extrañarnos, pues, que el deporte en general hay ido olvidando aquellos hermosos lemas de antaño como «mens sana in corpore sano», «fair play» y «lo importante es participar», sustituidos hoy en día por el universal «ganar, caiga quien caiga».

El fútbol, en especial, goza merecidamente de unos índices de violencia inadmisibles en cualquier colectividad medianamente civilizada.

En vista de la situación, alzo mi voz para proponer al lector las siguientes consideraciones.

Si el fútbol ha de continuar su actual trayectoria, deberían hacerse las cosas con lógica y nada más adecuado, entonces, que la supresión de la Escuela Oficial de Preparadores, haciendo éstos los cursos necesarios para la obtención del título en las Academias Militares en las que sería obligatorio el estudio de los textos y memorias de Clausewitz y Napoleón. Consecuentemente, los entrenamientos habrían de denominarse maniobras y los clubs cesarían de depender de la Federación, pasando a hacerlo del Ministerio de Defensa.

Si, por el contrario, se impone la cordura y se opta por enterrar el hacha, procedería a adoptar las siguientes medidas.

En las puertas de los estadios, además de la entrada, se exigirán: certificado de penales, de buena conducta expedido por el señor cura párroco, y otro del mismo tenor, cursado por el comandante de puesto de la Guardia Civil.

Estos tres certificados, así como el de salud mental, firmado por una comisión tripartita (psicólogo, psiquiatra y sociólogo), llevarán la fecha del día inmediatamente anterior al evento deportivo.

Antes de ocupar sus localidades, todos los asistentes al acto, sin excepción alguna, realizarán una prueba de alcoholemia.

Previamente al sonoro pitido que señala el comienzo del partido, jugadores, público y personal de servicio realizarán quince minutos de meditación trascendental.

Luego, por los sistemas de megafonía se hará escuchar a la concurrencia la sinfonía Pastoral de Beethoven.

Sólo entonces se iniciará el juego. Trascurridos los cuarenta y cinco primeros minutos, y finalizado el periodo de descanso, un nuevo cuarto de hora dedicado a la general meditación, y los altavoces dejando oír el concierto nº 23, opus 488, de Mozart, jugándose, a partir de ese momento, los tres cuartos de hora finales.

Terminado el encuentro, el equipo vencedor será conducido a los vestuarios a hombros de los perdedores que, de esta forma, reconocerán publicamente la superioridad momentánea de quienes han ganado.

Tengo la certeza de que quienes asistan a un partido de fútbol serán auténticos aficionados, ciudadanos sosegados, seguros de encontrar allí donde van, la ocasión de alimentar su amor al deporte, la introspección, y la buena música.

Recomiendo, no obstante, omitir en estas sesiones músico-deportivas, las composiciones de Wagner y de Verdi, que predisponen el ánimo, más hacia un ataque frontal con bayoneta calada que al éxtasis contemplativo.

Habrá observado usted que no he dicho nada de los árbitros. Pues, sí. He preferido no mencionarlos, porque deseo, a toda costa, mantener la ecuanimidad.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo, 1986

Fecunda Acción in Vitro

No sería exacto afirmar que aquel día los cincuenta directivos de la American Worldwide Happiness Research Association (Asociación Americana para la búsqueda de la felicidad mundial), se habían ganado jornal. Y no lo sería porque trabajaban absolutamente gratis. Bueno, gratis sólo si por ello se entiende que no estaban en nómina. Pero, realmente, merced a sus frecuentes e importantes donaciones a la asociación, obtenían suculentas deducciones en sus impuestos que, de otra forma, serían astronómicos.

A pesar de todo, sus generosos y desinteresados esfuerzos para tratar de conseguir un mundo menos desgraciado, eran sinceros, y si los habitantes del planeta no fuéramos tan mezquinos besaríamos el suelo que pisan los miembros de la asociación.

Porque, ¿quién sino la AWHRA costeó el regalo de tres millones de camisetas a los habitantes de Tanzania? Su esplendidez no puede verse empañada por la desafortunada interpretación que sus meteorólogos realizaron de los mapas del satélite, al pronosticar una gélida ola de frío, cuando, en realidad, lo que se avecinaba era una oleada tórrida que abrasó lo poco que aún no había ardido en aquel desgraciado país.

Más difícil solución tuvo el incidente diplomático surgido con la India, cuando, a causa de un pequeño error de información, enviaron cien mil toneladas de carne de vaca enlatada para paliar el hambre, que apretaba firme. En esta oportunidad, hubo de intervenir la mismísima Casa Blanca que, tras ímprobos esfuerzos, logró demostrar la falta de mala intención.

Después de cada uno de estos deslices, los componentes de la AWHRA cerraban filas y continuaban impertérritos su benéfica tarea.

A las tres de la mañana de aquel ajetreado día, con posterioridad a inacabables debates, se acordó la creación de un comité encargado de la , prácticamente imposible, tarea de proporcionar una mayor ración de felicidad a la propia USA.

«Me parece que pretendéis ser más papistas que el Papa», dijo Mr. Travis.

«Los EEUU se encuentran en el mundo y nuestra misión es aportar felicidad al mundo, ergo…», respondió Mr. Trevor, a quien, realmente, le apetecía decir «…el mundo se encuentra en los EEUU».

Fuese como fuese, la comisión quedó formada y en estado de operatividad. Se le adjudicó un apabullante presupuesto y el nombre de «Fecund Action», aunque, al poco tiempo, debido a que su actividad tendría que comenzar forzosamente por la fase experimental, es decir, de laboratorio, se añadió la expresión «In Vitro».

Como resultaría excesivamente largo y tedioso reseñar cuanto sucedió en las primeras reuniones de la flamante comisión, me limitaré a relatar la última, a partir de la cual Fecund Action In Vitro comenzaría a poner en práctica sus planes que, de encontrar el éxito, llevaría más felicidad a los ya venturosos ciudadanos USA.

Gracias a la indiscreción de uno de los camareros (al cual le dolían los brazos de servir whisky on the rocks a los reunidos), y especialmente a los trescientos dolares con que mitigué sus escrúpulos de conciencia, obtuve una fotocopia del programa de trabajo. Sí, hombre, sí. Ahora lo resumo eliminando frases huecas, zarandajas y autobombo.

– Un verdadero ejército de agentes de campo, se desparramaría por todo el país, de costa a costa, presentando una encuesta que constaba de trescientas preguntas relacionadas con las preferencias, opiniones, deseos, proyectos para el futuro, forma de vida actual, etc. de quienes respondieran.

– Para eliminar la resistencia de aquellos que no gustan de poner al descubierto sus interioridades, cada encuestador sería provisto de una carta personalizada y firmada por el Sr. Presidente de la nación, dirigida a cada encuestado, hombre o mujer, blanco, negro o de cualquier color, indicando la conveniencia de contestar sin tapujos y añadiendo que ello no iba contra la Constitución, Carta Magna, los Derechos del Hombre, o la Sagrada Biblia.

– A medida que las encuestas fueran obtenidas, serían remitidas, por correo aéreo (sin franqueo), a un gigantesco centro de datos. Allí, los contenidos de aquella especie de confesión general laica, serían introducidos a través del mayor conjunto de terminales jamás visto, en un colosal banco de datos.

– Finalmente, sería materializada la estadística que facilitaría respuesta a la gran pregunta, a la pregunta del millón de dólares, como diría un norteamericano que se preciara.

Que ¿cuál sería esta pregunta? Pues, muy sencilla.

¿Sería más feliz el pueblo estadounidense si, de verdad, las oportunidades fueran las mismas para todos?

Dicho de otro modo. Si se divide el producto nacional bruto por el número exacto de habitantes del país y se entrega anualmente a cada uno de ellos la cifra resultante, ¿se sentirían más satisfechos los sobrinos del Tío Sam?

Naturalmente, esta pregunta no seCamaleón de Pablo formulaba nítidamente. Ni siquiera aparecía de manera velada en el cuestionario. Un hábil y numeroso grupo de sociólogos, psicólogos, psiquiatras y otros especialistas expertos en tirar de la lengua mientras, aparentemente se encuentran en la luna, habían confeccionado, con gran rigor científico y extremado tacto, una encuesta tan fingidamente inofensiva como el camaleón que acecha a su presa con aspecto de tarugo. Pero en el fondo, en la entraña del documento, es decir, en la respuesta global al mismo, se encontraba lo que AWHRA deseaba saber.

Pasaron los meses y, por fin, tras un trabajo agotador, los últimos datos fueron devorados por los insaciables terminales. Unos 4,8 billones de bytes fueron necesarios para almacenar la información.

En la sala de Juntas, una enorme pantalla permitía contemplar la febril actividad que reinaba en los equipos.

Impacientes, los miembros de la Junta de Directores de la American Worldwide Happiness Researcha Association, se mordisqueaban las uñas. En cuestión de minutos sabrían si, como consecuencia de una masiva respuesta afirmativa, deberían comenzar a dar la lata en el Congreso, el Senado y la Cámara de Representantes para tratar de conseguir la fisión del átomo. Perdón. Quise decir del P.N.B.

Por último, comenzaron a aparecer datos estadísticos relativos a los diferentes Estados. Aquello no interesaba. La tensión se hacía intolerable. Un involuntario y general ¡oh! se escuchó cuando en la pantalla, tras un breve parpadeo, y el anuncio de «resumen general», pudieron verse dos líneas de letras verdes. En la primera decía: N.U.G. y en la segunda: sigue gráfico.

Más parpadeos y, cuando estaban a punto de producirse media docena de infartos, surgieron en la pantalla, una serie de puntos sin orden ni concierto, como si los hubiera sembrado una brisa juguetona.

El desconcierto fue absoluto. Mr. Trives, presidente accidental, oprimió con fuerza un botón del dictáfono y preguntó con voz airada: «¿Qué ocurre?, ¿qué significa esta mamarrachada?»

El coordinador y director del programa, Mr. Trovus, apuradísimo, respondió: «Lo ignoro, Mr. Trives. Aquí nunca hemos visto nada semejante, pero lo averiguaremos.»

Y Mr. Trovus, paseando, de técnico en técnico, una mirada de ratón acorralado, dijo: «¿Alguno de ustedes tiene idea de todo esto? ¿Qué diablos quiere decir N.U.G.?»

El silencio más absoluto acogió las palabras del director que, desesperado, insistió: «¿No se les ocurre nada?»

Únicamente, un ingeniero español, de Colloto para más señas, que se encontraba disfrutando de una beca desde hacía dos semanas, se adelantó diciendo tímidamente: «Creo que puedo explicar de qué se trata»

«Pues, dígalo, hombre de Dios, ¡dígalo!», interrumpió Mr. Trovus.

Entonces, Paco Fernández afirmó:

«N.U.G. significa Neither under gunshots, es decir, Ni a tiros. En cuanto a los puntitos -añadió tomando un lápiz óptico y uniéndolos con firme trazo- representan un descomunal corte de manga, como pueden ver ustedes».

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo, 1986

Nicotiana tabacum

Es de suponer el desconcierto que experimentarían los conquistadores españoles al enfrentarse con un mundo nuevo para el que carecían de toda referencia.

En su descargo hay que admitir que Luis Pancorbo aún no había comenzado a filmar la interesante serie «Otros pueblos».

De todos modos, como la historia impone la fijación de una cabeza de turco, hay que buscarla. Aunque en este caso, no es preciso. Es bien visible. El responsable, a quien acuso sin la menor vacilación, es el señor Calviño, Director General de T.V. Mi conciencia no ha sufrido remordimiento alguno al hacerlo, y estoy seguro de que la del pobre señor aludido tampoco. Ya está acostumbrado.

Es evidente que si Pancorbo hubiera madrugado un poquito, los primeros españoles que pusieron pie en América no hubieran actuado con el típico despiste del paleto fuera de su término, dejándose timar por el primer desaprensivo que se hace el encontradizo.

Nada podía hacer pensar a los descubridores, en su lógica ignorancia, que algunos de los productos recomendados por los indígenas, y transportados a la patria, iban a ser el origen de tantos problemas. Por fijarnos en uno sólo, hablemos de la «nicotiana tabacum», vulgo: tabaco.

Para empezar, digamos que su consumo nos hace víctimas de un vicio absurdo. ¿No sería más cómodo y, sobre todo, infinitamente más sano quemar la ración diaria de una vez, en un montón, como se dice en Asturias, haciendo un borrón? Contemplando las volutas de humo desde una prudente distancia y al aire libre, estaríamos a salvo de ligeras molestias como el cáncer de pulmón, la afonía y el ennegrecimiento de la dentadura.

El tabaco y cuanto se relaciona con su consumo, sumergen al observador imparcial, no fumador, en un estado de perplejidad problemáticamente soportable.

Se trata de una droga poseedora de una incomprensible componente contradictoria. Mientras quienes, sin cosa mejor que hacer, fuman para matar el tiempo, otros ocultan sus intenciones, piensan en lo que nos van a decir y, ganando tiempo, encienden un pitillo tras otro. Los hay desgraciados que no precisan dar golpe, haciendo tiempo convertidos en humana chimenea.

Todavía existe un cuarto grupo de fumadores. A éste pertenecen cuantos no han sido atrapados por el tabaco a causa del peligroso atractivo que supone, sino por altruismo. Simplemente, para contribuir a la elevación y el mantenimiento de la cotización en Bolsa de las acciones de Tabacalera.

Me entusiasma la generosidad de miras pero no hasta el punto de embobarme ante quienes, como estos últimos, son como niños jugando con fuego. ¿Ignoran que quince gotas de nicotina inyectadas en el torrente sanguíneo de un caballo lo dejan frito sin necesidad de aceite?

Por supuesto, yo no he hecho la prueba de las gotas, que me parece una verdadera barbaridad. Es algo que he leído en alguna parte.

Y, a propósito de fallecimientos, ¿ha pensado alguna vez si los animales como los humanos, pasan a mejor vida?

Yo sí, lo he pensado, y me da en la nariz que los únicos irracionales acreedores de esa distinción son los perros. El motivo, fácil de comprender. En este mundo su vida ha sido de perros y, lógicamente, su destino definitivo no puede ser peor.

Parece seguro que en la entraña del tabaco reside desde siempre el fin de la vida. Antiguamente se conocía este hecho, pues era frecuente la utilización de soluciones de agua y tabaco para la desparasitación de cultivos vegetales.

Y contra semejante enemigo, ¿no existe remedio? Claro que sí. Basta con dejar de fumar. Se trata de un desenlace pasivo. No es necesario hacer nada especial. Sólo dejar de adquirir tabaco y, por supuesto, dejar de gorronearlo. Es muy fácil. El único inconveniente se encuentra en el hecho de que aún es más fácil reanudar los sutiles lazos que tan fuerte atan.

Todo resultaría más sencillo si no se dieran casos como el del doctor que, con un enorme cigarro puro entre dientes, decía a uno de sus pacientes aquejado de un descomunal enfisema: «Nada, nada, repito que el tabaco es sumamente perjudicial para la salud. No me explico como alguien con sentido común aún puede hacer lo que usted. Le prohíbo terminantemente que fume ni un solo pitillo»

También es curiosa la ocurrencia de uno de mis amigos, el cual, respondiendo a sus hijos que le suplicaban que dejara de fumar, dijo: «No os esforcéis más. Es imposible. Lo más que he conseguido, después de encarnizadas batallas, ha sido cambiar de marca.»

En cuanto a mí, tendré que dar por perdido el encendedor. Antes de que cierren, bajaré al estanquillo a comprar cerillas. Ya no aguanto más.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo, 1986

El estado de la ciencia

¿Ha reflexionado usted alguna vez sobre la verdadera situación de la ciencia?

Yo si. Y ciertamente no he quedado muy satisfecho.

De dar por buenas las declaraciones de ciertas lumbreras que periódicamente alardean en público de los avances conseguidos en los campos de investigación tecnológica, médica, agrícola, etc., quienes fallecen han llegado a ese extremo por falta de información.

Quizás sea cierto que el hombre ha puesto el pie en la luna, aunque yo no lo crea hasta que me lleven allí.

Puede que los pollos alcancen en dos semanas el tamaño adecuado para ser sacrificados, pero su sabor recuerda sospechosamente al del plástico, tanto que el sacrificio corre a cargo de quien lo engulle.

Es posible que la energía eléctrica obtenida de las plantas atómicas sea más barata, que conseguida por métodos más modestos, pero ¿a qué letales peligros se somete a la humanidad?

Admitamos que la aplicación de la informática y la robótica en el mundo del trabajo contribuye a la pronta consecución de productos bien acabados, pero ¿qué porcentaje de culpa en la proliferación del paro se puede atribuir a las nuevas técnicas?

Concedamos que se han encontrado sistemas para obtener más alimentos, más cosechas, y potabilizar el agua del mar, pero ¿cuántos seres humanos mueren diariamente de hambre y sed?

Es innegable que se viaja en avión a mayor velocidad que la del sonido, pero ¿de qué nos sirve si perdemos tanto tiempo en acceder y alejarnos de los aeropuertos?

Es cierto que cada día vemos en los escaparates de los comercios objetos, muebles, ropa, electrodomésticos más hermosos y atrayentes, pero ¿cuánto tiempo transcurre desde el de su compra hasta que se nos quedan entre las manos?

Es perfectamente válido decir que el deporte es sano, pero ¿quién se toma la molestia de advertirnos de que los cementerios se encuentran repletos de personas en inmejorables condiciones físicas?

Por estas y otras razones que creo innecesario añadir, entiendo que la ciencia avanza como las personas privadas de visión, es decir, a tropezones sin saber muy bien a dónde va, lo que pretende, y para qué va a servirnos, de verdad, lo que encuentre.

A mi juicio, a la ciencia le falta valor. El valor de olvidar lo descubierto cuando, a la larga, pueda causar más mal que bien.

Desde estas líneas, me veo en la precisión de acusar a la ciencia de fantoche. ¿Qué otra cosa puede decirse de ella, que se ha preocupado, derrochando sumas astronómicas, por cuestiones de dudoso interés en un análisis final, y no ha encontrado solución definitiva para problemas tan sencillos como el constipado, las mudanzas sin roturas, los cigarrillos beneficiosos para la salud, calcetines frescos en verano, y cálidos en invierno, que rechacen la suciedad y cambien de color automáticamente para hacer juego con el traje que se vista, una inyección para terminar con la mala educación (sin acabar al propio tiempo con el energúmeno), unas pastilla, de consumo obligatorio, para que las palabras ser humano y tolerancia sean sinónimas.

Sospecho que todo ésto ya está inventado y las patentes en poder de las multinacionales.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Foz, 1986