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… Et Omnia Vanitas

No, no es el anuncio de una sala de fiestas.

Se trata tan sólo de algunas circunstancias que rodearon el feliz fallecimiento de Atilano. ¿Qué cómo puede ser dichosa una desaparición del mundo de los vivos? Pues ahora verá. Es muy sencillo.

Atilano había asistido al correr de su días como el espectador de una obra de teatro, incapaz de cambiar el desarrollo de la trama, pero sabiendo perfectamente cuál sería el desenlace que le agradaría.

De niño había acudido a la escuela, aprendiendo a leer y a realizar con más o menos seguridad las cuatro operaciones aritméticas; pero de allí, no pasó.

A los catorce años, una galerna se encargó de sepultar en el Cantábrico a su padre marinero, y la pena y la necesidad terminaron con la poca salud de la madre, viéndose obligado a ganarse el sustento, unas veces con pequeños trabajos y otras merced a la caridad de sus vecinos.

Pero la tragedia de Atilano no era el hambre, el frío o el abandono en que se encontraba. El se sentía alguien y deseaba ardientemente poseer algún rasgo que lo diferenciara del montón.

En el servicio militar, cumplido en Infantería de Marina, obtuvo la certeza de que no era más que un número que no contaba, un verdadero cero a la izquierda.

Cuando llegó la licencia, volvió a la villa marinera donde había nacido y, a falta de mejor cosa que hacer, logró trabajo como acarreador de mineral. La tarea era sencilla, pero fatigosa. Consistía en transportar, por medio de una carretilla, el lignito amontonado en enormes pilas, desde el lugar en que se almacenaba hasta el barco que, con las bodegas abiertas, esperaba ser cargado para zarpar. Como la borda se encontraba más alta que el muelle, la carretilla debía ser empujada por una empinada pasarela de madera. Era una labor muy apropiada para percherones, y totalmente inadecuada para cristianos.

Pasaron algunos años. En el muelle se instaló una moderna grúa que, con sus pinzas articuladas, recogía el material y lo dejaba caer con estrépito en las entrañas del barco.

Aquel adelanto de la técnica privó de trabajo a todos los cargadores, menos a Atilano, quien, por ser más espabilado que sus compañeros (sabía leer), fue el encargado de tirar de una cuerda que abría las fauces del monstruo. Que fuera necesaria la utilización de un adminículo tan sencillo como una cuerda para rematar una faena inicialmente tecnificada, era uno de los inexplicables misterios del progreso.

Lo cierto era que su contribución, por escasamente científica que resultara, le convertía en un técnico y le situaba muy por encima de la bestia que había sido hasta poco tiempo antes.

Aquello le hacía sentirse importante y, desde luego, le otorgaba, a sus ojos por lo menos, un puesto relevante en la vida de la comunidad.

Atilano comenzó a mirar a sus convecinos de un modo distinto. Dejó de ser el joven complaciente, siempre dispuesto a hacer favores como algo natural que no merecía el menor comentario. No era que negara su colaboración. Se trataba de algo peor. Ahora prestaba su ayuda con un aire tan superior y desganado que hubiera resultado menos ofensiva la presentación de una factura.

En el bar que frecuentaba empezó a ser conocido, naturalmente a sus espaldas, demasiado musculosas para andarse con bromas, como el Marqués del Esparto.

Atilano, que ignoraba el remoquete, era feliz. Especialmente, desde que la Junta directiva de la Asociación Cultural y Deportiva local, le nombró vocal de Cultura.

Entonces, el Marqués del Esparto se suscribió al Marca y al Caso y, no satisfecho con esto, en su búsqueda incansable de ilustración, leyó dos veces el Espasa, otras dos los Episodios Nacionales, cinco el catecismo del padre Astete, cuatro la Divina Comedia, y una sola vez, porque le picaban los ojos y estaba perdiendo vista, Orlando el Furioso, el Quijote y Celia y Cuchifritín.

A medida que el número de metros lineales de letra impresa que recorría su mirada se hacía más amplio, su falta de sencillez y naturalidad aumentaba. Y llegó un momento en que el pueblo, en pleno, se preguntó si sería más conveniente, olvidando la musculosa espalda de Atilano, propinarle una descomunal paliza para bajarle los humos o ascenderle a Duque del Cáñamo.

La indignación de aquella buena gente alcanzó su punto de ebullición cuando se supo que había encargado, en la única imprenta de la villa, quinientas tarjetas de visita en las que, bajo su nombre y apellidos, podía leerse:

Mecánico – especialista en material pesado

Vocal de Cultura del A.C.D.

La sabiduría popular, que no suele equivocarse, decidió tomar la vía intermedia. Ni paliza, ni ascenso. Simple y sencillamente, olvidar la existencia de semejante majadero; fingir que no se le veía y, en definitiva, tal como se dice en la actualidad, pasar de él.

Lo curioso del caso es que esta decisión no fue tomada en ninguna asamblea. No fue precisa y su puesta en práctica resultó general y espontánea.

Atilano que, a pesar de su vista cansada, aún veía, pero padeciendo una ceguera mental, cuya curación quedaba fuera del alcance del Colegio Oficial de Oftalmólogos, y entraba de lleno en la competencia de Nuestra Señora de Lourdes, encontró la explicación a aquel voluntario alejamiento de sus convecinos en el reconocimiento tácito de su propia superioridad.

«Por fin, se decía satisfecho, han comprendido mi supremacía. Ahora soy alguien y no se atreven a tratarme como antes.»

Apenas formulado el pensamiento en su confundido cerebro de pobre vanidoso, sin tiempo para comprender lo errado de su conducta, pero totalmente feliz, una cornisa, desprendida del balcón principal del Ayuntamiento, se encargó de facilitar su venturosa salida de este mundo.

La irracional forma de actuar de Atilano viene a demostrar la veracidad de la teoría sobre la vanidad, admirable y brevemente expuesta por el académico Sr. Alarcos, en el prólogo del libro «Oviedo», al decir:

«Si quiés conocer a tu vecín, dái un puestín».

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo, 1986

 

 

Confiteor

Con el único objeto de obtener la ventaja de parecer sincero, adelantándome a quienes pertenecen al reducido grupo de familiares, allegados y amigos que tienen acceso involuntario a lo que escribo, confieso mi exhibicionismo.

Se trata de un exhibicionismo que no figura en los manuales de psiquiatría, pero la omisión no lo hace menos inmoral.

Es, como el otro, una irrefrenable tentación hacia el desnudo integral, aunque en mi caso y en el de cuantos escribimos consista en un streap-tease del alma y no del cuerpo.

El deseo de poner al descubierto lo que pienso y lo que me sugiere todo lo que veo y escucho es tan fuerte que no tengo suficiente con fijarlo, más o menos permanentemente, en una hoja de papel. Es necesario, además, que lo escrito sea leído.

Por si fuera poco, tampoco basta con que alguien lo lea. Es preciso que el lector me comunique la impresión recibida. Y, siguiendo en la línea de sinceridad que me he impuesto, he de añadir que pretendo que el producto de mi imaginación guste. Si no es así, y observo que causo tedio o indiferencia, un fuerte dolor de estómago me atenaza. Me siento fatal.

La situación es curiosísima porque, en el fondo, no me importa un bledo lo que el prójimo pueda pensar de mí, como persona. Pero la opinión ajena acerca de cómo escribe emborronador de cuartillas que utiliza mi cuerpo para andar por la vida, esa me preocupa mucho.

Entonces, diría alguien con talento, ¿por qué no te dejas de tonterías y te callas?

Dicho así, parece muy sencillo. Pero, ¡quiá! Lo que me sucede no tiene fácil arreglo. Viene a ser algo como una hernia mental para la que aún no ha sido ideado el braguero adecuado.

Cuando los humores encerrados en la hernia comienzan a pujar hacia el exterior, debe producirse cierta inhibición del intelecto que origina un fugaz apagón del raciocinio. Es como si los invisibles plomos del cerebro se fundieran. Para volver a la relativa normalidad con que actúo habitualmente no me queda otro remedio que escribir.

Tengo la certeza de que si la cosa se redujera simplemente a darle rienda suelta al bolígrafo y, una vez finalizada la racha creadora, me limitara a reducir el papel a trozos, como he hecho durante muchos años, mi pecado sería venial.

Sin embargo, desde hace algún tiempo necesito audiencia. Y esto me convierte en un ser hipócrita, vanidoso y cruel.

Soy un hipócrita redomado que, exteriormente aparenta indiferencia ante la falta de reacción positiva a mis escritos.

Cuando visito a un amigo y, como quien no quiere la cosa, dejo en sus manos un montón de cuartillas diciendo: «Toma estas naderías que escribí hace poco. Léelas sin prisa y ya me dirás que te parecen. Me gustaría conocer tu opinión. Sincera, ¿eh?».

Sin prisas, había dicho. Pero, ¡qué va! A los dos días justos, con una disculpa estúpida, vuelvo a casa de mi pobre amigo con el que hablo de asuntos sin importancia durante unos minutos.

Todo el rato, mientras charlo por los codos, las cuartillas no se apartan de mis pensamientos. He desarrollado una nueva potencia del alma.

La inocente víctima de mis ínfulas literarias me acompaña a la puerta. Nos despedimos y, a punto de marcharme, sin darle importancia y como si se me hubiera ocurrido en aquel instante, le pregunto: «¿Has leído aquello?»

«No; como me aseguraste que no corría prisa…», responde.

«Claro que no», confirmo cínicamente mientras pienso: mala puñalada te den, bandido.

La vanidad se ha apoderado de mí y ni siquiera tengo el consuelo de estar en condiciones de que la ocupación ha tenido lugar tras una resistencia épica. Al contrario; me he rendido sin disparar un solo tiro. Más aún; cuando llegó a mi lado, la esperaba con los brazos abiertos. No puedo negarlo; el recibimiento ha sido apoteósico.

Y es la mía una postura absolutamente lógica y, sobre todo, gratificante que actúa como un bálsamo sobre mi ego maltrecho y escocido.

¿Que no lee nadie lo que escribo? Peor para el público. El se lo pierde.

¿Que los pocos que tienen acceso al fruto de mi hernia mental, no caen en la cuenta de que han tenido la fortuna de tropezar con los chispazos de un genio oculto? Era de esperar. Pocos mortales han sido dotados de la inteligencia suficiente para comprender lo evidente.

¿Que una o dos personas se han hecho cargo de la brillantez de mis razonamientos, de la galanura de mi estilo y de la punzante ironía que encierran mis aparentes inocuas frases? Lástima que no existan más seres privilegiados como éstos. El mundo marcharía mejor si me hiciese caso, si se me atendiese y entendiese.

No me salga usted por peteneras. ¿Qué me va a decir? ¿Que soy un insoportable vanidoso? Eso no vale. No se moleste. Yo lo he dicho primero.

Además, me encuentro muy satisfecho y me soporto sin dificultad alguna. En realidad, es fácil llevarse bien conmigo. No hay que hacer otra cosa que estar pendiente de mí y reconocer que no hay otro como yo.

Lo de la crueldad con que trato a quienes se me ponen a tiro, es harina de otro costal. Es algo que, en el fondo, me desagrada.

Pero, ¿qué puedo hacer? Si no estoy en condiciones de hacer partícipe de mi talento a toda la humanidad, me parece justo que algunos, unos pocos, reciban ese beneficio aunque para ello estén abocados a experimentar ciertas molestias.

Admito que, en este caso, y sólo en éste, es válido aquello de que el fin justifica los medios.

Yo sé que resulta despiadado vigilar infatigablemente a quienes conviven, más o menos pacíficamente, bajo mi mismo techo. He pasado días enteros, sin desfallecer, esperando el momento adecuado para acorralar en un rincón a uno de mis deudos.

Entonces, cuando resignado a su sino, se apresta a tomar asiento en cualquier parte, mi barbarie alcanza su punto más innoble al exigirle que ocupe la otra silla, aquella que deja su rostro expuesto a la luz del sol de manera que no pueda ocultar sus menores reacciones ante lo que va a escuchar.

De cuando en cuando, interrumpo la lectura para preguntar: «¿Qué?»

Si el desgraciado oyente, masculino o femenino -pues soy, en esto, un ferviente defensor de la igualdad de sexos- ha estado pensando en sus cosas y como el error de inquirir a su vez «¿Qué de qué?», yo, bestialmente, vuelvo a releer el sutil párrafo tantas veces como sea necesario para conseguir que en aquella obtusa inteligencia se haga la luz y de sus labios brote un admirativo, «formidable».

De entre todos los miembros de mi familia, únicamente se ha librado de este tratamiento mi tía Pacita.

Se trata de una mujer adornada con el más notable talento natural que he visto en mi vida. De acuerdo con los cánones, no es persona instruida ni cultivada. En realidad, no ha pasado del segundo grado de enseñanza primaria. En la escuela nunca gozó de gran reputación como estudiante despierta y siempre ocupó el último banco, junto a la puerta.

A pesar de su carencia de cultura oficial, jamás he tenido que leerle dos veces mis relatos. Tampoco me he visto obligado a perseguirla por toda la casa para conseguir su atención. Al contrario. Cada vez que nos visita, ella misma me ruega le dé a conocer lo último que he escrito y sus entusiastas frases de elogio en las que incluye abundantemente, genial, fantástico, agudísimo, son la más clara demostración de su capacidad intelectual.

El reverso de la medalla, el polo opuesto de tan singular discernimiento se encuentra localizado en la persona de mi amigo de la infancia, Ernesto.

Cuando tenía siete años, mi condiscípulo Ernesto ganó un concurso infantil de redacción. Se trataba de un certamen de cuentos. Le concedieron el primer premio por su relato titulado: «¿Dónde están los brazos de la Venus?»

El hecho sería para sentirse verdaderamente orgulloso si no fuera porque el presidente del Jurado calificado, un Canónigo de la Catedral Basílica, era tío carnal del premiado.

Ernesto no volvió a escribir en su vida; ni una sola carta. Sin embargo, el galardón dejó una impronta indeleble en su carácter. A él que no le hablen de libros ni de autores. Parece conocerles a todos, por dentro y por fuera. Es como si, después de una intensa vida dedicada a las letras, se hubiera jubilado llevándose a su retiro todos los resortes y teclas que hacen funcionar la profesión.

¿Cómo puedo yo despertar un eco de entendimiento y comprensión en un tipo así? Es totalmente imposible.

No obstante, Ernesto, pérfidamente, imitaba a mi tía Pacita en lo que se refiere a solicitar la lectura de mis trabajos. Pero sólo en esto. Aquí termina todo parecido con la forma de ver las cosas de mi parienta.

La admiración de la hermana de mi madre se trueca, en el caso de Ernesto, en una hierática actitud tan expresiva como las más duras palabras de censura y desaprobación.

No será de extrañar, por tanto, que procure convencer al despiadado censor de mi escasa inspiración porque las musas me huyen como de la peste. Pero, en vano trato de escapar de su persecución y cuando, desfallecido ante su insistencia feroz, me rindo y accedo a leerle -solamente aquello que considero genial sin paliativos- lo hago con voz apagada y monótona que contribuye a menguar el brillo de mi estilo.

El, tumbado negligentemente en una butaca -de espaldas a la luz pues hasta en ese detalle me tiene comida la moral- escucha con aspecto aburrido y condescendiente. Su postura trata de darme a entender, y lo consigue, que está haciendo un sacrificio en nombre de la amistad.

Aunque no acierto a vislumbrarlos con nitidez, estoy seguro de que sus labios están fruncidos en una mueca despectiva y en sus ojos danza un destello sardónico.

¡Ojalá no advierta los indicios de los sentimientos asesinos que su actitud superior ha comenzado a despertar en mí!

Cuando termino de leer, no me atrevo a solicitar su opinión. No es necesario. Se incorpora en el sillón, sin ponerse en pie -todavía no- se frota el mentón con el dedo índice de la mano izquierda, fija la mirada en el techo y permanece mudo como una estatua.

Luego, lentamente, con la voz profunda y apenada de un juez que va a pronunciar una sentencia de muerte, dice dejando amplias pausas entre cada palabra: «Pues, …no sé…, el tema…, la sintaxis…, el desenlace…, puede que sí…, pero no…; definitivamente…, no sé… qué decir…»

Y, con esto, el ganador del concurso de redacción va desdoblándose con parsimonia, recobra la verticalidad y, en dos zancadas, se aleja dejándome hecho unos zorros hasta la próxima.

No ignoro que la opinión de semejante individuo, dueño del cerebro menos evolucionado de la humanidad, debería serme indiferente por completo, pero soy incapaz de tomarlo a broma.

Sus posturas parnasianas y sus palabras estudiadamente desdeñosas me sacan de quicio cuando, realmente, lo que debería preocuparme tendría que ser el beneplácito de aquel adoquín con piernas.

A pesar de todo, creo tan sinceramente en la calidad de lo que escribo, que no alcanzo a comprender cómo es posible que exista alguien lo suficientemente obtuso para no deleitarse con cuanto mi exhibicionismo pone de manifiesto para solaz y regocijo anímico de mis conciudadanos.

Seguiré escribiendo ya que dejar de hacerlo resultaría un inmerecido castigo para los amantes de la buena literatura. Además, aún tengo mucho que decir.

Continuaré exhibiendo mis sentimientos y si, algún día, insuficientemente estoico para soportar la estúpida contumacia de Ernesto, lo suprimo violentamente y doy con mis huesos en la cárcel, desde alguna oscura celda mis escritos proseguirán viendo la luz que a mi me será negada.

Lo que no estoy dispuesto a hacer es participar en concursos literarios. Existen demasiados canónigos y abundantes bienintencionados imitadores.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones sin partitura. Oviedo, 1987