Su propia esposa se lo había dicho varias veces y él, desapasionado y sincero, tenía que reconocer lo justo de los reproches.
«En algunas ocasiones, estás insoportable. Has cambiado tanto que no te reconozco. No me explico qué te ocurre. Deberías ir al médico.»
Era cierto. De cuando en cuando y por motivos que no estaban nada claros se ponía fuera de sí. No sentía dolores ni molestias concretas pero, en su fuero interno, debía admitir que algo no marchaba bien.
Lo impreciso de los síntomas le impedía tomar una determinación al respecto. Porque, ¿a qué médico acudir? No era como si le doliera el estómago, los riñones o los oídos.
En realidad, se trataba de algo indefinible que, como partiendo de la mente, fuera extendiéndose por todo su cuerpo. Como un anhelo insidioso de no sabía qué.
Pero la mente no duele, se decía después de cada uno de aquellos extraños y esporádicos ataques que le dejaban exhausto, acobardado y con la incómoda sensación de impotencia que impone la confrontación con un deseo insatisfecho.
Y, bien, ¿qué es lo que ansío tanto que la imposibilidad de su consecución me tiene maltrecho, y tan poco evidente que ignoro de qué se trata?
Recordaba con claridad meridiana la última ocasión en que se había visto atacado por el insidioso mal.
Era una noche calurosa del mes de agosto tras un día en que el menor movimiento costaba un esfuerzo de voluntad.
Después de cenar, su mujer le propuso salir a la terraza en busca de un soplo de aire fresco. Accedió desganadamente y se sentaron en silencio. El bochorno parecía disponer de presencia física; pesaba como una losa.
Frente a su casa, asomando por detrás del bosque cercano, la luna iluminaba el paisaje con su luz prestada con tanta claridad como si fuera propia.
Era una luna llena, enorme, que recordaba la faz burlona de una mujer desprovista de cabello.
Gómez, que contemplaba sin despegar los labios la irreal escena, dejó de percibir el canto de los grillos, que parecía añadir algún grado más al sofoco reinante. De pronto, comenzó a temblar como sacudido por una ráfaga de viento helado.
«¿Qué te sucede?, inquirió su esposa al advertir la conmoción y los sonidos inarticulados que la siguieron.
«No lo sé …», respondió Gómez sin dejar de estremecerse. Y se disponía a continuar hablando pero su acompañante le interrumpió.
«Mañana, sin falta, vas a ir al médico».
«Bueno -accedió cansado de luchar contra aquello- pero, ¿a qué médico?»
«Primero, al de cabecera; luego ya veremos», dictaminó la mujer.
Poco más tarde, la pareja decidió retirarse a descansar. Entró ella la primera y, por último, Gómez, arrancándose violentamente a la fascinación en que se encontraba sumido, apartó la mirada de la brillante luna, cerró la puerta de la terraza y se retiró con lentos pasos.
A la mañana siguiente, Gómez soportó una serie de análisis , reconocimientos y pruebas que pusieron de manifiesto el excelente estado de su salud física.
El doctor que le atendió le aseguró que no localizaba ningún desorden corporal. Si acaso, para mayor tranquilidad de todos, convendría visitar a un psicólogo o psiquiatra. Tras aquellas inexplicables ansiedades pudiera ocultarse algún problema psicosomático.
La primera reacción de Gómez al escuchar estas palabras fue la normal o, mejor dicho, la esperada por los médicos de cabecera. «¿Cree Vd. que me estoy volviendo loco?»
Después de asegurarle repetidas veces que no; que si estuviera volviéndose loco él sería el último en sospecharlo, el doctor le recomendó dos o tres especialistas excelentes.
Ya en la calle, la esposa de Gómez preguntó a éste:»¿Por cuál de ellos te decides?», recibiendo la respuesta de: «Por ninguno. Si no estoy loco, ¿para qué vamos a dar más vueltas?»
Claro que Gómez conocía perfectamente a su media naranja y respondió así sólo para cubrir el expediente. Sabía, sin embargo, que, como un cordero, visitaría a quien ella decidiera.
El edificio donde tenía su consulta el émulo de Freud, no le agradó. El ascensor, empotrado en la pared y lleno de espejos que reflejaban sus ojos atemorizados, tampoco.
La enfermera que le recibió con almibaradas palabras y que, con falso paternalismo, cubrió su ficha médica, le desagradó profundamente.
El despacho del especialista despertó en él una aversión sin límites y la frase con que el galeno comenzó la entrevista hizo nacer en el ánimo del preocupado Gómez un odio irracional.
«¿Qué tenemos aquí?», dijo tan pronto como le puso la vista encima. El interrogado prefirió abstenerse de abrir la boca para responder. Si, dejándose llevar por sus impulsos naturales, hubiera contestado, la consulta hubiera finalizado antes de empezar.
Pues si que había caído en buenas manos. ¿Era tan tarugo que no podía darse cuenta de que en su presencia se encontraba un ser asustado, deseoso de ser tranquilizado?
Siguiendo indicaciones de aquel despistado cubierto con bata blanca, Gómez se acomodó en el diván corno si se dispusiera a echar una siestecita.
Entretanto, el Dr. Lupescu había tomado asiento en una butaca situada en la cabecera del lecho, fuera del ángulo de visión del paciente; estaba dispuesto a grabar en un pequeño magnetofón cuanto se dijese en aquella primera sesión.
«Comenzaremos -dijo el que en su fuero interno Gómez llamaba ya matasanos- por una cosa sumamente sencilla. Se llama asociación de ideas o, también, palabras asociadas. Consiste esta técnica, muy usada desde hace tiempo, en algo muy simple. Yo digo una palabra y Vd. pronuncia el primer vocablo que acuda a su mente. Empecemos ya.»
– «Blanco» … «Imbécil»
Lupescu se removió inquieto en su asiento. No le pareció un inicio demasiado prometedor. Sin embargo, no hizo ninguna observación y continuó:
– «Calor» … «Muerte»
El doctor no pudo evitar una ruidosa aspiración. Aquella asociación le daba frío.
– «Hambre» … «Cadáver»
Aquello era demasiado. Intentaría poner coto a tanto disparate antes de que la entrevista se le fuera de las manos. No obstante, resolvió hacer un nuevo intento:
– «Madre» … «Asesinato»
«Oiga, Sr. Gómez, ¿está Vd. seguro de haber comprendido mis instrucciones?» «Sí, sí, doctor. He entendido perfectamente lo que tengo que hacer. Vd. dice una palabra y yo respondo con lo primero que me venga a la cabeza.»
«Eso es -respondió desconcertado el Dr. Lupescu. Está bien; vamos a continuar.»
– «Vacío» … «Fiambre»
– «Amor» … «Linchamiento»
A partir de este momento el médico fue apretando el acelerador verbal y en rápida sucesión lanzó vertiginosamente palabras contestadas velozmente y sin inmutarse por Gómez.
A la palabra remoto, respondió con sepultura; a latrocinio con calavera; a lejano, con tortura; a inodoro con restos; a carnada con difunto, y a benigno con occiso.
Lupescu estaba más que harto. «Este tío tiene que estar fingiendo. Es materialmente imposible que esté padeciendo tan agudo síndrome de agresividad», se dijo.
Y, en vista de que por aquel camino no llegaría a ninguna parte, con rostro impenetrable que no permitía hacerse idea de sus sentimientos, ordenó al paciente incorporarse y tomar asiento frente al lugar que él ocupó tras la mesa.
Aunque en la ficha cubierta por la enfermera momentos antes ya figuraba un completo historial, deseaba ahondar profundamente en aquel carácter nada frecuente en sus amplios archivos. El doctor no lo hubiera confesado ni a su padre espiritual, pero tenía conciencia de que se hallaba perplejo.
Así pues, procurando dar a su voz una entonación tranquilizadora, inició el interrogatorio que, no confiaba mucho, le permitiría llegar al fondo del caso.
– «Hábleme de su infancia. ¿Ha sido un niño feliz?.»
– «He tenido una niñez desgraciadísima. Mis padres y mis maestros me pegaban y castigaban diciendo que no me esforzaba en ser como los demás. Mis compañeros de estudios me conocían por el mote de ‘El Felpudo». Sostuve conmigo mismo una tremenda lucha hasta que, por fin, pude aceptarme como soy. Me casé, ya muy mayor, con una mujer hecha de recuelos femeninos, la única que se me puso a tiro. Cuando ya me había resignado a convivir con mi carácter excesivamente sentimental y bonachón, incapaz de hacer daño a una mosca, comienzo a experimentar accesos de mal carácter que me aterrorizan y que ignoro a dónde me llevarán … »
– «¿Hace mucho tiempo que ha comenzado a advertir los síntomas que tanto le alarman?.»
– «Hará unos seis meses, aproximadamente.»
– «Recuerda en qué momento y en qué circunstancias se presentaron los primeros?.»
– «La primera vez fue por la noche. Yo estaba a punto de irme a la cama.»
– «¿Ha experimentado esas molestias durante el día?.»
– «No, nunca. Siempre me dan alrededor de medianoche.»
– «Ha dicho Vd. que hace unos seis meses que han comenzado a manifestarse las desazones. Bien, ¿cuántas veces las ha sufrido en ese tiempo?.»
– «Pues, unas seis veces.»
– » O sea, que una vez por mes.»
– «Ahora que lo dice Vd., doctor, sí. Es cierto. Viene a ser eso.»
– «¿Cuándo ha sido el último, diremos, ataque?.»
– «Fue exactamente el día doce, o sea hace tres días.»
El doctor Lupescu trató de ocultar un gesto de satisfacción, pero fue incapaz de impedir el brillo de alegría que asomó a sus ojos.
– «Creo que …, permítame un momento …», dijo atropelladamente, mientras, con mano trémula, volvía las hojas del calendario de mesa.
– «Bien, bien. Ahora, si no tiene inconveniente, va a volver a describirme con todo detalle los síntomas, las pequeñas molestias, esas extrañas ansias de origen desconocido. Manténgase tranquilo y procure no omitir nada. Algunas veces, en un pequeño pormenor olvidado se encuentra la clave de todo. Comience Vd. cuando quiera.»
– «Pues, verá, doctor. Ya le he dicho que no siento dolor alguno. Sin embargo, -y le ruego que no se ría Vd. de mí- noto como si la dentadura tratara de disminuir de tamaño. Es como si hubiera iniciado un crecimiento hacia dentro. En realidad, mis piezas dentales han alcanzado menor volumen. He acudido a la consulta de un estomatólogo que, después de observarme detenidamente, me ha asegurado que poseo las herramientas desgarradoras, trituradoras y masticadoras más fuertes que ha visto en su vida. Dijo que era un caso increíble. Luego, está lo del pelo. Yo he sido siempre muy peludo. Tanto, que no me he bañado en público nunca. Siempre he tenido que afeitarme cuatro veces al día y cortarme el pelo lunes, miércoles y viernes -cosa que supone una elevada renta-. Coincidiendo con los ataques o lo que sea, el cabello ha empezado a caerse, la frente se ha vuelto más espaciosa y de las orejas han cesado de brotar aquellas matas de vello que mermaban mis facultades auditivas.»
– «Siga, siga», pidió el doctor al observar que Gómez, por primera vez desde el principio de su confesión, daba muestras de incertidumbre.
– «Con las uñas también me sucede algo extraño. Desde que nací mis uñas fueron muy fuertes y puntiagudas. Ahora, véalas Vd., apenas crecen y son mucho más frágiles …»
– «Bueno, Sr. Gómez. Si no tiene nada que agregar acerca del aspecto físico de la cuestión, hableme ahora de la vertiente psíquica. Cuénteme sus pensamientos, sus temores, deseos íntimos. Dñigame qué cree Vd. que le está sucediendo.»
– «Pues, no sé qué voy a contarle. Estoy hecho un lío. Confieso que, por un lado, me encuentro más feliz. He comprobado con alegría que mi presencia repentina en una cafetería no causa entre los presentes el sobresalto que originaba hace algún tiempo. Ignoro a qué se debe esta nueva actitud pero resulta agradable. En la oficina, hasta el jefe de personal parece mirarme menos atravesadamente. Por la calle, son menos los niños que me señalan con el dedo. No lo entiendo … Por el contrario, he notado que mis antiguos hábitos alimenticios están cambiando. Cosas que antes comía con verdadero gusto, ahora me causan una repugnancia invencible … Actualmente, lo que más me agrada es la fabada asturiana, la paella valenciana, el caldo gallego, los gambas al ajillo… Antes, no quiera saber…»
– «Basta, Sr Gómez. No es preciso que continúe. Su caso está perfectamente claro. No padece Vd. ninguna enfermedad contagiosa. Tampoco se trata de algo que figure en los libros de medicina. Lo que Vd. tiene es muy sencillo aunque infrecuente, por no decir único. Le recomiendo que se tome con tranquilidad lo que voy a decirle. Las fechas en que tienen lugar lo que, a falta de un término más apropiado, llamaremos ataques, me han dado la pista. ¿No se ha fijado en que éstos coinciden exactamente con los plenilunios? Pues bien, la verdad, Sr. Gómez, es que Vd. es un hombre lobo -científicamente un licántropo- que se está convirtiendo en un hombre a secas. De ahí sus repentinos ataques de furor y sus deseos asesinos. Está Vd. pagando el precio que todos hemos de satisfacer por el ‘privilegio’ de pertenecer al género humano.»
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La cama y su evolución
Una noche de esas en las que, sin motivo aparente, soy incapaz de conciliar el sueño, fui consciente por primera vez en mi vida de que me encontraba reposando sobre un mueble, trasto, enser o chirimbolo nacido de la fecunda inventiva del hombre y no por generación espontánea.
Como soy persona curiosa, decidí que, tan pronto amaneciera, comenzaría a investigar acerca del origen y la evolución de tan cómodo artefacto.
Por ser, también, amante de la verdad he de confesar que no pude poner en práctica mis intenciones al cantar el gallo pues, para entonces, estaba profundamente dormido. Pero cuando logré regresar al mundo de los vivos y mantenerme razonablemente despierto, puse manos a la obra.
Lo primero que descubrí fue que la cama primitiva no se parecía en absoluto a la actual. Era tan diferente que ni siquiera se llamaba cama.
Los hombres primitivos, para los suramericanos «ansestros», eran tan bestias y estaban tan agotados de correr detrás o delante de los dinosaurios (la posición dependía de quienes estuvieran más hambrientos), que, llegada la hora de acostarse, se dejaban caer en el santo suelo y, muy buenas noches.
Con el paso del tiempo se sofisticaron los métodos de caza, el hombre dispuso de más tiempo para el descanso y, encontrando el suelo menos santo y cómodo de lo deseable, pensó que quizás situando entre su cuerpo y el pedregal una piel, el reposo sería más placentero. Resultó como suponía. Entonces el jefe de la manada (aún no habían alcanzado la etapa social denominada tribu), decidió, argumentando a base de cachiporra, que si con una piel se estaba cómodo, con dos, el confort se doblaría. Puesta a prueba tan avanzada teoría, se demostró lo correcto de la misma.
Ese fue el primer paso hacia la invención de la cama.
El segundo consistió en la elevación de una especie de ménsula de troncos, naturalmente sin tallar, para evitar la mordedura de animales poco recomendables. No olvidemos que aún no se conocían sueros ni vacunas.
A partir de estos primeros balbuceos, inconsciente búsqueda de la horizontalidad perfecta, la cama experimentó una veloz evolución en la que comodidad, funcionalidad, higiene y elegancia se dieron cita.
Como puestos de acuerdo, en Francia, Inglaterra e Italia, los inventores Lit, Bed y Letto lanzaron al mercado los últimos modelos que, únicamente fueron superados no hace mucho tiempo por la cama de agua, diseñada por un anónimo buzo profesional con destino en el puerto griego del Pireo.
Esta variedad, según aseguran autoridades en el campo de la medicina, no es recomendable para reumáticos.
He pasado por alto, consciente de mi omisión, los lechos con dosel por su proclividad al incendio que, en más de una ocasión obligaron a sus usuarios a un involuntario paso del reposo temporal al eterno.
Las prestaciones de una cama normal son infinitas y, por ello, no voy a citar más que las dos más importantes: en ella nacen quienes tienen tanta prisa por vivir, si no lo hacen en taxis o aviones, y mueren aquellos a quienes le sorprende la muerte cuando se encuentran acostados.
La palabra cama jamás será mencionada por las exquisitas damas de la época victoriana. Llegada la hora de dormir decían: «ha llegado el momento de que me retire».
Curiosamente, de aquello hemos pasado al extremo opuesto. De ser algo innombrable, se ha convertido en el único elemento imprescindible del cine actual.
A pesar de su apariencia semántica, nada tienen que ver con la cama el camaleón y el camafeo. De camarera, no me atrevería a decir otro tanto. De Kamasutra, sí.
No puedo resistir la tentación de recordarles que nuestra primera cama no se llama así, sino cuna. La última, también cambia de nombre. Se denomina féretro o ataúd.
Deseo que hayan trascurrido un montón de años desde que abandono la primera, y que aún deban sucederse muchos más hasta que le tiendan en la última.
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Foz, 1986
Los escéntricos
¿Qué? Ah, que escriba con equis. Ya lo sé, pero también yo tengo derecho a realizar excentricidades. ¿Por qué no? Muchas gentes lo hacen y no sólo resulta aceptable sino que les aplauden y pagan por ello.
Sucede que lo excéntrico es tan común que empieza a perder su calidad de tal y pasa a ser visto como una manifestación normal, corriente y vulgar de la personalidad moderna.
Actualmente, nadie se rasga las vestiduras cuando un actor o actriz de teatro, un futbolista o un torero comienza a grabar discos y a cantar en público. Generalmente, lo hacen fatal pero, gallos aparte, no se les tiene por excéntricos.
Tampoco cunde la alarma en el momento en que un boxeador decide interpretar a Shakespeare.
Y no digamos cuando se anuncia la apertura de un nuevo museo de arte contemporáneo. Hay que guardar cola para contemplar lo que parece un muestrario de pesadilla colectiva. Seres con un solo ojo debajo de la nariz, bocas contraídas en muecas satánicas, a pocos milímetros de una de las orejas, brazos como patas de elefante o como cañas de geranio alternan con animales de especies desconocidas y aspecto grotesco o amenazador.
Aún recuerdo la burla de que fui objeto por parte de varios amigos cuando visitamos una retrospectiva de la obra de uno de los más pagados y representativos pintores españoles del siglo actual.
A mi comentario de que nunca había visto un caballo verde, se me dijo que la pintura no era sólo color. Seguidamente mencioné la evidente desproporción entre las patas delanteras y las traseras de aquel adefesio. Contestaron que tampoco la armonía de líneas constituía el secreto. Al atreverme a preguntar cómo era más pequeña la figura de una persona, situada en primer término, que el caballo (o lo que fuera, pues en aquellos momentos no estaba seguro de nada), la respuesta fue el consabido: «La proporción no es…»
Entonces cometí la imprudencia más grande de mi vida. Creyendo que, de una vez por todas, les iba a dejar sin réplica, inquirí: «Queréis decirme, si la pintura no es color, línea, proporción, perspectiva o dibujo, ¿qué diablos es?
Pero como casi siempre, me engañé. Tenían contestación, y ésta fue unánime. A coro gritaron (aunque yo no vi ensayo alguno): «Perico, ¡eres un ignorante!»
Ahora, al cabo de los años, me pregunto muy seriamente, ¿quién estaba en aquel momento haciendo gala de excentricidad, mis amigos o yo?
No deja de resultar curioso que lo excéntrico sea algo un tanto intangible, no constreñible a medidas ni reglas fijas. La misma palabra y el concepto que describe, poseen un vaho nebuloso y de misterio. Ex-céntrico. Si, que se sale del centro. Pero, ¿de qué centro? ¿del parroquial, del de la tierra, del farmacéutico, del ideológico o de cuál?
Salga de donde salga, cualquiera que sea su origen, al tomar cartas de naturaleza entre los humanos ha perdido significación y fuerza.
Hace no muchos años cuando se decía, «Antidio es un excéntrico», se entendía que Antidio era un artista de circo que realizaba, bajo la carpa, una serie de ejercicios difíciles y extraños. Hoy en día, probablemente nadie sabría a qué se dedicaba el repetido Antidio. ¿Y por qué? Pues, elemental, mi querido Watson. Porque todos hacemos cosas raras sin que suceda nada y, naturalmente, sin que vengan a cuento.
Confieso que yo mismo, a las cinco de una tarde soleada, pasé conduciendo un coche, con la ventanilla abierta, por una calle muy concurrida, y por ello, a escasa velocidad, llevando en la cabeza una gran tartera con flores estampadas. Mucha gente me vio; estoy seguro. Sin embargo, dejando aparte el grito de ¿A dónde vas, chalao?, proferido por un crío de unos doce o trece años -y, por tanto, inexperto-, nadie se escandalizó a mi paso.
¿Pero por qué cometí semejante estupidez? Pues la verdad, no lo sé. Fue un impulso irresistible. Recuerdo, eso sí, que hube de descubrirme muy pronto a causa de un excesivo peso de aquel improvisado cubrecabezas. Debía de tratarse de una tartera de acero doble.
Antes de que se me olvide, apuntaré aquí, para general conocimiento, el sistema seguido por algunos compositores para encontrar la inspiración que les falta. Me hago cargo del enfado de estos originales músicos cuando adviertan que el admirable y astuto método que utilizan para arrobar a sus oyentes ha sido divulgado. Espero, no obstante, que su benevolencia y su estro corran parejas y no inventen una nueva tortura con destino a quien les ha puesto al descubierto.
El procedimiento consiste en cubrir un montón de papelitos con las notas de la escala musical. Una nota en cada papel. Pueden confeccionarse, por ejemplo, veinte papelitos con la nota do, y otros tantos con re, etc.
He observado que los compositores gordos utilizan en mayor proporción el do que el si. Inversamente, los flacos conceden más oportunidad a la nota si.
Elaborado el surtido de papeles, se colocan en el interior de una boina, se agitan a la luz de la luna (si se desea música romántica) o cerca de un martillo neumático (si se prefiere música militar y enérgica). Después, se van retirando de uno en uno y se anotan sobre el papel pautado. Si el autor no sabe solfeo, suele solicitar la colaboración de alguien que lo conozca.
La escultura merece un capítulo aparte. El simbolismo subyacente en esta manifestación artística no es fácil de dominar y resulta incomprensible para los no iniciados. Sin duda, por ello, nunca falta un alma caritativa que se encargue, totalmente gratis, de disipar nuestra ignorancia.
Así, he podido percatarme de que dos vigas de ferrocarril cruzadas en forma de equis representan las dificultades de un alumbramiento de nalga. Un montón de ladrillos con una silla rota en la parte superior y un palo colocado verticalmente del que pende una camiseta agujereada, significa «no me aguardes a las ocho, pues he de lavarme el pelo». Medio plátano gigantesco, cortado longitudinalmente, con dos protuberancias a media altura, valen por «fertilidad humana».
Podría continuar un buen rato pero, ¿merece la pena? Yo creo que no.
De todas maneras, antes de considerar finalizada esta historieta y al objeto de dejar establecida mi teoría de que nadie es ya excéntrico o, para el caso es igual, todos lo somos, les diré cómo conseguí que el incrédulo Rob (no, no se trata de Robert, sino de Robustiano), hiciese suya mi forma de pensar sobre esta cuestión.
Se negaba obstinadamente a admitir mi punto de vista cuando le dije: «Vamos a entrar en una cafetería céntrica y concurrida. Si el barman, o alguno de los presentes muestra su extrañeza al escuchar mi encargo, yo pagaré, pero, si no es así, el que paga serás tú».
Rob se limitó a responder, «Conforme».
El establecimiento en que entramos se encontraba muy animado. Eran las siete y media de la tarde y fijándonos en el escaso espacio disponible podía creerse que la crisis y la inflación se hallaban de vacaciones. Por fin, en la barra, quedaron dos sitios libres que nos apresuramos a ocupar.
«¿Qué va a ser?», preguntó el camarero.
«Para mi amigo, un descafeinado», le respondí. «Para mi mismo, lo mejor será que tome nota, pues es un poco complicado», añadí.
Cuando advertí que ya tenía en sus manos blog y bolígrafo, continué con voz recia: «En un vaso largo, a cuartas partes, vinagre, Ribeiro tinto, leche condensada y líquido de frenos. Ponga unas cañitas de perejil.»
El barman anotó cuidadosamente mi encargo y cuando escribió perejil, preguntó, «Y para comer, ¿desea algo?»
«Sí -respondí-, prepáreme un sandwich caliente de jamón serrano y caramelos de menta».
«Lo siento -contestó-, los caramelos de menta se nos han agotado. ¿Le valen de fresa?».
«Perfecto», añadí tranquilamente.
Durante este intercambio de palabras, nadie manifestó la menor sorpresa. El único que me miraba con incredulidad era el pobre Rob.
Poco tiempo después, el estoico asalariado depositó sobre la barra nuestro encargo y, antes de que se alejase, le pregunté, «¿Cuánto es todo?»
«Un momentito, por favor», replicó. Y tomando de un cajón una máquina de calcular, comenzó a hacer números.
Rob, viendo que trascurría el tiempo, y no salían las cuentas, comentó: «Bueno, no me extraña que sea un total difícil de obtener. Con unos sumandos tan poco frecuentes…»
El empleado levantó la cabeza y la maquinita de la que salía un cable y respondió. «No, no es eso. Lo que ocurre es que hoy la tengo conectada al carburo. Es más barato que la energía eléctrica, pero no hay duda de que es más lenta. Ustedes perdonen.»
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa, Oviedo, 1986
Los enterados
El enterado es un ser, creo que insuficientemente estudiado, que, habiendo oído campanas, trata de causar, aunque no venga a cuento, la sensación de haber seguido distintos cursos en la Sorbona, Oxford, y el Instituto Técnico de Massashussetts.
Aparentemente, entiendo de todo. Está dotado de unos conocimientos tan profundos que, incluso contra su propia voluntad, se ve obligado a propinar a diestro y siniestro muestras de la sapiencia que brota de su boca, como un torrente imparable contra el que se encuentra inerme.
De nada vale que se intente argumentar la falta de conformidad que nos corroe e impide escuchar en silencio sus manifestaciones, pues tendrá a punto algún irracional racionamiento de casi imposible comprobación documental.
Sus doctas peroratas van desde la domesticidad del ornitorrinco australiano a la ética Zen, pasando por el prerrománico asturianense y las previsiones para el año 2000 sobre la extracción de carbones cotizables en la zona oeste de Checoslovaquia.
Si su boquiabierto y paciente auditorio sabe lo que le conviene, soporta el chaparrón sin perder la ecuanimidad, porque una leve discrepancia es suficiente para producir su enfado y el incremento de su colitis verbal.
Aún recuerdo la objeción formulada por un incauto, al escuchar la detallada explicación del enterado acerca de los motivos que habían decidido al Santo Cónclave a la elección de Juan XXIII como Papa.
Bastó con que el disconforme musitara, «Parece que estaba usted allí», para que se desencadenaran todas las furias del Averno. Despidiendo llamaradas por los ojos, babeante de rabia, el enterado lanzó mil invectivas, impetró la maldición divina para los descreídos y, tras sacar a colación la Summa Teológica, Calvino, el Concilio de Trento, y Darwin, que nada tenían que ver con lo que se trataba, comenzó a tranquilizarse, embarcándose luego en una interminable disertación sobre la hernia congénita.
Pues bien, ese mismo enterado (u otro cualquiera, ya que todos son parecidos), se encontraba no hace mucho tiempo en el Fontán, detrás de la Plaza de la Carne, cerca del lugar donde un pintor, sentado en una silla plegable, copiaba en su tela la torre de la iglesia de San Isidoro.
El artista no daba el tipo, es decir, parecía cualquier cosa menos lo que era; quizás se tratara de un ejemplo de la ley de la compensación, bien venida en una época en que tantos oficinistas parecen bohemios.
El enterado se acercó a quienes observaban el desarrollo de la obra pictórica, coincidiendo con la exclamación proferida por una mujeruca con pañuelo en la cabeza, dientes destartalados y un enorme cesto colgado del brazo: ¡Virgen de Covadonga, ´tá pintipará!
Nuestro insigne especialista en pinacotecas, pues en eso se había convertido instantáneamente, la observó con mirada conmiserativa y profirió un desdeñoso: «No sea ignorante, señora. Lo que acaba de decir es una prueba de que no tiene usted la más remota. Fíjese en el inseguro trazo del pseudopintor. En lo que está haciendo, no me atrevo a llamarlo cuadro, no se observa la más pequeña señal del genio. Mire como representa al airoso remate de la torre. Esto es una desgracia. Carece de proporción». Y diciendo ésto, se inclinó sobre el caballete al tiempo que cerraba el puño, guiñaba un ojo, extendía el pulgar y lo utilizaba como instrumento de medida situándolo cerca de la pintura, primero y colocándolo entre el ojo y la masa de la iglesia, después.
«¿Y el color?, añadió. Si el hombre ve esos colores, no hay duda de que se trata de un daltónico. ¿Qué diría el divino Sorolla?».
La pobre mujer, asustada ante aquellas palabras que no entendía, se fue sin responder.
Entonces, el enterado, dirigiéndose a la espalda del pintor que no daba señales de oír, inició un largo discurso plagado de buenos consejos y reflexiones útiles a todo principiante.
Por si sus palabras no resultaban suficientemente claras, alargaba un brazo por encima del hombro del artista y aporreaba nerviosamente la tela con los dedos índice y medio.
El implacable monólogo continuó durante hora y media, sin la menor interrupción por parte de su destinatario. Al fin, éste se levantó, plegó silla y caballete, cerró la caja de pinturas y, volviéndose hacia el incansable charlatán, hizo una elegante inclinación de cabeza, entrechocó los talones en ruidoso taconazo y, antes de alejarse, dijo:
«Danke schön. Aufviedersehn».
Por una vez, el enterado se quedó sin habla.
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo, 1986
La hora tonta
Cuando faltaban dos días para el partido Oviedo-Madrid, ni en broma consideraba la posibilidad de convertirme en espectador.
El sábado no quería ni pensar en ello. El domingo, a media mañana, fui derrotado por la hora tonta.
También los hombres padecemos más de una vez estos 60 minutos. Los míos fueron más que tontos. Fueron imbéciles, menos, retrasados mentales.
Al acercarme a la taquilla pensé: «Los dos puntos ya se encuentran camino de Pajares. Esa es la fija. Así que, tú tranquilo. Observa y calla.»
Mis intenciones eran buenas, pero sólo eran eso, intenciones. Ni la conocida flema británica garantizaría la impasibilidad y las buenas maneras ante la exhibición de cinismo y la tomadura de pelo que constituyeron el denominador común en la actuación del mal llamado árbitro del encuentro.
Por tanto, de tranquilidad, nada de nada. Y de callar, menos. En mi vida he sentido tantos deseos de asesinar a alguien. Pero, ¿a quién? ¿A Orellana? Creo que no sería justo que él pagara los vidrios rotos por sus antecesores. El u otro, no importa. «Ellos» son la herramienta del trabajo diario de un club que utiliza aquello de «A vencer en buena lid», únicamente en el estribillo de un himno ramplón, lleno de lugares comunes y, por supuesto, muy alejado de la política puesta en práctica en la consecución de títulos.
Se me ha dicho que, cuando «los albos corderos madrileños» levantan los brazos, los colocan en jarras o gesticulan como posesos, no se trata, como pudiera parecer, de una sesión al estilo eslavo. Tampoco impetran el favor de los dioses. La realidad, muy distinta, es que dan órdenes al Orellana de turno mediante un código de señales secretas, mezcla de las utilizadas por los señaleros de la marina y del alfabeto para sordos.
Al parecer, un marinero natural de Santa Pola, viejo y bastante borrachín él, naufragó hace muchos años frente a las costas de Borneo. Acogido por los naturales del país, convivió con ellos el tiempo suficiente para aprender el sistema de señales con que se comunicaban a distancia. A su vuelta a la civilización, lo dio a conocer a un veraneante de su patria chica, un tal Don Santiago, (sí, el mismo que ustedes piensan), el cual, viendo las posibilidades que la cosa ofrecía, perfeccionó el sistema agregándole de paso los gestos correspondientes a «anula ese gol», «canta penalty» y «cierra los ojos que voy a dar estopa», además de otros que, como los citados, no figuraban aún en el catálogo, posiblemente por no haber sido introducido aún el fútbol en aquellas latitudes.
De todo esto a considerar obligatorio el dominio del «idioma» para cuantos pretendiesen fichar por el equipo «merengue», no hubo más que un paso.
Hoy manejan la lengua a la perfección Amancio, Pirri, Benito y Verdugo; la chapurrean bastante bien los demás y, falla algo Zoco, ya que, por agitar en demasía las extremidades superiores, comete de vez en cuando un penalty, naturalmente no visto por el vendido en funciones.
A riesgo de alargar esto más de la cuenta, expondré ahora mi particular procedimiento para terminar con esta desagradable situación, que un domingo sí, y otro también, se viene planteando a los equipos «subdesarrollados».
Con todo lo genial, es muy sencillo. Propongo que, tras el saque inicial, los once componentes del equipo que se enfrenta al Real Madrid se sienten en una esquina del terreno de juego, poniendo especial cuidado en no estorbar las evoluciones de los «pentas». Ya colocados en el rincón, deberán dedicarse a resolver crucigramas.
Con mi sistema, se consiguen varios objetivos. El Madrid ahorrará mucho dinerito y, sobre todo, ganará todos los encuentros. De paso, sus rivales acrecentarán su particular cultura, cosa no poco interesante.
Ya, ya se. Y de los espectadores, ¿qué? También eso está pensado. En vez de enronquecer gritando cosas feas a los Orellanas, podrían formar un orfeón gigantesco, que tampoco es moco de pavo.
De todas formas, creo que el «viejo chocho» tiene razón. Es incomprensible la manía que se tiene en provincias al Club de su digna dirección. En cambio, es aparente que D. Santi padece daltonismo. ¿No es cierto que lo ve todo blanco?
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo, 1986