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La Puerta

Margarita y Juan habían conseguido, partiendo de cero y a base de sudor y lágrimas, la escritura del piso en que habitaban desde hacía diez años.

Mientras la vivienda no fue suya, ni una sola vez había pasado por sus mentes la posibilidad de un robo. Luego, con la posesión tan trabajosamente lograda, las cosas cambiaron.

La transformación comenzó una noche en que, ya acostados, ambos se levantaron y, sin mediar palabra, fueron a comprobar si la puerta estaba bien cerrada.

Aquello fue como abrir los aliviaderos de un embalse. Su, hasta entonces, callada preocupación se convirtió en un torrente de proyectos relacionados con la seguridad ciudadana, en general, y con su hogar en particular, de modo especialísimo.

A partir de entonces, experimentaron, sin ser conscientes de ello, la sensación de que sus enseres, el mobiliario y los electrodomésticos habían sido revalorizados hasta alcanzar un valor incalculable.

Su acuciante necesidad de protección tenía que materializarse en algo concreto y, por fin, cayeron en la cuenta de que si en la puerta se habían iniciado sus temores, debía de ser porque en ella, precisamente, se encontraba el punto débil a través del cual podría llegar el eventual peligro.

Aunque, hasta aquel momento, nunca habían leído las páginas de sucesos, con el paso de los días se convirtieron en dos auténticos conocedores de cuanto se relacionaba con el allanamiento de morada. En sus conversaciones era frecuente el uso de palabras como pata de cabra, palanqueta, ganzúa, gato hidráudico, reventador, etc.

Temerosamente, lamentaban el virtuosismo con que los cacos eran capaces de acceder a los lugares mejor protegidos, y se calentaban el cerebro tratando de encontrar un medio seguro de hacer fracasar en sus intentos a los amantes de lo ajeno.

Por fin, decidieron pasar de los dichos a los hechos, considerando las características que debían adornar a la barrera que contendría la codicia de los delincuentes.

Su puerta no se parecería en nada a la de Bisagra, en Toledo que, por muy del siglo IX y muy árabe que fuera, carecería de condiciones para ejercer como tal.

Tampoco tendría que ver con las del Sol, de estilo mudejar, también en Toledo, ni con la Brandeburgo, en Berlín, Alcalá, en Madrid, la de Santa María, en Burgos, la Gran Puerta del Sur, en Seúl, la del Carmen, en Zaragoza y, ni siquiera, con la Puerta Santa de Santiago de Compostela.

No, aquella puerta, su puerta, sería la barrera por antonomasia, el obstáculo superlativo, la cancela infranqueable, el portón inatacable. En realidad, habría de ser, no una puerta, sino «la puerta».

Este impedimento ideal, suma y compendio de todas las virtudes, formaba parte de un sueño recurrente que la pareja sufría y gozaba casi cada noche.

Por la mañana, mezclando ilusión y realidad, fingían responder a la llamada del portero, perdón, del administrador de fincas urbanas, que les decía:

«Los inquilinos del 3º A dicen que, con semejante fusilada, es imposible dormir. Así que, o colocan sordina a las metralletas o se firma con los chorizos una tregua inmediatamente».

Esta imaginaria conversación bastaba para situar las cosas en su verdadera dimensión y, entonces, comentaban las características con que su puerta debería contar.

Ella, un poco más lanzada, decía: «Desde luego, con mirilla panorámica en panavisión y cristal antibala».

El, aun más técnico y exigente, añadía: «¿Y por qué no con un analizador de ondas electromagnéticas incorporado, capaz de detectar y reflejar en una pantalla el índice de agresividad de nuestros visitantes?

«En el visor -agregaba- podrían aparecer ordenadamente, de menor a mayor, de acuerdo a su capacidad de violencia, pobres, cobradores de recibos, Testigos de Jehová, inspectores de Hacienda, ladronzuelos, navajeros, atracadores y maníacos homicidas».

«Es más -seguía entusiasmado- se podría aplicar al analizador un aparato que, automáticamente, lanzara un gas al rostro del inoportuno para persuadirle de sus, seguramente, malévolas intenciones».

«Por ejemplo, a los pobres se les rociaría con un gas eufórico-nutriente. Para los cobradores, se destinaría un gas que estimularía la aparición de una amnesia fulminante. A los Testigos de Jehová, se les trataría con gas gélido que causaría una súbita afonía. Para el hombre de Hacienda se reservaría un gas que despertaría su repentino anhelo de tomar el primer avión a Nueva Zelanda. A ladronzuelos y navajeros, se les curaría con el gas del arrepentimiento. Para los atracadores, uno que provocaría el incoercible afán de depositar un donativo en nuestro buzón y, por último, los homicidas se convertirían en mansos corderos, merced al Ciklon II, gas utilizado con clamoroso éxito en Bergen Welsen, Dachau y lugares de esparcimiento semejantes».

Al fin, porque las ideas encuentran su final cuando comienzan a ser realidad palpable, adquirieron la puerta con más garantía del mercado, ganadora de varias medallas de oro en distintos certámenes internacionales.

Contaba el dichoso chirimbolo con dieciséis bisagras soldada a marco y puerta; marco y bastidor eran de acero laminado, con solapa. Tenía veinticinco pivotes fijos de encastración marco-puerta, pletina de umbral, de acero inoxidable, antigato hidráulico, cuarenta y dos pivotes de anclaje al suelo, cerradura de alta seguridad antipalanqueta y antiganzúa, y llave de borjas frontales.

Aquello era una verdadera obra de arte, pero, se gastaron una pequeña fortuna en acoplarle todas las mejoras que su imaginación y su miedo les habían sugerido y, como era de espera, comenzaron a respirar tranquilos.

Hasta se atrevieron a pasar, juntos, un día en la playa, algo que, hasta entonces, no habían tenido la osadía de concebir.

El día elegido para hacer uso de la libertad que les confería el recién estrenado cancerbero era domingo y, aunque no ignoraban que en esa fecha los desvalijadores de pisos se sienten especialmente activos, se fueron temprano y muy confiados sabiéndose inexpugnables.

A su vuelta, por la noche, a medio camino entre el ascensor y la vivienda pudieron ver que la puerta, aquel mirlo blanco, se encontraba entreabierta.

Con dos gritos desgarradores, un por barba, Margarita y Juan soltaron lo que traían en las manos y bastaron dos pasos y un empujón a la falsaria para comprobar que su hogar había sido despojado cuidadosamente de cuanto no era suelo y paredes.

Sosteniéndose mutuamente para no caer al suelo, vencidos por la desgracia, la pareja, mirándose a los ojos, recitó a coro:

«Creí que habías cerrado tú».

Pedro Martínez Rayón, Reflexiones con sordina, Oviedo, 1986