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Memorias de un ex-perro

Si, aunque ahora cueste trabajo creerlo, hubo un tiempo en que fuí un perro. Un perro con todas las de la ley; a veces, con pulgas que rascar y, en múltiples de ocasiones, con verdaderos problemas para conseguir la necesaria pitanza.

Diana frecuente de pedradas disparadas por gamberros y paradero de inmerecidas patadas de insensibles especímenes humanoides. Más de una vez, tras lo que parecía mi última carrera, he burlado la persecución del temido lacero. ¡Qué me hablen a mí de la soledad del corredor de fondo! Por lo menos, a ellos no les siguen con «las del beri».

En cierta ocasión, me escapé del mismísimo camión donde me llevaban a lo que supongo sería un Dachau canino.

La vida no transcurría entonces de rositas, no. Sin embargo, tenía sus alicientes y, al menos, uno se «realizaba» como perro.

Nunca más volveré a sentir la gozosa anticipación que experimentaba al empujar con el hocico la tapa de un cubo de basura. Solía hacerlo de madrugada, antes de que los hombres del servicio de recogida realizasen su trabajo. A aquellas horas, las calles solitarias, sin el ruido y barullo que las pueblan durante el día, son nuestro campo de operaciones, compartido sólo con los serenos y los borrachos, los primeros por obligación y, los últimos, por devoción.

A unos y otros les resulta indiferente nuestro merodeo, aunque en honor a la verdad he de decir que algún amanecer he visto, tratando de averiguar, sin éxito, por cierto, el significado de ciertos vocablos proferidos por un habitual del morapio que me había elegido como auditorio.

También es verdad que nunca estos trataron de propinarme patada alguna, pienso que quizás por temor a verse anclados a tierra con una sola pierna.

Pero, tornando a lo de los cubos, ¡qué delicia cuando, entre la mezcla de olores que emanaba de uno de esos artefactos, distinguía el producido por un hueso o una piltrafa de carne!

Mi imaginación corría a mayor velocidad que las patas dedicadas a escarbar con ahínco en busca de la presa y, mentalmente, calculaba, basándome en lo céntrico o apartado de la calle, si el hallazgo sería rico en proteínas o por el contrarío resultaría una mera raspa. En la incertidumbre encontraba un placer únicamente comparable, me atrevo a asegurar, con el de quien ignora qué le servirán a la hora del almuerzo.

Y, ¿qué decir de las horas pasadas al sol? Tumbado indolentemente en cualquier sitio, sin temor a la suciedad, al acecho de una pulga lo bastante descuidada para situarse al alcance de mis dientes, dejaba pasar las horas en un perfecto relax del que solo podía apartarme la proximidad de un congénere del sexo contrario.

Cádiz. Medina Sidonia. Perros a la sombra

Nuestro protagonista con un amigo

¡Qué lejos está todo aquello! Hasta el inocente juego de perseguir ladrando a pleno pulmón a los ruidosos camiones de reparto, me ha sido prohibido.

Indudablemente, durante el invierno he pasado frío y mi contento no conocía límites cuando conseguía acercarme sin oposición a una de esas hogueras que encienden en los edificios en construcción..

Por otra parte, siempre quedaba el recurso de darse una carrerita para entrar en calor.

Ahora mi vida ha cambiado tanto que casi no merece la pena ser vivida.

Desde aquel aciago día en que doña Regina se hizo cargo de mi «protección», ni yo mismo me reconozco.

Con palabras zalameras y engañosas hizo que subiese a su piso, donde trabé inmediato y desagradable conocimiento con la bañera y un detergente cuyo olor disminuyó para siempre en un 50% mi capacidad olfatoria.

A continuación, y sin duda para desagraviarme, me sirvió una ración muy abundante de algo que ya no recuerdo, seguida de dos o tres pitisus o petisus; no estoy seguro del nombre exacto.

De momento, con la excepción de la indignidad del baño, no iba mal la aventura. Peor serían las ofensas a que me ví obligado a someterme y que, en rápida sucesión, llovieron sobre mí.

Mentira parece que una viejecita como doña Regina, con su aspecto inofensivo y manso, posea una imaginación tan fértil en ideas, junto con tan implacable energía para llevarlas a la práctica.

Aquella noche dormí como nunca lo había hecho, esta es la verdad, en un gran cajón relleno de serrín y tapado por un trozo de alfombra vieja, muy cerca de la cocina que aún calentaba.

Antes de irse a la cama, doña Regina acarició suavemente mi cabeza, y como hablando para si misma, dijó:

«Mañana hay que arreglar esto».

Hubiera deseado contestar que por mi no se molestara, pero no me pareció muy fino y, por tanto, no abrí la boca.

Al día siguiente, aún adormilado, oí a la dueña de la casa llamar a alguien por el nombre de Chuchín. Abrí los ojos con curiosidad y comprobé horrorizado que Chuchín era yo, SI, YO.

Mi primer amo, un hojalatero de las afueras, me había bautizado, siendo un cachorrillo, con el apelativo de Kaiser. No es por nada, pero llamándose Kaiser, uno puede darse aires de grandeza y adoptar un continente hosco y amenazador. En cambio, ¿a qué se puede aspirar si se atiende por Chuchín?

Instantánemente, decidí que nunca perdonaría aquella injuría y que jamás me daría por enterado cuando me llamaran por aquella forma insultante.

Sin embargo, y sin duda por aquello de que las desgracias acuden en rebaño, las indignidades no habían hecho más que empezar.

Después de darme el desayuno, doña Regina me colocó un collar provisto de la correspondiente correa y, pese a mi oposición, me llevó a casa del veterinario, un vejete sin pizca de gracia, domiciliado en la misma calle, a quien, por lo que pude oir, conocía de antiguo.

«¿Qué va a ser esta vez, doña Regina?», preguntó el veterinario, con frase que, a mi entender, era más propia de un peluquero.

«La polivalente, don Mariano, por si acaso».

Aquella fue la primera vez que escuché la palabreja, pero no la olvidaré mientras viva, pues tras ciertos preparativos y una vez sujeto como un paquete, me soltaron un banderillazo de tomo y lomo.

Ya en la calle, con la moral por los suelos, fuí conducido al «Coiffeur des chiens» a manos del cual iba a sufrir una nueva afrenta.

Monsieur Levalier, un hombrecito afectado, con andares de gorrión, haciendo gala de un acento francés más falso que un duro de plomo y llevándose un dedo al bigotillo recortado, me pareció tan inofensivo que, de momento, recobré un tanto el ánimo.

«¿Por donde cortamos, Madame?», dijo el coiffeur a doña Regina, mientras aparecía en su rostro una meliflua sonrisa.

Al oir semejante barbaridad, temí desmayarme, pues pensé se trataba de descuartizarme para embutidos. Intenté escapar, pero doña Regina estaba al quite y no se dejó sorprender.

Muy intranquilo asistí involuntariamente a un conciliábulo del que no entendí nada y, muy pronto, de las palabras pasaron a los hechos.

Fuí sometido a la tijera, el champú de huevo, la loción, el peine y el secador.

Finalmente, cuando ya en el portal, de un humor de todos los diablos, me vi ante otro perro, me arrojé contra él con todas mis fuerzas.

No soy un camorrista, pero mi sangre hervía y necesitaba vengarme hundiendo mis dientes en cualquier cosa.

Sin embargo, no llegué a tocarlo, pues estaba detrás de un cristal. Comencé a ladrar desafiante hasta que la realidad, la vergonzosa realidad se hizo paso hasta mi cerebro.

Aquella caricatura, aquel escuerzo, aquel ser estrafalario, a trozos oveja, y a trozos ratón, era lo que quedaba del Kaiser. Era yo. Con profundo desaliento recordé la frase pronunciada no hacía mucho tiempo por doña Regina: «MAÑANA ARREGLAREMOS ESTO», y pensé luego que si los humanos llamaban a lo que hicieron conmigo «arreglar», ¿qué resultados obtendrían cuando lo que se proponen es «estropear»?

Doña Regina trató de calmarme prodigando sus caricias y, al escuchar de sus labios mi nuevo nombre, Chuchín, comprendí que venía como anillo al dedo. Si, yo era un auténtico CHUCHÍN.

Cuando doña Regina, la viejecita incansable y terrible tiró de la correa, la seguí dócilmente. Mi espíritu de lucha se había esfumado. En aquellos momentos comprendía la razón del hara-kiri.

La última estación de aquella vía dolorosa tuvo lugar en un establecimiento especializado en artículos para perros.

Comenzaron probándome una especie de zamarra o abriguito que abrochaba bajo la barriga. A continuación, lacitos de seda con cascabeles. Por fin, eligió dos zamarritas, tipo escocés, una para los domingos y festivos, y otra, más de trote, para diario. También se llevó, además de los lacitos, unas latas de comida canina (que sabe a rayos), de oferta.

Cuando llegamos a casa, creo que hubiera accedido sin el menor gesto de rebeldía, a tomar el «five o´clock tea»,  o a limpiarme los dientes con cepillo y dentífrico.

Me encontraba totalmente demoralizado y a merced de cuantas peregrinas ideas acudieran a la mente de mi dueña.

No estaba, sin embargo, preparado para asistir a la espantosa tremolina que se organizó cuando fue descubierto que Pepito, el hijo menor de Ramona, la asistenta, se había comido uno de los infernales petisus o pitisus que habían sido reservados para mi postre.

El escándalo fue mayúsculo y entre los denuestos de doña Regina, los lloros de Pepito y los morros de Ramona, la confusión mental en que me vi llegó a ser de órdago.

Este mundo humano en que ahora vivo, está lleno de contradicciones y no alcanzo a comprender de qué manera compagina mi dueña la asistencia al Ropero de San Vicente y a la Novena de Santa Rita, con su actuación de ángel vengador o furia del Averno ante la infantil sustracción de un miserable pastel.

Desde aquellos primeros días en que fuí adoptado por esta incomprensible señora, han pasado dos años. Durante ese tiempo he adquirido una virtud cuya existencia desconocía: la resignación.

No soy feliz, ni desgraciado; ahora soy un animal (no me atrevo a decir perro), doméstico, burgués y conformista. He engordado y tengo las digestiones pesadas. Ni la farola de imitación que doña Regina hizo instalar en el WC de servicio, me hace tilín.

Dormito la mayor parte del tiempo y, sólo de tarde en tarde, recuerdo mi época de vagabundo ágil y despreocupado, los días pasados en absoluta libertad bajo la lluvia, el sol y las estrellas

He cambiado tanto que, incluso cuando doña Regina me dice «Ven Chuchín», acudo meneando el rabo.

Lo hago, sí, pero interiormente sólo siento indiferencia y una gran añoranza por algo perdido que jamás podré recuperar.

Pedro Martínez Rayón. Anacronismo para Usted, Oviedo, 1974