Cuando faltaban dos días para el partido Oviedo-Madrid, ni en broma consideraba la posibilidad de convertirme en espectador.
El sábado no quería ni pensar en ello. El domingo, a media mañana, fui derrotado por la hora tonta.
También los hombres padecemos más de una vez estos 60 minutos. Los míos fueron más que tontos. Fueron imbéciles, menos, retrasados mentales.
Al acercarme a la taquilla pensé: «Los dos puntos ya se encuentran camino de Pajares. Esa es la fija. Así que, tú tranquilo. Observa y calla.»
Mis intenciones eran buenas, pero sólo eran eso, intenciones. Ni la conocida flema británica garantizaría la impasibilidad y las buenas maneras ante la exhibición de cinismo y la tomadura de pelo que constituyeron el denominador común en la actuación del mal llamado árbitro del encuentro.
Por tanto, de tranquilidad, nada de nada. Y de callar, menos. En mi vida he sentido tantos deseos de asesinar a alguien. Pero, ¿a quién? ¿A Orellana? Creo que no sería justo que él pagara los vidrios rotos por sus antecesores. El u otro, no importa. «Ellos» son la herramienta del trabajo diario de un club que utiliza aquello de «A vencer en buena lid», únicamente en el estribillo de un himno ramplón, lleno de lugares comunes y, por supuesto, muy alejado de la política puesta en práctica en la consecución de títulos.
Se me ha dicho que, cuando «los albos corderos madrileños» levantan los brazos, los colocan en jarras o gesticulan como posesos, no se trata, como pudiera parecer, de una sesión al estilo eslavo. Tampoco impetran el favor de los dioses. La realidad, muy distinta, es que dan órdenes al Orellana de turno mediante un código de señales secretas, mezcla de las utilizadas por los señaleros de la marina y del alfabeto para sordos.
Al parecer, un marinero natural de Santa Pola, viejo y bastante borrachín él, naufragó hace muchos años frente a las costas de Borneo. Acogido por los naturales del país, convivió con ellos el tiempo suficiente para aprender el sistema de señales con que se comunicaban a distancia. A su vuelta a la civilización, lo dio a conocer a un veraneante de su patria chica, un tal Don Santiago, (sí, el mismo que ustedes piensan), el cual, viendo las posibilidades que la cosa ofrecía, perfeccionó el sistema agregándole de paso los gestos correspondientes a «anula ese gol», «canta penalty» y «cierra los ojos que voy a dar estopa», además de otros que, como los citados, no figuraban aún en el catálogo, posiblemente por no haber sido introducido aún el fútbol en aquellas latitudes.
De todo esto a considerar obligatorio el dominio del «idioma» para cuantos pretendiesen fichar por el equipo «merengue», no hubo más que un paso.
Hoy manejan la lengua a la perfección Amancio, Pirri, Benito y Verdugo; la chapurrean bastante bien los demás y, falla algo Zoco, ya que, por agitar en demasía las extremidades superiores, comete de vez en cuando un penalty, naturalmente no visto por el vendido en funciones.
A riesgo de alargar esto más de la cuenta, expondré ahora mi particular procedimiento para terminar con esta desagradable situación, que un domingo sí, y otro también, se viene planteando a los equipos «subdesarrollados».
Con todo lo genial, es muy sencillo. Propongo que, tras el saque inicial, los once componentes del equipo que se enfrenta al Real Madrid se sienten en una esquina del terreno de juego, poniendo especial cuidado en no estorbar las evoluciones de los «pentas». Ya colocados en el rincón, deberán dedicarse a resolver crucigramas.
Con mi sistema, se consiguen varios objetivos. El Madrid ahorrará mucho dinerito y, sobre todo, ganará todos los encuentros. De paso, sus rivales acrecentarán su particular cultura, cosa no poco interesante.
Ya, ya se. Y de los espectadores, ¿qué? También eso está pensado. En vez de enronquecer gritando cosas feas a los Orellanas, podrían formar un orfeón gigantesco, que tampoco es moco de pavo.
De todas formas, creo que el «viejo chocho» tiene razón. Es incomprensible la manía que se tiene en provincias al Club de su digna dirección. En cambio, es aparente que D. Santi padece daltonismo. ¿No es cierto que lo ve todo blanco?
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo, 1986