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Ya decía yo

!Esto no puede estar sucediéndome a mí!

Por enésima vez aquel hombre reflexionaba apesadumbrado sobre la serie de hechos extraños que venía padeciendo.

Se trataba de un cúmulo de circunstancias anormales, no podía decir desgraciadas porque en realidad no eran desventuradas, para las que no encontraba explicación admisible.

Él siempre había sido una persona sumamente ordenada, metódica y precavida. Calibraba, medía y pesaba los resultados de sus actos. Incluso de los que, aparentemente, parecieran más intrascendentes.

Este hecho y lo sensato de su forma de actuar a lo largo de su vida, le habían dejado inerme ante los actuales acontecimientos que tomaban, de pronto, un sesgo molesto.

Antes no precisaba preguntarse con qué se encontraría una vez llevada a la práctica cualquier decisión. Sabía perfectamente que, de igual modo que el día sigue a la noche, a una de sus acciones sucedería una reacción dada. Era una sucesión inmutable, una cadena irrompible de eslabones fundidos en materiales indeformables e indestructibles entre los que la mayor proporción estaba constituida por la lógica, lo razonable y lo racional.

Ahora, desde hacía un par de semanas, no daba pie con bola. Ni a tiros encontraba en su sitio nada de lo que buscaba. Si deseaba cambiarse de calcetines, era inútil que revolviese aquel cajón del armario donde antes, estaba seguro, conservaba un abundante surtido. En aquellos momentos, lo único que podía verse en el cajón tercero, comenzando por arriba, eran varias camisas horribles, que no recordaban fueran de su propiedad.

En cuanto a los calcetines, se encontraban en el segundo cajón de la cómoda. ¿Cómo habían ido a parar allí?

Detalles como estos se repetían con tanta frecuencia que le estaban haciendo temer por la integridad de su salud mental.

Hacía años que experimentaba un acuciante deseo de dejar de fumar. Pero, precisamente a causa de ese carácter reflexivo no lo había hecho todavía porque no poseía la absoluta seguridad de haber encontrado un método infalible que le permitiera abandonar de raíz el vicio sin el peligro de una o más ridículas recaídas.

Entre sus amigos figuraba más de uno que un buen día había anunciado orgullosamente: «He dejado de fumar», solo para volver a hacerlo al día siguiente o a las dos semanas.

Él no actuaría así. Cuando anunciase que, por fin, no fumaba, sería porque el tabaco ya no contaría en absoluto.

Pues nada de eso. De pronto, siguiendo la  absurda pauta de los últimos tiempos, una noche, cuando TV anunciaba a sus adictos que no se apenaran, pues si bien daban por terminada la sesión, al día siguiente continuaría la paliza, él abrió la ventana y arrojó a la calle el paquete de cigarrillos  que tenía en la mano.

Fue un impulso repentino e irresistible lo que le hizo tomar aquella determinación que sería seguida instantes más tarde por la defenestración de la caja de cerillas.

Diez minutos después, ya con la simiente de la duda alicortando sus intenciones, se acostó. Trató de leer un rato para apartar de su mente el tabaco que deseaba olvidar, pero las letras, como poseídas de diabólico frenesí, emprendieron una trepidante danza.

Una hora transcurrió entre sudores y revolcones y,  finalmente, incapaz de resistir el acuciante anhelo, se tiró de la cama y, sin detenerse a calzar las zapatillas y a echarse encima el batín, inició un minucioso registro de todo el piso.

Ni un solo rincón de la casa quedó sin escudriñar. Incluso en aquellos lugares en que su razón le gritaba: «No, ahí no puedes tener cigarrillos», buscó, afanoso. Volvió del revés los bolsillos de todos sus trajes, chalecos, abrigos, gabardinas e impermeables.

Tenía la boca seca y, al pasar frente al espejo del lavabo observó espantado su mirada extraviada. Experimentaba un auténtico «mono nicotínico».

Lo que le producía casi incontrolables deseos de golpearse la cabeza contra la pared era el recuerdo de que nadie, salvo él mismo, tenía la culpa de lo que le estaba sucediendo. «¿Por qué arrojaste por la ventana los últimos cigarrillos, pedazo de bestia? Un gesto tan dramático como ese no debe realizarse sin contar con la seguridad de dos o tres cartones de repuesto.»

En su caletre cegado por la falta de tabaco, se hizo una lucecita. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?. Algún cenicero tenía que rebosar de colillas. Con ellas se arreglaría hasta que abrieran los estancos o las cafeterías.

Efectivamente, su falta de limpieza pagaba dividendos y tuvo la inmensa fortuna de encontrar los restos de media docena de pitillos. Olían fatal y todos ellos eran de tamaño reducidísimo, pues observaba la insana costumbre de apurarlos hasta que se quemaba los dedos. Pero al fin y al cabo, era tabaco.

Impaciente, eliminó los restos de ceniza y se quedó solo con el tabaco. ¿Y ahora con qué iba a liar el cigarrillo? Con aquello de fumar emboquillado, el papel de fumar era ya una rareza.

«Ya está», se dijo. «El papel higiénico es un aceptable sustituto. »

Una vez preparada aquella especie de petardo se presentaba el problema del encendido. Las cerillas habían seguido el ejemplo del paquete de cigarrillos siendo arrojadas por la ventana.

También para esta emergencia encontró solución. Por algún sitio debería tener varios mecheros. Los encontró. Pero ninguno funcionaba. A uno le faltaba la piedra, a otro la gasolina y a un tercero el gas. No hubo forma de hacer de dos o tres, uno.

Entonces, recordó la cocina de gas y el encendedor piezo-eléctrico. Parecía que su cerebro iniciaba, de nuevo una marcha normal, como antes del extraño cambio.

Situado ante la alegre llama del quemador, felicitándose interiormente, se acercó con el artesano cigarrillo entre los dientes, aspiró ansiosamente y el bigote desapareció de su labio superior dejando en este una dolorosa sensación y en el recinto un desagradable tufo a plumas de pollo chamuscado.

Por si la catástrofe no fuera denigrante, el papel higiénico, recordando sin duda que su misión era muy distinta, abandonó la forzada y provisional forma cilíndrica, se abrió, el fragante tabaco cayó sobre la llama y se consumió en un instante.

El desconsuelo del apurado aspirante a fumador alcanzó niveles de serial radiofónico. Impotente y rabioso se sentó en una incómoda silla de formica, allí mismo, en la cocina. Apoyó los codos en las rodilla, sepultó la cara entre las manos y, extenuado, se quedó dormido.

Despertó al amanecer, cuando la primera claridad del nuevo día invadió aquel lugar testigo de su fracaso. Pero, lo que más le dolió no era el descalabrado experimento. Lo peor era el tormento causado por una espantosa tortícolis consecuencia de la anormal postura nocturna.

Los pensamientos que le embargaban cuando decidió hacer borrón y cuenta nueva de la triste jornada que acababa de vivir no eran, precisamente, los más indicados para saltar de júbilo pero, sobreponiéndose al infortunio, se introdujo en la bañera.

Una ducha, intermitentemente con agua fría y caliente, seguro que haría más para desentumecer sus dolidos músculos que todas las lamentaciones de un coro griego.

Efectivamente, cinco minutos después se encontraba bastante mejor y sus ideas negras comenzaron a teñirse de un tono grisáceo. Volvieron a ennegrecer cuando advirtió que en la percha no se hallaba la toalla como era su obligación.

Descalzo, desnudo, y goteando agua que dejaba un rastro a su paso, se encaminó al armario en que se suponía jugaba al escondite el necesario adminículo. No llegó a abrir la puerta del mueble. El reluciente pavimento de cerámica no debió de encontrar de su gusto al gordo que se paseaba por su superficie tal como se había incorporado al mundo y lo hizo caer.

Realmente, el incidente pudo haber sido mucho más grave. Sólo se rompió una pierna. Total, treinta días arrastrando una pesada escayola tampoco era para soltar los tacos que el accidentado profirió.

Con el paso de los días, fue habituándose a la situación y el acto de eliminar aquella blanca excrecencia fue una triste experiencia. Le había tomado cariño.

De todos modos, la relativa inmovilidad de aquellos días y la forzada lentitud con la que hubo de desplazarse en aquel periodo de su existencia le permitieron realizar un singular examen de conciencia. Simplemente, porque deseaba llegar al fondo del misterio.

Ansiaba desentrañar el secreto oculto tras el inexplicable cambio de conducta que le infligía. ¿En virtud de qué mágico encanto había llegado a convertirse en una persona totalmente diferente a la que fue toda su vida?

Jamás había creído en poderes ocultos, bebedizos, brujas y otras monsergas, pero tenía que admitir que lo que le estaba sucediendo carecía de justificación.

¿A dónde habían ido a parar sus dotes de discernimiento? ¿A dónde su capacidad especulativa? ¿Por qué desaparecieron sus facultades mentales y su acertado criterio?

Advertía con tristeza que esas mismas argumentaciones le costaban un tremendo esfuerzo mental que le dejaban exhausto.

Poco tiempo después de quitarse la escayola tuvo que hacer un viaje a Madrid. No le agradaba el transporte aéreo pero, deseando estar de vuelta lo antes posible, eligió el avión.

La hora del vuelo estaba señalada para las once y cuarto. Esto suponía que tenía que tomar el autobús hacia el aeropuerto a las nueve y levantarse a las siete y cuarto.

Antes de que su personalidad experimentase los cambios que le transformaron en un ser tan distinto, hubiera preparado dos despertadores que, previamente, comprobaría cuidadosamente.

Ahora, con optimismo admirable pero nada práctico, se dijo: «Siempre despierto a la hora que deseo. Ni un minuto antes, ni un minuto después. Mañana, estaré en pie en el momento oportuno.»

Acertó en cuanto a la realidad de su despertar, pero se equivocó en lo que se refería a la conyuntura, pues salió del mundo de los sueños a las dos de la tarde, justo a la hora de almorzar. Precisamente entonces, el reloj de cuco de la sala de estar, que se escuchaba nítidamente desde su lecho, vino a añadir dos nuevas notas discordantes a su malestar.

Pero, ¿qué demonios me está pasando? ¿Por qué no hice uso del despertador, o mejor aún, de dos aparatos? ¿Qué genio burlón me está tomando el pelo?

Y todo esto no fue nada ante el quebradero de cabeza que supuso el regalo de las zapatillas.

No, no se trataba de un problema planteado por la ineludible obligación de regalar unas zapatillas. Por el contrario, quien recibió el obsequio fue él.

Afortunadamente, el trivial hecho, tan complicado al principio que estuvo a punto de terminar con su deteriorada cordura, finalizó por aportar la solución a tan ridícula charada.

Todo comenzó con el viaje de estudios de su hija Mari Carmen a Benidorm.

Benidorm

Benidorm, 2008. Foto Ángel Bravo Torre

Tampoco yo me explico cómo hay nadie que emprenda un viaje de esas características a dicho punto geográfico.

Benidorm es un sitio adecuado para divertirse en invierno y ahogarse de calor en verano, pero para estudiar… Quizás, admitiendo que corría el mes de noviembre, lo que deseaba Mari Carmen era contemplar, tomando buena nota para dentro de algunos años, el comportamiento desinhibido de los jubilados de ambos sexos que, en aquella época, parecen ser los únicos pobladores del lugar.

Benidorm

Benidorm, 2008. Foto Ángel Bravo Torre

Cualquiera que sea la razón que llevó a Mari Carmen tan lejos, el caso es que, a su vuelta, en su equipaje traía unas zapatillas de piel de borrego como presente para su padre.

Se trataba de unas pantuflas hermosísimas color café con leche, corto de café. Sin suela ni tacón, carecían de toda costura o cosido interior, origen de innecesarias mortificaciones en los pies más delicados.

Causaban la notoria impresión de ser el calzado confortable por excelencia. Parecían el Rolls-Royce de las pantuflas.

Sin embargo, contaban con un inconveniente nada despreciable. Carecían de toda indicación acerca de cuál era la derecha y cuál la izquierda. Indudablemente, poseían la rara virtud de confundir al potencial usuario de manera que unas veces simulaban pertenecer, las dos, a la extremidad inferior diestra, y otras a la siniestra.

Pero cuando, de verdad, resultaban absolutamente desconcertantes era cuando se las calzaba.

Cuando el atribulado propietario de las turbadoras babuchas se las puso, su misma confusión le sumió en un mar de dudas.

Siempre creyó que disponía de un pie derecho y otro izquierdo. Pero, a juzgar por lo que estaba viendo, en aquel momento, por el simple hecho de calzarse, tenía dos pies siniestros. Sí; no cabía duda.

Y, ahora no le quedaba otro remedio que operarse porque, ¿cómo iba a andar por la calle con aquella facha? ¡Menudo pitorreo que se iban a gastar sus enemigos, y sobre todo, sus amigos!

No obstante, antes de salir disparado como una bala en dirección a la Seguridad Social -donde Dios sabía cómo lo iban a dejar- haría una prueba. Cambiaría las pantuflas de un pie a otro.

De momento, el trueque le satisfizo, pero su alegría no duró mucho tiempo. Casi de inmediato observó que la artimaña no había dado resultado. ¡Ahora tenía dos pies derechos!

No puede estar sucediéndome esto: ¿por qué a mí precisamente?, pensó con la misma amargura e incredulidad con que un espectador en el Santiago Bernabeu resulta agraciado por el desprendimiento de una generosa golondrina.

No podía ser, pero era. Había que aceptarlo, pero no sin lucha. De un humos de perros, llevó a la práctica una idea que se le vino a la mente.

Sin levantarse de la silla en la que estaba sentado, extendió las piernas hacia delante y las cruzó.

La visión que se ofreció a sus ojos era horripilante. La zapatilla que cubría su pie izquierdo -ahora colocado a la derecha- tenía la puntera apuntando hacia la izquierda y la del pie derecho -situado a la izquierda- apuntaba también a la izquierda.

Desesperado, se levantó, manteniendo las piernas cruzadas, y trató de caminar. Como era de esperar, se vino al suelo víctima de su propia zancadilla.

Entonces, hizo lo único que podía hacer en aquellas trágicas circunstancias. Lloró copiosamente, lágrimas amargas de derrota e impotencia.

De pronto, un sentimiento de orgullo vino a sacarle de tanta ignorancia. ¿Y si te viera tu hija Mari Carmen así, qué diría?

Permaneció unos instantes callado, sin ánimos para tomar iniciativa alguna hasta que repentinamente una certidumbre, más que sospecha, se abrió paso a través de su atormentado cerebro.

«Pero, ¡qué Mari Carmen ni que niño muero! ¡Si yo estoy soltero y no tengo ninguna hija!, gritó con júbilo.

Y terminó deleitándose en sus propias palabras:

«Ya decía yo que esto no podía sucederme a mí»

Los temblores del señor Gómez

Su propia esposa se lo había dicho varias veces y él, desapasionado y sincero, tenía que reconocer lo justo de los reproches.
«En algunas ocasiones, estás insoportable. Has cambiado tanto que no te reconozco. No me explico qué te ocurre. Deberías ir al médico.»
Era cierto. De cuando en cuando y por motivos que no estaban nada claros se ponía fuera de sí. No sentía dolores ni molestias concretas pero, en su fuero interno, debía admitir que algo no marchaba bien.
Lo impreciso de los síntomas le impedía tomar una determinación al respecto. Porque, ¿a qué médico acudir? No era como si le doliera el estómago, los riñones o los oídos.
En realidad, se trataba de algo indefinible que, como partiendo de la mente, fuera extendiéndose por todo su cuerpo. Como un anhelo insidioso de no sabía qué.
Pero la mente no duele, se decía después de cada uno de aquellos extraños y esporádicos ataques que le dejaban exhausto, acobardado y con la incómoda sensación de impotencia que impone la confrontación con un deseo insatisfecho.
Y, bien, ¿qué es lo que ansío tanto que la imposibilidad de su consecución me tiene maltrecho, y tan poco evidente que ignoro de qué se trata?
Recordaba con claridad meridiana la última ocasión en que se había visto atacado por el insidioso mal.
Era una noche calurosa del mes de agosto tras un día en que el menor movimiento costaba un esfuerzo de voluntad.
Después de cenar, su mujer le propuso salir a la terraza en busca de un soplo de aire fresco. Accedió desganadamente y se sentaron en silencio. El bochorno parecía disponer de presencia física; pesaba como una losa.
Frente a su casa, asomando por detrás del bosque cercano, la luna iluminaba el paisaje con su luz prestada con tanta claridad como si fuera propia.
Era una luna llena, enorme, que recordaba la faz burlona de una mujer desprovista de cabello.
Gómez, que contemplaba sin despegar los labios la irreal escena, dejó de percibir el canto de los grillos, que parecía añadir algún grado más al sofoco reinante. De pronto, comenzó a temblar como sacudido por una ráfaga de viento helado.
«¿Qué te sucede?, inquirió su esposa al advertir la conmoción y los sonidos inarticulados que la siguieron.
«No lo sé …», respondió Gómez sin dejar de estremecerse. Y se disponía a continuar hablando pero su acompañante le interrumpió.
«Mañana, sin falta, vas a ir al médico».
«Bueno -accedió cansado de luchar contra aquello- pero, ¿a qué médico?»
«Primero, al de cabecera; luego ya veremos», dictaminó la mujer.
Poco más tarde, la pareja decidió retirarse a descansar. Entró ella la primera y, por último, Gómez, arrancándose violentamente a la fascinación en que se encontraba sumido, apartó la mirada de la brillante luna, cerró la puerta de la terraza y se retiró con lentos pasos.
A la mañana siguiente, Gómez soportó una serie de análisis , reconocimientos y pruebas que pusieron de manifiesto el excelente estado de su salud física.
El doctor que le atendió le aseguró que no localizaba ningún desorden corporal. Si acaso, para mayor tranquilidad de todos, convendría visitar a un psicólogo o psiquiatra. Tras aquellas inexplicables ansiedades pudiera ocultarse algún problema psicosomático.
La primera reacción de Gómez al escuchar estas palabras fue la normal o, mejor dicho, la esperada por los médicos de cabecera. «¿Cree Vd. que me estoy volviendo loco?»
Después de asegurarle repetidas veces que no; que si estuviera volviéndose loco él sería el último en sospecharlo, el doctor le recomendó dos o tres especialistas excelentes.
Ya en la calle, la esposa de Gómez preguntó a éste:»¿Por cuál de ellos te decides?», recibiendo la respuesta de: «Por ninguno. Si no estoy loco, ¿para qué vamos a dar más vueltas?»
Claro que Gómez conocía perfectamente a su media naranja y respondió así sólo para cubrir el expediente. Sabía, sin embargo, que, como un cordero, visitaría a quien ella decidiera.
El edificio donde tenía su consulta el émulo de Freud, no le agradó. El ascensor, empotrado en la pared y lleno de espejos que reflejaban sus ojos atemorizados, tampoco.
La enfermera que le recibió con almibaradas palabras y que, con falso paternalismo, cubrió su ficha médica, le desagradó profundamente.
El despacho del especialista despertó en él una aversión sin límites y la frase con que el galeno comenzó la entrevista hizo nacer en el ánimo del preocupado Gómez un odio irracional.
«¿Qué tenemos aquí?», dijo tan pronto como le puso la vista encima. El interrogado prefirió abstenerse de abrir la boca para responder. Si, dejándose llevar por sus impulsos naturales, hubiera contestado, la consulta hubiera finalizado antes de empezar.
Pues si que había caído en buenas manos. ¿Era tan tarugo que no podía darse cuenta de que en su presencia se encontraba un ser asustado, deseoso de ser tranquilizado?
Siguiendo indicaciones de aquel despistado cubierto con bata blanca, Gómez se acomodó en el diván corno si se dispusiera a echar una siestecita.
Entretanto, el Dr. Lupescu había tomado asiento en una butaca situada en la cabecera del lecho, fuera del ángulo de visión del paciente; estaba dispuesto a grabar en un pequeño magnetofón cuanto se dijese en aquella primera sesión.
«Comenzaremos -dijo el que en su fuero interno Gómez llamaba ya matasanos- por una cosa sumamente sencilla. Se llama asociación de ideas o, también, palabras asociadas. Consiste esta técnica, muy usada desde hace tiempo, en algo muy simple. Yo digo una palabra y Vd. pronuncia el primer vocablo que acuda a su mente. Empecemos ya.»
– «Blanco» … «Imbécil»
Lupescu se removió inquieto en su asiento. No le pareció un inicio demasiado prometedor. Sin embargo, no hizo ninguna observación y continuó:
– «Calor» … «Muerte»
El doctor no pudo evitar una ruidosa aspiración. Aquella asociación le daba frío.
– «Hambre» … «Cadáver»
Aquello era demasiado. Intentaría poner coto a tanto disparate antes de que la entrevista se le fuera de las manos. No obstante, resolvió hacer un nuevo intento:
– «Madre» … «Asesinato»
«Oiga, Sr. Gómez, ¿está Vd. seguro de haber comprendido mis instrucciones?» «Sí, sí, doctor. He entendido perfectamente lo que tengo que hacer. Vd. dice una palabra y yo respondo con lo primero que me venga a la cabeza.»
«Eso es -respondió desconcertado el Dr. Lupescu. Está bien; vamos a continuar.»
– «Vacío» … «Fiambre»
– «Amor» … «Linchamiento»
A partir de este momento el médico fue apretando el acelerador verbal y en rápida sucesión lanzó vertiginosamente palabras contestadas velozmente y sin inmutarse por Gómez.
A la palabra remoto, respondió con sepultura; a latrocinio con calavera; a lejano, con tortura; a inodoro con restos; a carnada con difunto, y a benigno con occiso.
Lupescu estaba más que harto. «Este tío tiene que estar fingiendo. Es materialmente imposible que esté padeciendo tan agudo síndrome de agresividad», se dijo.
Y, en vista de que por aquel camino no llegaría a ninguna parte, con rostro impenetrable que no permitía hacerse idea de sus sentimientos, ordenó al paciente incorporarse y tomar asiento frente al lugar que él ocupó tras la mesa.
Aunque en la ficha cubierta por la enfermera momentos antes ya figuraba un completo historial, deseaba ahondar profundamente en aquel carácter nada frecuente en sus amplios archivos. El doctor no lo hubiera confesado ni a su padre espiritual, pero tenía conciencia de que se hallaba perplejo.
Así pues, procurando dar a su voz una entonación tranquilizadora, inició el interrogatorio que, no confiaba mucho, le permitiría llegar al fondo del caso.
– «Hábleme de su infancia. ¿Ha sido un niño feliz?.»
– «He tenido una niñez desgraciadísima. Mis padres y mis maestros me pegaban y castigaban diciendo que no me esforzaba en ser como los demás. Mis compañeros de estudios me conocían por el mote de ‘El Felpudo». Sostuve conmigo mismo una tremenda lucha hasta que, por fin, pude aceptarme como soy. Me casé, ya muy mayor, con una mujer hecha de recuelos femeninos, la única que se me puso a tiro. Cuando ya me había resignado a convivir con mi carácter excesivamente sentimental y bonachón, incapaz de hacer daño a una mosca, comienzo a experimentar accesos de mal carácter que me aterrorizan y que ignoro a dónde me llevarán … »
– «¿Hace mucho tiempo que ha comenzado a advertir los síntomas que tanto le alarman?.»
– «Hará unos seis meses, aproximadamente.»
– «Recuerda en qué momento y en qué circunstancias se presentaron los primeros?.»
– «La primera vez fue por la noche. Yo estaba a punto de irme a la cama.»
– «¿Ha experimentado esas molestias durante el día?.»
– «No, nunca. Siempre me dan alrededor de medianoche.»
– «Ha dicho Vd. que hace unos seis meses que han comenzado a manifestarse las desazones. Bien, ¿cuántas veces las ha sufrido en ese tiempo?.»
– «Pues, unas seis veces.»
– » O sea, que una vez por mes.»
– «Ahora que lo dice Vd., doctor, sí. Es cierto. Viene a ser eso.»
– «¿Cuándo ha sido el último, diremos, ataque?.»
– «Fue exactamente el día doce, o sea hace tres días.»
El doctor Lupescu trató de ocultar un gesto de satisfacción, pero fue incapaz de impedir el brillo de alegría que asomó a sus ojos.
– «Creo que …, permítame un momento …», dijo atropelladamente, mientras, con mano trémula, volvía las hojas del calendario de mesa.
– «Bien, bien. Ahora, si no tiene inconveniente, va a volver a describirme con todo detalle los síntomas, las pequeñas molestias, esas extrañas ansias de origen desconocido. Manténgase tranquilo y procure no omitir nada. Algunas veces, en un pequeño pormenor olvidado se encuentra la clave de todo. Comience Vd. cuando quiera.»
– «Pues, verá, doctor. Ya le he dicho que no siento dolor alguno. Sin embargo, -y le ruego que no se ría Vd. de mí- noto como si la dentadura tratara de disminuir de tamaño. Es como si hubiera iniciado un crecimiento hacia dentro. En realidad, mis piezas dentales han alcanzado menor volumen. He acudido a la consulta de un estomatólogo que, después de observarme detenidamente, me ha asegurado que poseo las herramientas desgarradoras, trituradoras y masticadoras más fuertes que ha visto en su vida. Dijo que era un caso increíble. Luego, está lo del pelo. Yo he sido siempre muy peludo. Tanto, que no me he bañado en público nunca. Siempre he tenido que afeitarme cuatro veces al día y cortarme el pelo lunes, miércoles y viernes -cosa que supone una elevada renta-. Coincidiendo con los ataques o lo que sea, el cabello ha empezado a caerse, la frente se ha vuelto más espaciosa y de las orejas han cesado de brotar aquellas matas de vello que mermaban mis facultades auditivas.»
– «Siga, siga», pidió el doctor al observar que Gómez, por primera vez desde el principio de su confesión, daba muestras de incertidumbre.
– «Con las uñas también me sucede algo extraño. Desde que nací mis uñas fueron muy fuertes y puntiagudas. Ahora, véalas Vd., apenas crecen y son mucho más frágiles …»
– «Bueno, Sr. Gómez. Si no tiene nada que agregar acerca del aspecto físico de la cuestión, hableme ahora de la vertiente psíquica. Cuénteme sus pensamientos, sus temores, deseos íntimos. Dñigame qué cree Vd. que le está sucediendo.»
– «Pues, no sé qué voy a contarle. Estoy hecho un lío. Confieso que, por un lado, me encuentro más feliz. He comprobado con alegría que mi presencia repentina en una cafetería no causa entre los presentes el sobresalto que originaba hace algún tiempo. Ignoro a qué se debe esta nueva actitud pero resulta agradable. En la oficina, hasta el jefe de personal parece mirarme menos atravesadamente. Por la calle, son menos los niños que me señalan con el dedo. No lo entiendo … Por el contrario, he notado que mis antiguos hábitos alimenticios están cambiando. Cosas que antes comía con verdadero gusto, ahora me causan una repugnancia invencible … Actualmente, lo que más me agrada es la fabada asturiana, la paella valenciana, el caldo gallego, los gambas al ajillo… Antes, no quiera saber…»
– «Basta, Sr Gómez. No es preciso que continúe. Su caso está perfectamente claro. No padece Vd. ninguna enfermedad contagiosa. Tampoco se trata de algo que figure en los libros de medicina. Lo que Vd. tiene es muy sencillo aunque infrecuente, por no decir único. Le recomiendo que se tome con tranquilidad lo que voy a decirle. Las fechas en que tienen lugar lo que, a falta de un término más apropiado, llamaremos ataques, me han dado la pista. ¿No se ha fijado en que éstos coinciden exactamente con los plenilunios? Pues bien, la verdad, Sr. Gómez, es que Vd. es un hombre lobo -científicamente un licántropo- que se está convirtiendo en un hombre a secas. De ahí sus repentinos ataques de furor y sus deseos asesinos. Está Vd. pagando el precio que todos hemos de satisfacer por el ‘privilegio’ de pertenecer al género humano.»

Mañana te compraré un nicho

Contrariamente a lo que hacían suponer nombre, apellido y procedencia, Adolf-Lothar Roheit, Alemania del Norte, aquel hombre no era ni había sido nunca un bárbaro.

Cuando visitó por primera vez las verdes costas de Foz, en la provincia de Lugo, no lo hizo a bordo de un barco, ni siquiera utilizando el prosaico medio de locomoción automovilístico.

Arribó precedido de un ruido infernal, cabalgando sobre la poderosa motocicleta recibida como regalo de fin de carrera de la persona que ostentaba la doble condición de padre y principal accionista de Roheit Stahlwerke.

Conseguir el título de ingeniero industrial había sido un juego de niños para Adolf-Lothar, ya que había llegado a este mundo dotado de inteligencia y memoria poco frecuentes. El autor de sus días, complacido porque, al fin, iba a contar con una persona de confianza que le sucediera al frente de la gigantesca organización creada pacientemente merced al esfuerzo de cuatro generaciones, había accedido a satisfacer el capricho de su vástago.

El monstruo de dos ruedas y tres meses de vacaciones constituían la recompensa a los años de estudio, docilidad y obediencia que, desde niño, había sido la norma del chico llamado a jugar un importante papel en la industria alemana del acero.

El recién licenciado era plenamente consciente de que tan pronto transcurriera el plazo concedido, comenzaría una existencia en la que no habría lugar para frivolidades. Años atrás había escuchado, con cierto desasosiego, que el destino del delfín de la familia no resultaba, aparentemente, nada envidiable. Pero, a cambio de la entrega absoluta, cuántas satisfacciones de tipo moral ante el deber cumplido a rajatabla.

El lema de la casa, «trabajar sin desmayos», se le antojaba excesivamente cruel y el pensamiento de que cuando se convirtiera en un engranaje, muy importante pero engranaje al fin, de Roheit Stahlwerke únicamente tendría derecho a quince días de vacaciones anuales, hacía que los tres meses que tenía por delante le parecieran aún más apetecibles.

Deseaba conocer España, uno de los viejos criados de su casa era español y no cesaba de hablarle de las maravillas de su país y, además, se daba la circunstancia de que el castellano era uno de los tres idiomas que su padre se empeñó en que estudiara. Aún no dominaba la lengua pero se hacía entender sin dificultades.

Manolo Monteiro, el criado, abandonó su Santiago de Compostela natal en cuanto cumplió el servicio militar y, tras haber realizado distintos trabajos en diferentes lugares de Alemania, fue a parar a la mansión del señor Roheit donde se le tenía en gran estima. Llegó a ocupar el puesto de mayordomo en el que se encontraba muy a gusto. Percibía un buen sueldo que, como todo gallego que se respetara, ahorraba en su mayor parte.

Manolo había visto como Adolf-Lothar se convertía en un hombre pareciéndole que ello sucedió de la noche a la mañana. Tenía la impresión de que, cuando regresaba a casa en los periodos vacacionales, era el mismo chiquillo rubio y atlético que, sin inhibiciones, reía de todo y por todo.

De pronto, después de una estancia de seis meses en Estados Unidos, el Adolf-Lothar al que abrió la puerta y que hubo de inclinar la cabeza para no estamparse el cráneo contra el dintel, parecía otro. Se trataba de un ser desconocido, de dos metros de altura, con voz profunda y caminar pausado. Lo que continuaba siendo igual era la risa contagiosa y el cabello dorado.

– Me voy a España, Manolo. Dentro de dos días, lo tendré todo a punto y saldré para tu tierra. Atravesaré toda Alemania, Francia y luego, con calma, visitaré todo el norte de tu país. Prepárate que como no me agrade la catedral de Santiago, vas a escucharme.

-No pase cuidado, señorito. Le ha de gustar; y mucho. Pero no sólo la catedral; la gente, la comida, todo.

Exactamente tres semanas más tarde, el vástago del señor Roheit cruzaba el Puente de los Santos, que separa Asturias de Galicia y se adentraba en esta última.

Su paso por aquellas tierras, al igual que inmediatamente antes por las de Alemania y Francia, había sido realizado felizmente y sin incidentes de consideración.

Tenía minuciosamente planeado el viaje y, desde Ribadeo, primer pueblo importante que encontraba a su entrada en la comunidad galaica, llegaría en una etapa a Santiago de Compostela.

Llevaba recorridos unos veinticinco kilómetros cuando se apercibió de que ante sí se extendía una hermosísima playa de arenas blancas. A la derecha, un espigón la separaba de la ría con las aguas más transparentes que había visto en su vida.

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Foz

Detuvo la moto, la apoyó firmemente sobre su soporte y se apeó. Muy cerca, sentados en uno de los bancos de piedra situados a lo largo de la barandilla metálica que circundaba el perímetro arenoso, dos hombres contemplaban espectáculo en silencio.

Adolf-Lothar, tras despojarse del enorme casco protector que le confería aspecto de visitante de otra galaxia, tomó asiento a su lado.

-¿Cómo se llama este pueblo? -preguntó a los pocos segundos.

El pueblo se llama Foz y aquella hermosura de playa, La Rapadoira, fue la respuesta.

El alemán extrajo de uno de los bolsillos de la cazadora de cuero un mapa y, con ayuda de los hombres con quienes compartía el duro banco, localizó enseguida el lugar en que se encontraba. «Me he desviado ligeramente de la ruta marcada», pensó, «pero no siento disgusto alguno. Al contrario; el despiste me complace».

Tanto que allí, en Foz, transcurrieron las semanas que aún quedaban de sus vacaciones. Relegó al olvido la proyectada visita a Santiago y, merced a las gestiones de los dos primeros contactos establecidos en el pueblo, dos viejos pescadores jubilados, encontró alojamiento en casa de otro pescador.

Playa de Foz (Lugo).

Playa de Foz (Lugo).

Su nuevo hogar, muy modesto pero limpísimo, estaba situado sobre un promontorio encima de la playa. Desde la ventana de su cuarto veía al atardecer los barcos, verdaderos cascarones de nuez, que se hacían a la mar descendiendo la ría desde el puerto en busca del pescador que, al día siguiente, podría comer en cualquiera de los figones y tabernas del pueblo.

El tiempo transcurrió velozmente y, pronto, demasiado pronto, hubo de iniciar el viaje de regreso a su país. Dejaba atrás un montón de amigos que, encontrando aquello de Adolf-Lothar excesivamente complicado, lo llamaban con sencillez y cariño «el alemán».

Quedaba hecha la promesa de que, al año siguiente, volvería a ocupar su habitación. Ya no sería igual en lo que a la duración de su estancia se refería pero, por lo menos, durante quince días reanudaría la vida con sus compañeros, como uno más que salía acompañándolos algunas veces a la mar.

Durante cinco años cumplió la palabra empeñada y el pueblo de Foz, donde ya era una institución, sabía que cuando el calendario mostrase la hoja del día primero de agosto escucharían el estruendo de la moto del «alemán».

Playa de Foz (Lugo).

Playa de Foz (Lugo).

El sexto año, sin embargo, fue señalado por un hecho que llamó la atención de los habitantes del lugar. El día quince de mayo, fecha en que Foz se encuentra huérfana de veraneantes y visitantes y por esa razón nada fuera de lo corriente pasa desapercibido, hizo su aparición un lujoso automóvil extranjero que recorrió velozmente las calles como si realizase una obligada peregrinación, dirigiéndose luego a la casa del pescador que alojaba todos los años a Adolf-Lothar.

Menos de dos horas más tarde, todo el mundo conocía la noticia. El alemán había venido. Y esta vez, para quedarse.

Como se  supo poco después, el padre del recién llegado había fallecido y el hijo aprovechó la triste circunstancia para realizar algo que bullía en su mente, sin forma concreta pero con insistencia y que se transformó en una idea precisa en el momento en el que el señor Roheit abandonó este mundo. Huir de la vida de trabajo para la que fue preparado desde su nacimiento y trasladarse a Foz para llevar la existencia que le hacía feliz.

De nuevo se instaló en el hogar del pescador. Este y su esposa trataban al alemán como si fuera miembro de la familia y se llevaron un buen disgusto cuando supieron que Adolf los abandonaría cuando tuviera terminada la casa que iba a construir.

-Pero si vamos a ser vecinos. Nos seguiremos viendo todos los días, respondía el alemán a los afectuosos reproches de la pareja.

-Sí, pero ya no será lo mismo, contestaban.

-Claro que será lo mismo. Tú, María, te encargarás de mis cosas; de la limpieza de la casa y de mi ropa… a menos que no quieras encargarte de ello. Viviremos en casas distintas, pero todo seguirá siendo igual.

Ante estos argumentos, María hubo de inclinarse y, de mala gana, aceptar lo que le proponía Adolf.

Un año más tarde, a poca distancia de la casita en que había pasado sus vacaciones anuales, «el alemán» disponía de un magnífico chalet para cuya construcción no se había regateado dinero ni buen gusto.

Para él solo parecía demasiado grande. Contaba con planta baja y un piso. En el jardín, el agua de una pequeña piscina reflejaba el cielo azul y centelleaba como una joya.

En el pueblo se decía que sí, efectivamente la casa del alemán era enorme para una persona solitaria pero había que pensar que todavía era joven -apenas treinta años-, se casaría y vendrían los hijos. Así, las habitaciones vacías y silenciosa se poblarían de ruidos y gritos.

Desde la nueva casa, instalado cómodamente en una de sus terrazas, el propietario no se cansaba de contemplar la vista que se ofrecía a sus ojos.

A la izquierda, en un saliente de la costa y separada del punto ocupado por su residencia, con mucho mar por medio, se vislumbraba Burela. Los cristales de la fábrica de hielo situada en el puerto, refulgían al sol.

A la derecha, a sus pies, la playa de la Rapadoira, con sus grandes sombrillas fijas, de paja, y las más numerosas de lona que con sus tonos multicolores, prestaban al conjunto el aspecto de la paleta de un pintor. Más allá, como fijando el límite de la playa, el espigón en forma de ele, con un pequeño faro en el punto de unión de los dos brazos. Y del otro lado del malecón, la ría. Aquella cinta plácida y serena de color cambiante pero siempre transparente que había sido la causa primera del cambio producida en su forma de vida.

Ría de Foz (Lugo).

Ría de Foz (Lugo).

Separado de la ría, sobre un recodo del mar, San Cosme de Barreiros y varias concentraciones más de pequeños núcleos de casitas y chalets ocupados por veraneantes durante los meses de estío, vacíos y solitarios en los restantes meses del año.

Enfrente, siempre igual pero diferente en cada momento, el mar. Una extensión enorme de mar en el que la mirada se perdía para encontrar descanso y agudeza.

El alemán era feliz. No echaba de menos nada en absoluto. Cada día salía menos. ¿Para qué iba a hacerlo si a su alcance encontraba cuanto precisaba? En verano descendía a la plaza por las amplias escaleras que el municipio había construido muy cerca de su propiedad, y se daba un prolongado baño en las aguas límpidas de aquel mar que tanto amaba.

Por el invierno, cuando el viento del norte soplaba destempladamente silbando en el tejado de pizarra, encendía la calefacción y, acercando un confortable sillón al la chimenea en la que ardían gruesos troncos de pino, permanecía absorto en la contemplación de las llamas y el chisporroteo de la resinosa madera.

Entre los libros, de los que se había aprovisionado en grandes cantidades y continuaba recibiendo ininterrumpidamente, y los discos, que contaba por centenares, la compañía humana se convirtió en algo innecesario.

Los espacios de tiempo que transcurrían entre visita y visita a sus amigos los pescadores, se dilataban cada vez más. Ya casi no salía a comer fuera de casa. Había iniciado la práctica de tomar cualquier cosa, de lo que María le preparaba, cuando le apetecía, sin seguir horario alguno y olvidándose muchas veces de hacerlo.

De persona extremadamente sociable y comunicativa pasó a ser un individuo huraño y solitario que dejaba pasar semanas sin buscar ni admitir compañía. Su voluntario encierro causó extrañeza entre la gente del pueblo y, los mismos pescadores que lo habían bautizado afectuosamente con el apelativo de «el alemán», comenzaron a utilizar el remate de «loco».

Poco después ya era conocido sólo como «el loco».

Únicamente María y su esposo continuaban sintiendo por el curioso personaje en que se había convertido Adolf-Lothar el mismo cariño del pasado. En Foz, sólo ellos se negaban a admitir que su alemán había perdido el juicio.

Después de un tiempo sin que se advirtieran cambios en su comportamiento, sucedió algo que vino a modificar, en cierto modo, su conducta habitual.

Una mañana de primavera, en el amanecer glorioso de sol y luz, el espontáneo enclaustrado despertó de pronto con un terrible dolor de cuello. El sueño le había sorprendido sentado en la butaca y la postura en que permaneció durante la noche le ocasionó una intolerable tortícolis.

Se levantó torpemente y estiró dificultosamente los envarados músculos. Apartó los bastidores de la puerta-ventana por la que salía directamente al jardín. Apagó la luz aún encendida y luego se acercó de nuevo a la cristalera para abrirla y permitir la entrada de aire.

Entonces, al atraer hacia sí uno de los batientes, la vio. Estaba apoyada contra el marco. Era evidente que había tratado de protegerse de la incesante lluvia caída durante la noche, colocándose bajo el saliente de la terraza situada en el piso superior. Debía sentirse aterida; quizás enferma.

Embobado permaneció unos minutos contemplándola. Era hermosísima. Nunca había visto a nadie que pudiera comparársele. Producía tal sensación de fragilidad que, antes de asirla para introducirla en el interior de la casa, se miró las enormes manos preguntándose cómo emplearlas sin causarle daño.

Ella lo dejó hacer sin articular palabra, en un mutismo total y, cuando, con increíble ternura, fue tendida sobre el mullido diván situado cerca de la chimenea, siguió todos sus movimientos con la profunda mirada de los ojos negros e inexpresivos hasta la indiferencia.

El alemán encendió los leños que no tardaron en crepitar alegremente invadiendo la estancia de un agradable calorcillo. De todos modos, para contrarrestar los efectos de la noche pasada a la intemperie, tomó del armario una manta ligera y la cubrió con ella dejando únicamente al descubierto la cabeza.

Los ojos de su inesperada visitante, insondables como oscura sima, continuaban observándolo sin perder una sola de sus evoluciones. Seguía guardando el mismo silencio con que acogió las primeras palabras de Adolf. Este sentía crecer en su interior el desconcierto y, para combatirlo, no sabiendo que hacer, hablaba sin cesar.

Le preguntó su nombre, edad y el motivo de que se encontrara ante su puerta. No recibió respuesta alguna. Quiso saber si se encontraba mal. Tampoco hubo contestación.

Se le ocurrió entonces que, quizás, estuviese ante un caso de sordomudez. Aquel pensamiento le produjo tal acceso de dolor que, inconscientemente, se levantó del sillón que ocupaba y se lanzó a caminar de un lado a otro, cambiando de sitio las sillas, ocultando en los cajones del escritorio libros sacados el día anterior.

Mientras tanto, y aunque no ignoraba que nunca se había distinguido por su acierto a la hora de descifrar la edad de nadie, intentaba adivinar la que tendría su huésped. Hubo de renunciar. A lo más que podría llegar era a admitir su juventud. Saltaba a la vista que era jovencísima. Tampoco se precisaba demasiado intelecto ni sentido de la belleza para reconocer que allí, sobre el diván, reposaba un ser de excepcional hermosura, armonía de formas y proporción de líneas.

El alemán no pretendía pasar por entendido en arte. No obstante, poseía un gusto especial que le hacía admirar cuanto se saliera de lo vulgar. Y ella no tenía nada de común. Muy al contrario, aún ahora, tras la noche pasada al raso, bajo la lluvia y el frío, conservaba el aspecto que la haría distinguirse en medio de una musedumbre, que obligaría a palidecer a las mujeres que la vieran de cerca.

Cada vez que sus pasos se acercaban al sofá, se detenía brevemente y reanudaba el soliloquio suspendido momentos antes.

-Me recuerdas a alguien. No sé a quien. Puede que te haya visto en otra ocasión. Pero no, no es posible. Si te hubiera conocido no te habría olvidado. Eres demasiado bella.

Y no obteniendo respuesta, continuó:

-Hace un rato, cuando te encontré, me vino a la mente una palabra en mi idioma. Un nombre cuyo significado no recuerdo ahora. Tendré que mirar el diccionario. La palabra fue Spinne. Si no tienes inconveniente, te llamaré así, Spinne. Suena bien y aunque ignoro la razón, parece venirte como anillo al dedo.

Pasaron las horas y Spinne no pronunció palabra. Los únicos movimientos que hizo fueron los precisos para quitarse la manta de encima.

Un extraño pudor obligó al alemán a ocultar a María la presencia de Spinne. Permaneció a la escucha y cuando oyó el ruido producido por la llave que la asistenta introducía en a cerradura, acudió velozmente a la puerta, le arrebató de las manos la bandeja en la que traía su comida y, sin permitirle la entrada, la obligó a marcharse.

Spinne se mostró muy selectiva para comer y Adolf-Lothar, repentinamente dueño de una sensitiva percepción, le hizo tomar sólo aquello que realmente le apetecía. Para tratarse de alguien con aspecto tan delicado y endeble, estaba dotada de un apetito más que normal. Ni su juventud, ni la noche al sereno bastaban para disculpar lo que no podía tener otro calificativo que el de voracidad.

Al término de la comida, el alemán convertido en camarero-intendente, se sentía realmente exhausto. Había realizado un esfuerzo para el que no estaba entrenado. Spinne, por el contrario, estiró voluptuosamente los miembros, cerró los misteriosos ojos y se durmió apaciblemente.

Aquellas escenas, la de la alimentación y la del reparador sueño que tenía lugar a continuación, se repitieron muchas veces. Spinne parecía encontrarse satisfecha en su diván y en pocas ocasiones lo abandonaba. Únicamente un par de veces al día dejaba el cuarto y el dueño de la casa, discretamente, no la seguía. Por idéntica razón, tampoco hacía preguntas. Además sabía que no encontraría respuestas.

Así pasaron seis meses. Los dos vivían bajo el mismo techo, estaban prácticamente juntos todo el día y, aunque Adolf-Lothar ya no lograba disimular sus sentimientos, no se había tomado ni una sola libertad con su compañera de reclusión. Le había dicho que la amaba apasionadamente, recibiendo, como en todo momento, la callada por respuesta. Spinne, se limitaba a fijar en él la mirada indescifrable de sus ojos y a callar.

María no había sabido ocultar a su marida la sospecha de que en la casa, que ya no limpiaba porque le estaba prohibido, sucedía algo anormal. Suponía que el alemán había introducido una mujer en su hogar pero, ¿por qué razón lo sigilaba?

-En estos tiempos- le decía- eso ya no tiene importancia y aquí, en Foz, estamos tan adelantados como en Lugo y, si me apuras, como en Vigo. Pero, si tiene una mujer con él, ¿de qué demonios la alimenta? Estoy llevándole la misma cantidad de comida que antes.

Pronto, las sospechas de la buena María se convirtieron en certidumbre. Una tarde, al oscurecer, llegó a la casa por la parte de atrás, por el jardín. al acercarse,a través de la abierta puerta-ventana, pudo escuchar la voz del alemán que decía:

-Mira Spinne, por mucho que te hagas la tonta, sé perfectamente que has comprendido cuánto te quiero. Esto no puede seguir así.

La luz de la habitación estaba apagada y María no pudo ver a a destinataria de la queja.

No se quedó para oír la respuesta, que no habría de producirse, y se fue a paso rápido. Volvió por la parte delantera, entregó la bandeja con las provisiones y, sin comentario alguno, se marchó de nuevo.

El rumor de lo que ocurría en Villa Roheit se propagó como el fuego en un pajar. En aquella época del año, fuera de la estación veraniega, los temas ordinarios de conversación ya habían sido agotados y cualquier hecho desusado venía a romper la monotonía de la vida cotidiana. Pero la gente del lugar, lógicamente curiosa, era sumamente respetuosa con las rarezas del prójimo y nadie se atrevió a investigar.

Entretanto, en el chalet, las cosas continuaban como el día de la llegada de Spinne. Para entonces Adolf había renunciado a obtener respuestas a sus largas parrafadas. Estaba convencido de que su hermosa compañera era sorda como una tapia y muda como una tumba.

No había desistido, eso nunca, de amarla. La quería con locura, con pasión ciega y absorbente que impedía todo razonamiento sobre lo absurdo de la situación. Ni siquiera dedicaba un pensamiento al futuro. Estaba conforme con que aquello, tal como estaba, se prolongase indefinidamente.

Y, realmente, hacía bien. Nada existe que no tenga término.

Una mañana, como en tantas otras que la precedieron, el alemán entró en la biblioteca que la costumbre había convertido en dormitorio, comedor y sala de estar de Spinne, y la encontró muerta.

Adolf-Lothar experimentó un dolor inmenso; como si le atravesaran el corazón con un cuchillo de hielo. Luego, sobrevino la sensación de un vacío espantoso.

Permaneció horas arrodillado ante el diván convertido en lecho mortuorio.

Abstraído en la contemplación de aquella belleza que se había ido, sumiéndolo en la desesperación, no advertía el paso del tiempo.

Cuando, al amanecer, llegó María y no fue recibida en la puerta por el dueño de la casa, abrió con su llave y pasó adelante.

Reinaba un silencio impresionante. La esposa del pescador, curtida por las tormentas que deparaba la vida, entró decidida en la biblioteca donde suponía que podía hallarse Adolf.

La escena que se ofreció a sus ojos, resultaba desconcertante. El alemán, solo en la habitación, estaba hincado de rodillas delante del sofá. Cuando escuchó los pasos de María que se aproximaba, se puso de pie. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Con voz ronca, gritó más que dijo:

-Spinne ha muerto.

Y añadió con acento extrañamente triunfal, señalando el diván con mano temblorosa:

-Fíjate, aún está más hermosa que cuando vivía.

La estupefacta María obedeció la orden. Allí, en el sofá indicado por Adolf, sólo había una manta y, sí, ahora la veía, encima de ésta, una araña de las llamadas de jardín.

-¿Dónde está esa Spinne que dices se ha muerto? No la veo por ninguna parte.

-¿Te has quedado ciega? ¡Pobre María! Ahí está, acostada en el diván.

Luego, con el tono que los hombres emplean para hablar con los niños o con la mujer que aman, añadió dirigiéndose a Spinne:

-Mañana te compraré un nicho.

Pedro Martínez Rayón, ¡Atchis! y otros estornudos mentales

 

Letra impresa

Julio Sueca había sido un maníaco de la literatura desde que llegó al convencimiento de que no se trataba de una broma de los mayores aquello de la p con la a, pa, y la b con la e, be.

En cuanto aprendió a leer, como si deseara recuperar los nueve meses perdidos antes de ser persona, leía cuanto se le ponía a tiro. Lo suyo en relación con la letra impresa, pasaba de afición para convertirse en vicio. Se encontraba «enganchado» a una droga contra la que aún no existía cura conocida.

Leía y leía sin darse punto de reposo. Poseía una memoria excelente y las notas del colegio hubieran satisfecho a progenitores mucho más exigentes que los que le habían tocado en suerte.

Sin embargo, ambos, pero en especial el padre, veían en aquella afición del retoño un peligro para sus intenciones de incorporarlo al negocio de carnicería que regentaban en propiedad.

El hijo finalizó con brillantez el bachillerato y se llevó el gran disgusto cuando le fue negada la autorización para cursar Filosofía y Letras. Lo más que consiguió, tras discusiones sin cuento, fue que le permitieran seguir la carrera de Económicas.

Aquello, le dijeron, estaba más relacionado con el despacho de filetes y criadillas que las rarezas de Kant y otros incomprensibles investigadores del pensamiento. Al fin y al cabo, cuando ellos faltaran, él debería colocarse el mandil y situarse detrás del mostrador. Entonces reconocerían la previsión de sus amantes padres que habían elegido para él lo más conveniente.

¡Cuánto mejor era para un carnicero saber cuantas son dos y dos que conocer los entresijos de la Crítica de la razón pura!

Los sentimientos de Julio al verse contrariado en lo que más anhelaba, estaban más cerca de la desesperación que de la resignación. Pero, buen hijo ante todo, hizo de tripas corazón -algo normal en el hogar de un carnicero- y estudió Económicas con tanto ahínco como si quisiera terminarlas para olvidarlas en el plazo más breve posible.

Sus estudios no le impedían dedicar algún tiempo a la lectura y en los ratos consagrados a los libros de evasión, no a los aburridísimos de texto, encontraba el único bálsamo que podía aliviar el tedio causado por estos últimos.

Un día, empujado no sabía por qué diablillo tentador, se sentó ante una hoja de papel en blanco. Quedó embobado contemplando la impoluta blancura de la cuartilla y experimentó la necesidad de cambiarla de condición. Aquel espacio vacío de todo contenido estaba pidiéndole en silencio que lo colmara de palabras.

Así que, obedeciendo la callada súplica, comenzó a escribir. Completó la hoja y luego otras dos o tres. No tenía ni idea del contenido del artículo, relato, cuento o lo que fuera. El caso es que escribió.

Aquellas cuartillas fueron el inicio de una actividad que, con el tiempo, llegaría a competir seriamente con la lectura. Escribía con la misma facilidad con que sus padres troceaban los costillares de las reses que esperaban -naturalmente muertas- en el enorme frigorífico.

No obstante, temeroso de que los carniceros vieran con malos ojos su nueva afición, la cultivó y mantuvo en secreto.

Pasaron los años y Julio finalizó la carrera. Con el permiso paterno buscó y consiguió colocación en la Compañía de Seguros y Reaseguros La Fourmie y allí vegetó aguardando la orden de incorporación al negocio familiar.

Llegó antes la del ejército, hizo la mili, se licenció y volvió al empleo en la Fourmie. Conoció a Carmen, se hicieron novios, se enfadaron, se reconciliaron, volvieron a reñir para siempre y se casaron.

Transcurrieron  cinco años sin que la cigüeña atendiera sus repetidos y entusiastas llamamientos, de manera que cuando, dos años después de la boda, los carniceros perdieron su interés, él por el Atlético de Madrid y ella por el encaje de bolillos, al quedarse dulcemente dormidos en el interior del frigorífico cuya puerta se hizo tan sorda a sus invocaciones como la zancuda a las de la joven pareja, aún no había descendencia.

Sueca sintió la desaparición de los autores de sus días, cómo no iba a sentirla, pero, al propio tiempo, experimentó un gran alivio al pensar que la amenaza del mostrador y el mandilón, por no hablar del repugnante olor a carne muerta, se esfumaba para siempre.

Traspasó por un buen puñado de pesetas el negocio heredado, adquirió doscientas resmas de papel tamaño folio y perseveró en la escritura, la lectura, la compañía de seguros y las apelaciones a París, por este orden de preferencia.

Ante Julio se dibujaba un porvenir que podía depararle lo que siempre había formado parte de sus sueños. Primero publicar algún artículo en los periódicos, luego llegar a las revistas de gran circulación. Después, acudir a concursos y certámenes literarios de cuentos o relatos cortos. Pasar a la final, ganar alguno de ellos. Darse a conocer y, por último, atreverse con una novela.

No pretendía vivir con el producto de la pluma. Sabía que era dificilísimo. Imposible, no siendo uno de los pocos consagrados a quienes tanto respetaba y, sobre todo, envidiaba.

«Pero yo», pensaba sin atreverse a comentarlo ni con su esposa, «estoy seguro de que tengo algo que decir y de que puedo hacerlo de manera correcta y amena».

Desde que tuvo la osadía de albergar tan optimista idea, se sumió en una verdadera orgía de escritura. Emborronaba cuartillas como si estuviera poseído de un frenesí y con el abundante producto de su trabajo, bombardeaba a todos los directores de periódicos, revistas y editoriales. Presentaba algo a cuantos concursos se convocaban en territorio nacional y aún llegó a enviar varios relatos breves a Méjico, Argentina y Venezuela.

El trabajo era agotador, pero él, feliz realizando la tarea para la que creía haber nacido, no lo advertía.

Por el contrario, su esposa se notaba relegada a un segundo plano. Sentirse menospreciada por papel y bolígrafo le sentaba francamente mal. Para colmo, le gustaban los niños y la falta de risas y lloros infantiles en aquel hogar siempre silencioso, en el que el único rumor era el producido por el rasgeo del instrumento de trabajo de su marido, acabó por atacarle los nervios.

La enfermedad fue agravándose de tal modo que la llevó al extremo de llenar de improperios a su esposo. Por cualquier nimiedad montaba escenas de tal patetismo que, si Julio no hubiera sido parte integrante de la tragedia, bien podían haberle servido de inspiración para escribir un crimoso drama que cualquier compañía de teatro hubiera acogido con los brazos abiertos.

La situación no se había deteriorado tanto que hiciera imposible las reconciliaciones nocturnas y éstas solían terminar en nuevos intentos de paternidad. Lástima que sin éxito.

Julio comprendió que Carmen sufría un trauma originado por el fracaso en la búsqueda del hijo deseado e intentó varias veces, sin convencerla, de que acudieran al médico. Él creía que debían someterse a reconocimiento, hacer análisis o lo que fuera. Cualquier cosa antes que continuar de aquella manera.

Carmen, exasperada, cometió la torpeza de responder que no. Que ella estaba segura de su normalidad y que si allí había alguien que no lo era, sería él, incapaz de darle un hijo. ¡Con lo sencillo que es!, terminó llorando a moco tendido.

El aspirante a novelista trató de no tomar las cosas por la tremenda. Argumentó, habló con paciencia y ternura. Pero la mansa actitud, obtuvo como único resultado encender aún más los ánimos de Carmen y, cuando en un último intento de mostrarse civilizado y comprensivo, sugirió la idea de adoptar un niño, la esposa, después de arrancarse violentamente un puñado de cabellos, se dirigió a la habitación que Julio utilizaba como escritorio y, en medio de histéricas carcajadas, comenzó a destrozar los escritos que encontró a su alcance.

Este hecho causó más dolor al aprendiz de escritor que las injurias que Carmen acababa de lanzarle a la cara. Sentía el mismo pesar que si contemplara cómo un bárbaro asesino despedazara a sus hijos.

Hombre razonable, quiso serlo hasta el fin y se abstuvo de intervenir. Carmen, una vez que redujo a pedacitos el paciente fruto de la labor de muchos días, fue calmándose y, finalmente, se acostó.

A la mañana siguiente, Julio mantuvo una seria conversación con el doctor Martín, médico de la compañía. Le contó lo que venía sucediendo en su casa y solicitó consejo profesional.

El doctor recomendó paciencia y tacto. Aseguró que sin la voluntaria colaboración de Carmen nada podía hacerse. Insistió en que, dado que los escritos de su marido parecían encender la mecha que hacía estallar sus accesos de furor, tenía dos caminos a elegir. Dejar de escribir o hacerlo fuera de casa. Además le sugirió que, transcurridos unos días y aprovechando un momento de calma, le hablara del caso verídic0 de la esposa de un amigo, el propio doctor Martín, que había pasado por el mismo trance y, sometida a un fácil tratamiento, tuvo dos hijos. Todo se arregló con una sencilla y breve aplicación de hormonas.

Para Julio, dejar de escribir sería como negarse a respirar. Por ello, decidió emborronar cuartillas en la misma oficina -después de las horas de trabajo- o en un café o en medio de la calle, pero continuaría con su vocación cayera quien cayera y pasara lo que pasara.

No cejaría en su empeño hasta que su nombre apareciera en letra impresa y fuera conocido. Hasta que alguna noticia sobre Julio Sueca Artime, en letras bien visibles, figurara en los diarios. Para eso llevaba esforzándose y dando la lata a medio mundo literario.

A partir de la conversación con el doctor Martín, no era raro que Julio llamara a su esposa desde la oficina y, por teléfono, el invento que ha sido mayor número de veces cómplice de trampas y mentiras que ningún otro, dijera Carmen que lo sentía pero el exceso de trabajo le obligaría a llegar a casa con tres horas de retraso.

Desde aquel momento trascendental, la producción literaria de Julio aumentó en cantidad y calidad. Allí se sentía tranquilo e inspirado. Estaba solo, pues los compañeros se iban tan pronto llegaba la hora de salida. El silencio lo transportaba a un mundo de fantasía.

Por otra parte, continuaba enviando a distintos órganos de prensa y a las editoriales más conocidas todo lo que producía. En aquel aspecto se sentía satisfecho.

Las relaciones con su esposa, por el contrario, no llevaban trazas de mejorar. Cierto que ella no había vuelto a sufrir nuevos accesos de furia como el causante de la hecatombe en la tarde aciaga, pero su actitud no cambiaba. Mantenía un aire reservado y frío, dando la impresión de que deseaba conservar las distancias indefinidamente.

Una noche, cuando ya se encontraban acostados -cada uno en su cama gemela- y la luz había sido apagada, Carmen, de pronto, exclamó con voz áspera:

– Si te crees que voy a consentir meter en mi casa al hijo de Dios sabe quién, estás muy equivocado. Yo sólo quiero lo mío. Y no vuelvas a insistir en ello.

Julio dejo pasar unos instantes en silencio. Luego, hablando suavemente, dijo:

– Hay otra solución; y no añadió nada más.

Pasaron más de diez minutos antes de que Carmen replicara con desgarro:

– Será alguna estupidez; como si lo viera. Tú, con todas tus novelerías y literatura barata, estás siempre en las nubes. Más te valiera ser más hombre y escribir menos. Es completamente imposible que me dejes en estado con el bolígrafo. Aunque, la verdad, algunas veces pienso que me resultaría más útil.

«Mejor será que me calle», pensó apesadumbrado Julio. «Si comienza con estas barbaridades, Dios sabe como vamos a terminar».

Se produjo otra larga pausa antes de que Carmen, al no obtener respuesta a su exhibición de mal gusto, insistiera:

– ¿Vas a decir cuál es la otra solución o piensas dármela a conocer por escrito?

Julio contó mentalmente hasta cien y luego pasó a exponer el caso de la esposa del doctor Martín. Cuando finalizó, su compañera de habitación afirmó categóricamente:

– Hormonas, ¿eh? Tú lo que quieres es que me salga bigote.

Después de esta salida de tono, se hizo el silencio y, poco más tarde, la respiración acompasada de ambos contendientes invitaba a suponer que dormían. Pero no es cierto. Julio pensaba cómo enfocar el argumento de un relato cuyos personajes rondaban por su cerebro desde hacía algún tiempo negándose obstinadamente a permanecer estáticos ni un segundo, con lo que resultaba imposible enterarse de sus rasgos físicos y, mucho menos, de su modo de ser.

Carmen tampoco dormía. En su pobre cabeza se apelotonaban las imágenes de niños pequeños y parlanchines que, en interminable procesión, desfilaban ante ella llamándola mamá.

Antes de conciliar el sueño, se prometió que cuantos escritos de Julio cayeran en su poder irían a parar a la basura, lugar al que pertenecían por derecho propio.

A la mañana siguiente, Carmen, febrilmente, procedió a un minucioso registro del piso. No encontró absolutamente nada. Julio, temeroso de otra nueva purga, había trasladado a la oficina todo lo que no pereció en el arrebato destructor que tanto dolor le causó fechas antes.

Entre los papeles desaparecidos quizás se encontrara el que podía haberse convertido en la llave imprescindible para abrir la puerta que lleva a la fama. Podía haberse desvanecido la oportunidad del primer aldabonazo destinado a llamar la atención de la opinión pública.

Había que continuar sin desmayos; constancia y fe en sus posibilidades era lo único que precisaba. Estaba completamente seguro de que algún día…

Cuando aquella mañana, Carmen descendió al portal para salir de compras, abrió el buzón y retiró el correo. Como casi siempre, abundaban los folletos publicitarios; ofertas de gangas que, de ser ciertas, llevarían a la más abyecta ruina a sus anunciantes. Una carta de su madre informando que el reuma atacaba sin piedad. Y, cosa insólita, una misiva en cuyo sobre figuraba el membrete de La Voz de Galicia.

A la vista del hallazgo, olvidó lo que tenía que hacer en la calle. Apresuradamente volvió a ascender las escaleras y, encerrándose en el piso con llave y cerrojo, como si temiera la repentina llegada de su marido, desgarró de un tirón el inofensivo papel.

Comprobó, incrédula al principio y rindiéndose a la evidencia después, que el director del diario felicitaba a Julio por el acertado enfoque con que trataba las cuestiones que tocaba e, incluso, llegaba a calificar de admirable su estilo. Terminaba ofreciéndole una colaboración fija para la que el propio Julio encontraría, sin duda, el título apropiado.

La ira sentida por Carmen, que amenazaba ahogarla, constituía una prueba más del desvarío que ponía en peligro su débil razón.

Si su esposo llegaba a enterarse del contenido de aquella invitación, se convertiría en una persona auténticamente insufrible. Llegaría a aislarse aún más profundamente en el mundo aparte que había ido construyendo para él solo.

El orgullo, ante la realización de los sueños alimentados desde la niñez, harían de él otro hombre distinto. Y ella no deseaba otro hombre. Quería aquél. Bueno, quería, amaba a aquél precisamente, pero desligado de sus afanes literarios.

La confusión mental que experimentaba no le permitía percibir la contradicción. No comprendía que privar a Julio de la posibilidad de escribir era transformarlo en otro ser diferente. Deseaba desvincularlo de la literatura sin mudarlo en alguien distinto. Y aquello no era factible.

Repentinamente, tomó una decisión que puso en práctica sin tardanza. Hizo pedazos carta y sobre. Luego prendió fuego a los trozos y aventó las cenizas con meticulosidad. Nunca contribuiría a que su marido convirtiese en realidad sus ilusiones.

Pocos días después de haber llevado a cabo aquel acto indigno, achacable únicamente a su falta de lucidez mental, Carmen recibió una llamada telefónica desde la oficina de su esposo.

Hablaba el director de la delegación de La Fourme que, con sumo tacto y tras numerosos e interminables rodeos, confesó que Julio se encontraba mal. Había sufrido un ataque. Sí, para qué engañarla; la cosa parecía fea. El doctor Martín lo atendía y estaba haciendo cuanto podía. Nuevos circunloquios y, finalmente, extrañado de la serenidad con que la esposa acogía la penosa noticia, afirmó que el enfermo ya no podía empeorar. Había dejado de existir.

Los compañeros de trabajo y la dirección de la empresa ordenaron la inserción de sendas esquelas en dos de los diarios de mayor tirada de la provincia.

Por fin, Julio había logrado que el sueño que presidió toda su existencia se convirtiera en realidad.

Su nombre había aparecido en la prensa. Dos diarios se hicieron eco de sus últimas andanzas. Y con letras bien gordas. ¡En negrita!

Diario de Emerenciana. Fragmentos

… Las mujeres de mi familia siempre se han casado pronto. A los diecisiete.

Cuando cumplí los quince años, mi madre tenía treinta y tres, mi abuela cincuenta y uno, mi bisabuela sesenta y nueve y mi tatarabuela ochenta y siete.

Ninguna de estas señoras tuvo la suficiente cachaza para aguardar tan importante evento sin calentarse los cascos y, desde un trienio antes, me importunaban incesantemente con aburridas charlas acerca de la capital misión de traer hijos al mundo.

Mucho me llamó la atención el hecho de que ninguna de ellas me diera la más ligera pista sobre la manera de llevar a cabo tan trascendental tarea.

Mi tatarabuela era, con mucho, la más pesada de todas. Me traía frita. A pesar de su avanzada edad y de verse obligada a utilizar un bastón como apoyo en sus vacilantes desplazamientos, me perseguía implacablemente recordándome con voz cascada que se acercaba el momento.

-Emerencianita, hija, (no sé por qué me llamaba hija sabiendo perfectamente que yo era su tataranieta), pronto serás una joven casadera  debes ir preparándote para hacer frente a tus obligaciones.

Yo no respondía palabra pero, en mi interior, se agitaba un torrente de rebeldía.

«Qué obligaciones ni qué ocho cuartos. No siento el menor deseo de casarme para tener que aguantar a algún mamarracho con bigotes».

… Mi tatarabuela, q.e.p.d., el detalle de estar bautizada con el hermoso nombre de Marta no impidió que se fuera al otro barrio cuando le llegó su hora, poseía una voluntad de hierro y decidió, tan pronto como me desprendieron del cordón umbilical, que me llamaría Emerenciana. El resto de la familia, más por cubrir el expediente que por otra cosa, se opuso. Sabían perfectamente que estaban derrotados de antemano y que, si no me moría pronto, toda mi vida arrastraría aquel baldón.

Yo, entonces, era muy poquita cosa. Estaba inerme y, encima, no me enteré de nada hasta que fue demasiado tarde.

Poco a poco, fui haciéndome cargo de lo que significaba levantarse en el cole y, entre las risas crueles de mis condiscípulos, responder «presente» o «servidora» cuando al pasar lista se mencionaba el ridículo patronímico. Era algo espantoso que me dejaba hecha unos zorros todos los días.

Yo intentaba ser conocida únicamente por la última sílaba, es decir Ana, pero en vano. ¡Vaya usted a privar al prójimo del inefable placer de tomar el pero a un semejante indefenso!

A punto de reventar de indignación y pena, decidí exigir responsabilidades o, al menos, una explicación.

Mi madre, a la que me dirigí, entre respetuosa y descortés, en demanda de la aclaración pertinente, se sirvió de la tatarabuela como Pilatos de la pastilla de jabón (o lo que se usara entonces). Me dijo que había sido cosa de su bisabuela y, a guisa de disculpa, añadió que yo ya sabía como era ella.

Como por aquellas fechas mi tatarabuela Marta aún disfrutaba de permiso en este valle de lágrimas, fui a verla. La cosa no exigió ningún derroche de energías pues residía en el piso de abajo.

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