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Chatarra para los Midas

CAPITULO I

Aquel montón de harapos, yacente sobre el inmundo camastro, ocultaba el cuerpo sin vida de la que había sido su madre. La idea de que nunca más volvería a escuchar su voz imperiosa vomitando soeces improperios resultaba increíble, casi grotesca.

Cuando Ramón regresó acompañado del médico -al que había ido a buscar precipitadamente-, Regina estaba más allá de cualquiera de los remedios que la ciencia dispensa en casos similares.

“Ya empieza otra vez este condenado dolor” había exclamado asiendo con la mano derecha el antebrazo izquierdo.

No volvió a pronunciar palabra hasta que, ya tumbada en el que había de ser su lecho de muerte, detuvo con un ademán a Ramón que salía en busca de ayuda y, señalándole con un sucísimo dedo índice, balbuceó: “Cuida a mi hijo o volveré para tirarte de las orejas”.

Después, momentos antes de la llegada del doctor, sufrió una convulsión, emitió un sonido semejante al gorgoteo de un desagüe y se quedó yerta.

El galeno no se anduvo por las ramas:

— Se lo había pronosticado muchas veces -comentó ácidamente-. Bebía como una esponja y el corazón aguantó hasta el límite de sus posibilidades -añadió ocultando el rostro de la extinta con el extremo de la manta hecha jirones.

Y, con un doble palmoteo en el hombro del hijo que contemplaba desorientado la escena, se fue.

El chico, acababa de cumplir los trece años, salió de la miserable barraca de tablas y trozos de bidón que había sido su único hogar desde que había nacido. Era la primera vez que se encontraba frente a frente con el misterioso hecho de la muerte.

Como un autómata, fue a sentarse cerca de la puerta, sobre un montón de hierros. Allí, sin pensar en nada, con la mente absolutamente en blanco, permaneció inmóvil hasta que Ramón acudió a su lado.

— Voy a llamar a don Froilán. ¿Te quedas o vienes conmigo? Es cosa de un momento.

— Me quedo -se limitó a responder el muchacho con la vista clavada en los desordenados montones de desechos metálicos.

El sonido de los pasos del que, por expreso deseo de su madre, iba a ser su mentor de allí en adelante, pareció sacarlo del vacío en que se encontraba. En su cerebro confuso fueron surgiendo detalles olvidados de su vida al lado de aquella mujer tan pletórica de desconcertantes particularidades que, incluso a su corta edad, habían resultado chocantes.

Cuando el hijo despertaba, la madre ya no se hallaba en la chabola. Antes del amanecer, se levantaba y se lanzaba a la calle arrastrando el decrépito y pesado carromato en el que, pacientemente, iría depositando la miscelánea de botellas, cartones e inservibles trozos de metal abandonada ante los portales de la ciudad en espera de los camiones de la basura.

Tirando y empujando como una caballería, recorría un largo itinerario que finalizaba hacia las nueve y media o las diez. Antes, se detenía tres o cuatro veces en alguna de las modestas tascas que pueblan toda ciudad industrial y en cada una de ellas apuraba glotonamente un doble de orujo.

A la vuelta, cerca ya del descampado donde tenía instalada casa y negocio, adquiría una frasca de vino tinto que colocaba con grandes precauciones en lo alto del carro, siempre bien protegida entre papeles y embalajes de cartón.

Al llegar, ocultaba con celo el enorme recipiente bajo un banco de madera cojitranco y remendado, vaciaba el contenido del carro en el único lugar despejado, en el centro de aquel cementerio de trastos inútiles y, con ayuda de Ramón, iba trasladando cada objeto al montón en que se reuniría con otros de su misma o parecida especie.

Para entonces él, Regino, ya estaba en pie; había desayunado lo que el omnipresente Ramón le hubiera dispuesto. Después, dando patadas a cuantas piedras se le ponían delante, se encaminaba a la iglesia de la Encarnación en la que prestaba sus servicios como monaguillo. A cambio de éstos, don Froilán, el coadjutor, le enseñaba a leer, escribir y las cuatro reglas.

Cuando volvía a casa, Regino advertía en su madre los primeros síntomas de una embriaguez que iría in crescendo a medida que avanzaba el día hasta alcanzar el punto cenital a media tarde. Sin embargo, en ningún momento, en el transcurso de las frecuentes negociaciones de compraventa o trueque pues a las tres actividades se dedicaba, pudo percatarse de que cometiese fallo alguno. Regina, en medio de las brumas alcohólicas que la envolvían, actuaba con serenidad y astucia mercantiles dignas del más flemático mercachifle.

Más de una vez, cerrado el último trato del día, Regina hubo de ser transportada en volandas hasta su jergón, desde el suelo al que había ido a parar parcialmente consciente.

Entre Regino y Ramón arrastraban la montaña de carne en que el paso de los años y, sobre todo, las continuas libaciones habían convertido a aquella mujer que se dejaba conducir entre un diluvio de frases groseras. Al derrumbarse como un saco de piedras sobre el lecho, continuaba murmurando palabrotas hasta que durmiéndose profundamente, iniciaba el concierto de ronquidos que había de durar toda la noche.

Resultaba inimaginable que la naturaleza, hasta entonces generosa, hubiera decidido de pronto mostrarse definitivamente tacaña, retirando su apoyo y permitiendo que Regina se transformase en el inmóvil bulto cubierto por la sucia manta.

Regino era aún excesivamente joven para comprender nada de esto, pero aunque no fuese así, tampoco hubiera podido entender las razones que habían impulsado a su madre a abandonarse de tal manera.

Quienes la conocieron hacía veinte años, aún se hacían lenguas de su excelente figura, de su hermoso rostro y buen carácter. Un día, sin explicación aparente, comenzó a dar señales de una ligereza de cascos inexistente hasta entonces. Se fue a vivir sola, abandonando a sus padres, dejándose acompañar por individuos de dudosa reputación, cuando no de pésimos antecedentes.

Pasó algún tiempo; de pronto, desapareció de la pequeña ciudad donde habitaba, reapareciendo al cabo de tres años con un niño de dos. Se trataba de su hijo Regino, a quien había registrado con su mismo apellido.

Casi recién vuelta, inició sus actividades como trapera, estableciéndose en las afueras. A partir de entonces, el deterioro había sido constante y las pocas personas que, en los primeros momentos, intentaron realizar con ella una labor de redención, fueron cansándose ante la inutilidad de sus esfuerzos y Regina fue abandonada a su suerte.

Luego surgió Ramón. Nadie sabía de dónde procedía. Era un hombre extraño, de muy pocas palabras y edad indefinida que pasó a ocupar un lugar importante en la vida de Regina; importante, pero subordinado. Trabajaba y bebía tanto como ella, aunque estaba claro que en los asuntos económicos carecía de voz y voto. Debía poseer una formidable resistencia pues jamás se le había visto ebrio. Hablaba con voz reposada y palabras educadas, demostrando a Regino un inmenso cariño, si bien la madre había dejado bien claro que el caso no era de paternidad oculta.

Las pisadas de don Froilán y Ramón apartaron al chico de su ensimismamiento y, obedeciendo a una muda señal del cura, siguió a los dos hombres al interior de la choza.

Allí, a la vacilante luz de una vela que fue encendida -la electricidad representaba un lujo desconocido en el chamizo-, el sacerdote recitó el oficio de difuntos, ungió la frente de Regina con los santos óleos y anunció en tono sepulcral, como si temiera despertar a la que había pasado a mejor vida, que los funerales se celebrarían a las diez de la mañana siguiente y, al finalizar éstos, se procedería al enterramiento. Luego, ya en la puerta, dedicó unas palabras afectuosas al huérfano y se fue caminando a grandes trancos.

Aquella noche Ramón y Regino velaron el cadáver en completo silencio. Sentados en el camastro del muchacho, arropados con viejas mantas, dejaron transcurrir el tiempo sin cruzar palabra. De madrugada, Ramón se puso en pie, encendió la lumbre y preparó café. Entregó un humeante tazón a Regino y se sirvió otro para sí mismo.

— Anda, bébetelo bien caliente. Hoy será un día de prueba -dijo pausado.

El acto religioso, al que solamente acudieron el hombre y el chico -y, por supuesto, media docena de viejas siempre presentes en esta clase de solemnidades-, fue el deprimente anticipo del entierro.

Regino experimentó la extraña impresión de que, desde el exterior de su propio cuerpo, observaba cómo asistía al sepelio de su madre. Vagamente, percibió una sensación de desdoblamiento que le permitía ser a la vez testigo y parte, en ambos papeles con absoluta indiferencia.

El raro estado de ánimo que protagonizaba por primera vez, y del que no era por completo consciente, desapareció bruscamente cuando se escuchó el sonido producido por la tierra al golpear el modesto féretro de pino.

Entonces dejó de ser testigo pasando a ser únicamente parte interesada que alcanzaba a entender, en toda su plenitud, el significado de lo que estaba sucediendo.

En los años que siguieron, Ramón continuó atendiendo el miserable negocio de Regina y cuidando de Regino con igual generosidad que si ambos, chatarrería y muchacho, le pertenecieran.

La existencia de Regino experimentó muy pocos cambios. Prosiguió prestando sus servicios en la iglesia de don Froilán y recibiendo, como pago, instrucción. Se había aficionado a la lectura y aprovechaba las muchas horas libres que sus escasas obligaciones le otorgaban, y el sacerdote sabía que si su pupilo no estaba en el templo lo encontraría en la surtida biblioteca del centro parroquial anexo.

Allí, paseando la ávida mirada sobre un libro cualquiera, con los dedos de la mano izquierda revolviendo inquieta los rojizos cabellos, pasaba las jornadas Regino. Don Froilán había intentado poner un poco de armonía en el desordenado afán de lectura. Trataba de que ésta se fuese realizando con método, pero todo fue inútil. Aquel muchacho devoraba letra impresa como su madre había ingerido vino. Sin tasa ni medida.

“Esperemos que su vicio no resulte tan funesto como fue el suyo para Regina”, se acongojaba el eclesiástico recordando que el señor obispo le había sermoneado, sin acritud pero repetidamente, por la liberalidad con que habían sido aprovisionados los anaqueles de la biblioteca.

— El día menos pensado, Froilán, vas a ser testigo de una gresca monumental. ¡Mira que encerrar en la misma habitación a Santa Teresa de Jesús, Fray Luis de León, los cuatro evangelistas, Marx, Engels, Nietzsche, Schopenhauer, Zola y otros parecidos! Estás completamente loco y si, entre todos ellos, te incendian la iglesia y el centro, no recurras al obispado; llama al parque de bomberos.

Pero don Froilán hacía oídos sordos, sonreía con beatitud y, mendigando aquí y sableando allá, continuaba enriqueciendo su colección de libros.

La actitud de Regino le preocupaba y halagaba al mismo tiempo. No estaba habituado a que sus feligreses manifestaran aquella sed de cultura y, por estas razones, ya había advertido al recalcitrante y jovencísimo usuario sobre el riesgo que una desorganizada campaña de lectura podría hacerle correr. Le había confeccionado varias listas en las que, de manera racional, figuraba un amplio abanico de títulos y autores. Y todo, para nada. A los tres o cuatro días encontraba a su protegido absorto en un libro y, a su pregunta ¿qué lees?, repetida tres o cuatro veces, pues el destinatario de la misma estaba como ausente y nada oía, recibía la respuesta de:

— Crítica de la razón pura, de Kant.

— Pero, ¿entiendes algo de eso?

Y Regino, sin alzar la vista de las páginas que para don Froilán constituían un verdadero galimatías, contestaba:

— Más o menos.

Ante tamaña serenidad de espíritu, tozudez o inconsciencia, el ministro del Señor hubo de ceder. Dejó de inmiscuirse en las lecturas del monaguillo y éste, desde aquel momento hasta que se vio obligado a atender la inaplazable llamada del ejército que lo conminaba a prestar el servicio militar, paseó sus ojos insaciables sobre casi todas las existencias literarias del buen cura.

La mili, que para tantos jóvenes viene a ser una lamentable pérdida de tiempo, supuso para el recluta -pasado el período de instrucción‑ una época de auténtica felicidad.

Tan pronto como se reincorporó al acuartelamiento, de vuelta del campamento, uno de los sargentos preguntó a voz en cuello ante la formación:

— ¿A quién le gusta la literatura?

Regino había oído comentar que el sistema más seguro de ser destinado al servicio de cocina, al de letrinas o, en general, a cualquier otro no ambicionado por nadie en sus cabales, era responder a preguntas de aquel género.

Sin embargo, algo más fuerte que su sentido común le obligó a contestar poniéndose tieso como un huso.

— A mí, mi sargento.

La orden recibida del suboficial lo llenó de pasmo.

— Sube al despacho del Comandante Mayor y preséntate a él mismo. Dile que eres el “literato”.

El alarmado soldado -había jurado bandera dejando con ello de ser un despreciable quintorro-, subió velozmente al despacho indicado y fue inmediatamente pasado a presencia del Mayor.

La entrevista fue muy breve. El comandante se limitó a decirle:

— En vista de que te agrada la literatura, a menos que tengas alergia a las estrellas de ocho puntas, desde este momento pasas a ser mi ordenanza. Te voy a encomendar una tarea que te agradará. ¿Conoces la ciudad?

— Muy poco, mi comandante. Sólo estuve en La Laguna un par de veces.

— Bien; toma esta tarjeta. Vete a mi domicilio; preguntando se va a Roma. Le dices a mi madre quién eres. A propósito, ¿cómo te llamas?

— Me llamo Regino Midas Midas, mi comandante.

Al escuchar aquellas palabras, el militar abrió unos ojos como platos.

— ¿Cómo has dicho?

— Regino Midas Midas.

— Es curiosísimo. Midas por partida doble; y encima con Regino delante. ¿Has oído hablar de la leyenda del Rey Midas?

— No, mi comandante. Lo siento.

— Bueno, ya te la contaré en otra ocasión. Ahora vete a mi casa y espérame allí; llegaré enseguida. Ah, dile al sargento de Mayoría que te cubra un pase de pernocta y que me lo traiga a la firma. Andando.

— Sí, mi comandante. A sus órdenes.

Con el pase de pernocta en el bolsillo, Regino, alegre como unas castañuelas, buscó y encontró rápidamente la casa donde vivía su jefe. No estaba muy lejos del cuartel, pero aunque lo hubiese estado, no se hubiera enterado de que hacía un calor infernal. Era un mediodía del mes de julio y las islas Canarias no se encontraban entre los lugares más recomendados para tomar el fresco.

En aquella oportunidad, por lo menos, los lúgubres vaticinios de los veteranos no se habían cumplido. El pase de pernocta garantizaba la exclusión del dormitorio cuartelero que reunía todas las desventajas de la colectivización sin disponer de las oportunidades favorables que aquélla pudiera encerrar.

Por otra parte, no era lógico pensar que el comandante precisara de un ordenanza sólo y exclusivamente para que le pelase las patatas destinadas al consumo de su hogar particular o para proceder al desatascado de los servicios higiénicos. Y, en todo caso, por muchas patatas que se consumieran en la casa, nunca serían tantas como las ingeridas a diario por un regimiento. En cuanto a la comparación entre los índices de utilización de las letrinas comunitarias militares y del pudibundo W.C. de la morada del Mayor, era claramente inimaginable.

Pero, entonces, ¿por qué la preferencia hacia un soldado amante de la literatura?

Regino deseó fervientemente que si en la inesperada predilección se encontraba el clásico gato encerrado, perteneciera a una desconocida especie desprovista de uñas.

Pero cuando, con mano que en vano trataba de hacer firme, oprimió el timbre de la puerta de aquella casa -que únicamente Dios sabía qué peligros ocultaba-, sus temores se desvanecieron como por ensalmo.

La viejecita de aspecto amable e inofensivo que acudió a la llamada, debía ser incapaz de albergar, ni siquiera consentir, la menor intención dudosa contra el prójimo, aunque éste estuviera representado por un tímido soldado.

— Buenos días, señora. Soy Regino, el nuevo ordenanza del Comandante Mayor.

— Sí, hijo. Te esperaba. Mi hijo nos avisó por teléfono. Pero, pasa, pasa; no te quedes ahí.

La madre del comandante precedió al flamante ordenanza por un largo pasillo y lo introdujo en una habitación de grandes dimensiones, el centro de la cual estaba ocupado por un enorme montón de embalajes de cartón que aún no habían sido abiertos. Había tantos, que para andar de un lado a otro era preciso bordearlos dando rodeos.

Aquella especie de almacén le recordó a Regino la chatarrería de su difunta madre.

La viejecita, una señora de alrededor de ochenta años que aún caminaba con firmeza y lucía los cabellos más blancos y luminosos que el soldado había contemplado nunca, le ordenó que tomara asiento sobre uno de los cajones y, al advertir las vacilaciones del nuevo miembro de la casa, añadió:

— No tengas reparos; yo he estado sentada toda la mañana y me agrada moverme de acá para allá. Pero, cuéntame, ¿de dónde eres?

— Soy asturiano, de Oviedo.

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Dos orillas para un sueño

INTRODUCCIÓN

Una noche, escuchando la radio, oí la noticia de que durante la jornada anterior había sido detenido un total de ochenta y seis inmigrantes ilegales, la mayoría procedentes de Marruecos. Los arrestos se habían producido en las costas de Cádiz y Almería.

A la mañana siguiente, soleada y con agradable temperatura, decidí dar un paseo por el parque. Un poco de ejercicio y aire puro no me vendrían mal.

A mediodía, cansado de deambular bajo los árboles, tomé asiento en uno de los bancos alejados del bullicio y fuera del alcance de los ruidosos e inquietos chavales. Poco después, cuando me encontraba a punto de sucumbir a la placentera somnolencia propiciada por el pacífico ambiente y la tibia brisa otoñal, se me aproximó un hombre de prominente nariz aquilina, pobladas cejas y piel renegrida. Alto y delgadísimo, vestía una amplia zamarra de color indefinido y unos pantalones cuyas estrechas perneras apenas alcanzaban a cubrirle las canillas.

En la cabeza, medio ocultando las orejas, llevaba un gorro de lana de varios colores. Calzaba unas playeras enormes, de un blanco deslumbrante, totalmente nuevas, que contrastaban poderosamente con el resto de su ajado atuendo.

Cuando estuvo ante mí se detuvo y, con un elocuente ademán, pidió permiso para sentarse.

Con una cabezada afirmativa accedí a lo que solicitaba pero, pareciéndome poco cortés mi gesto, amplié la autorización diciendo:

– Siéntese; hay bastante sitio para los dos.

El joven, la distancia que nos separaba en aquel momento me permitía calcularle una edad no superior a los veinticinco años, se sentó haciéndolo como si temiera romperse en trozos. Luego me miró y, con media sonrisa y un acento inconfundiblemente marroquí, dijo:

– En muchas ocasiones no es cuestión de sitio.

– No le entiendo -respondí a sabiendas de que mentía.

– Quiero decir que hay personas que no desean tener a su lado un “maldito moro” como yo.

– Es cierto, y esa actitud me parece una auténtica necedad.-Luego, tras una breve pausa, añadí- quizás me equivoque, pero tengo la impresión de que comprende usted mi lengua a la perfección.

– Es verdad. He tenido la suerte de que allá en mi país, Marruecos, siendo niño pude estudiarla. Mi madre estuvo en España varios años y a su vuelta -que se produjo de forma involuntaria- me enseñó el idioma. Ya sé que no lo empleo correctamente, pero me las arreglo para hacerme entender.

– Sí, sí. Se maneja usted muy bien. Ya quisiera yo hablar así el árabe. Y ¿cómo se las ingenia para salir adelante? Quiero decir ¿a qué se dedica usted? Espero que no tome a mal mis preguntas.

– No me molesta usted; y comprendo su curiosidad. Pues voy viviendo de milagro. Tan pronto vendo alfombras, como baratijas de cuero y alambre que yo mismo fabrico. Algunas veces vendo pañuelos de papel en los semáforos, otras descargo camiones. A primeros de mes suelen darme trabajo en un garaje; como lavacoches. Cualquier cosa es mejor que lo que hacía en mi tierra, en Tinerhir, al pie del Atlas. Allí cuidaba ovejas y cabras, hasta que me harté y me fui. Como mi padre y, antes, como mi abuelo. Es una historia, mejor dicho, son tres historias muy largas y aburridas que le dormirían de pie. Las tres están basadas en el deseo de prosperar, de huir de la miseria.

El marroquí permaneció en silencio unos instantes, luego, con la mirada perdida en el cielo azul en el que navegaban algunas nubecillas de un blanco algodonoso, volvió a tomar la palabra:

– Sí, a pesar de la inseguridad en que me encuentro, sin documentación, permiso de trabajo o residencia, prefiero esto. Cuando pienso que en cualquier momento pueden ponerme en la frontera…

– ¿Y no hay forma de regularizar su situación?

– Es posible que la haya, pero yo no la encuentro. He dado más vueltas que una noria y no consigo nada. He estado en un montón de organismos. En todos ellos me dan buenas palabras, pero sólo eso, palabras. Terminaré como mi abuelo y mi padre.

– ¿Qué les ha pasado?

– Lo peor. Un día les metieron en un barco, les hicieron cruzar el Estrecho y, de nuevo, a cuidar cabras. En fin, todo esto debe cansarle una barbaridad. Perdone que le haya dado la lata sin ninguna consideración.

– Está usted equivocado. Cuanto me está contando me interesa. Quisiera que siguiera relatándome cosas de su familia, de su vida allá en África y, de manera especial, de sus andanzas en España. Precisamente, desde hace algún tiempo, me ronda por el cerebro la idea de escribir algo sobre ustedes; algo que dé a conocer los motivos que les impulsan a abandonar su tierra, a lanzarse al mar en auténticos cascarones -las famosas pateras- y, en muchos casos, aunque no sea precisamente el suyo, venir a un país del que no conocen la lengua y donde, usted mismo lo ha confesado, se les acoge de mala manera y se les trata como apestados. No me está usted molestando lo más mínimo. Por el contrario, me gustaría mucho que continuase usted hablando.

– Pues por mi parte, no existe ningún inconveniente. Creo que en las historias de mi abuelo, mi padre y en la mía propia hay material no sólo para escribir un libro sino para varios.

– Entonces, si le parece bien, como sería imposible que me contase todos sus recuerdos en unas horas y será tarea para varios días, incluso semanas, podría venir a mi casa y allí, con calma, reanudar su relato. Si no tiene inconveniente, podría hacerlo ante una grabadora, sin prisa.

– Si lo que voy a contarle sirve para ayudar a alguno de mis compatriotas que vienen a ciegas, creyendo que van a encontrar el paraíso y una vida fácil y cómoda… Antes le he dicho que cualquier cosa es preferible a la existencia de privaciones que llevamos allá; aquí, sólo hay algo casi imposible de resistir: me refiero a la actitud despectiva con que nos tratan algunas personas. Hay que tener una pelleja muy dura para no padecer por ello. Y si únicamente fuese un sufrimiento mental… no, no quiero decir eso. Me refiero a que si el dolor se produjese sólo en el cerebro… Lo malo es que ese malestar en el espíritu, esa sensación de estar de más, de sobrar y estorbar, en ciertos casos va acompañado de dolor físico ya que no son raras las palizas y aún peor, las ejecuciones. Algunas veces la mayor o menor oscuridad de la piel puede representar la diferencia entre la condena o la absolución. Si insiste usted y quiere seguir adelante con el conocimiento de las peripecias de mi familia, verá como yo mismo he corrido aventuras para hartar al más atrevido.

– Es usted quien tiene que decidir si quiere continuar contándome su vida y la de su gente.

– Yo ya he resuelto hacerlo, así que no falta más que usted disponga cuándo y dónde empezamos.

– De acuerdo; entonces, dentro de veinticuatro horas en mi casa, ahora le daré una tarjeta. Si le va bien por la tarde, a partir de las seis. Tendré preparada la grabadora y un buen surtido de cintas.

– Me va muy bien esa hora. Mañana tengo un par de cosas que hacer a mediodía.

– Ah, antes de que lo olvide. Ya nos pondremos de acuerdo para fijar la cantidad que cobrará diariamente por su colaboración. No puedo consentir que trabaje usted gratis y encima que pierda la oportunidad de ganar algún dinero en otro sitio. Le vendrá bien. Sobre esto no admito discusiones.

– No habrá discusión. Mentiría si le dijera que no lo necesito. Así que encantado. Mañana no faltaré… a menos que me detengan antes.

El marroquí tomó la tarjeta de visita que le ofrecí, la guardó en uno de los numerosos bolsillos de la zamarra, dudó unos instantes y me alargó la mano que yo estreché. Luego se alejó con paso cansino. Entonces me di cuenta de un detalle que me había pasado inadvertido a su llegada. Cojeaba, casi imperceptiblemente, pero cojeaba. Al darme cuenta de aquella circunstancia, mi fantasía, casi siempre a punto de ebullición, se disparó. ¿Había quedado lisiado como consecuencia de alguna de aquellas aventuras por el momento sólo sugeridas? Entonces recordé que al día siguiente tendría a mi disposición un cúmulo de datos que me permitirían el lujo de dejar de lado suposiciones, hipótesis y conjeturas. Conocería de primera mano hechos reales, lo que eliminaba los riesgos que se corren cuando uno escribe sobre algo basado en meras sospechas.

Poco después de la marcha de mi banco de datos ambulante, yo también me fui. Ardía en deseos de preparar el escenario donde esperaba iniciar la labor que me posibilitaría la introducción en el mundo de aquellos seres desgraciados que no sólo se jugaban la vida atravesando el Estrecho sobre un inseguro montón de tablas, sino que, de conseguir tocar tierra en la costa española y eludir la vigilancia de las autoridades, comenzaban una existencia llena de sobresaltos, vacía de afectos, en un mundo nuevo y hostil, aislados por el desconocimiento del idioma y los injustos prejuicios.

Cuando llegué a casa, antes de almorzar, pasé revista al material que iba a utilizar. Todo estaba en orden. Luego, con calma, tomaría nota de un montón de preguntas que deseaba ir formulando. Ya que tenía la oportunidad de documentarme a fondo, no podía desaprovechar la ocasión olvidando alguna cuestión que, más tarde, podría tener una importancia fundamental.

Al día siguiente, a las seis de la tarde, sonó el timbre de la puerta y respiré aliviado. Hasta aquel momento la duda de que mi Scheherazade masculino hubiese olvidado la cita o, peor aún, que hubiese sido detenido y deportado, me había estado atormentando. En cambio, tan pronto como escuché el repiqueteo del llamador, tuve la certeza de que el marroquí, cuyo nombre todavía ignoraba, había llegado.

Abrí la puerta y, efectivamente, allí estaba. En el umbral de mi piso aún me pareció más alto y flaco que bajo los árboles del parque. Semejaba una reencarnación de don Quijote, más joven, sin barba y con playeras.

– Buenas tardes -dijo restregándose concienzudamente las suelas del calzado contra el felpudo.- ¿Es buena hora? -añadió.

– Excelente. Pase y sígame -respondí dirigiéndome a la habitación que en mi fuero interno, y a causa del extraordinario desorden reinante, denominaba “sala del rompecabezas”. Allí, además de un montón impresionante de libros -alrededor de cuatro mil- colocados de cualquier manera, sin orden ni concierto, en las estanterías que iban del suelo al techo, disponía de una mesa escritorio siempre rebosante de papeles, una silla, dos confortables sillones y una mesita auxiliar con una ociosa máquina de escribir que jamás utilizaba.

– Siéntese, pero antes quítese la zamarra; estará más cómodo.

– Si no le importa, la dejaré puesta. En España siempre tengo frío.

– Como usted quiera. Y ahora, antes de empezar, vamos a ver si está conforme con lo que he pensado con respecto a nuestro acuerdo económico. ¿Qué le parecen… pesetas?- aquí mencioné la cantidad diaria que estaba dispuesto a entregarle como compensación por sus molestias y el ejercicio de sus facultades memorísticas.

– Es usted muy generoso. Mi único temor es que mis recuerdos y lo que puedo contarle de mi familia no tengan tanto valor.

– No se preocupe por eso. En cuanto al método que vamos a seguir, será muy sencillo; simplemente comenzará a contarme la vida de su abuelo. Cuando haya agotado el tema, seguirá con la de su padre y, finalmente, con la de usted. Por cierto, ¿cuál es su nombre?

– Me llamo Hassan, mi padre Mohammed y mi abuelo Ibrahim.

– Muy bien. Entonces, empezaremos por la biografía de su abuelo Ibrahim. Voy a poner en marcha la grabadora pero usted hable como si el aparato no estuviera en esta habitación.

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Pedro Martínez Rayón. Novela Dos orillas para un sueño. Oviedo, 1995

1979: Atraco

INTRODUCCION

Han transcurrido once largos años desde aquel lejano 9 de julio de 1979 en el cual tuvieron lugar la mayor parte de los hechos que narro a continuación.

Intencionadamente escribo «la mayor parte de los hechos», porque la autenticidad de todos los relatados no ha podido ser verificada. En su día, cuando traté de mantener una entrevista con los responsables del golpe, me estrellé contra su obstinada negativa a recibirme en el locutorio de la cárcel a la que habían ido a parar. Finalmente, ante mi insistencia, a través del abogado defensor encargado de tan ruidoso caso, me hicieron saber que no deseaban hablar. Estaban en su derecho y, naturalmente, dejé de porfiar. Nunca he vuelto a la carga.

Sin embargo, yo también -como cualquiera de los que permanecimos custodiados en los retretes durante lo que se nos antojó una eternidad- tengo mis prerrogativas y, utilizando una de ellas, he dejado en libertad la imaginación, inventando allí donde carecía de realidad en que apoyarme.

No me cabe duda de que algunos hechos no habrán sucedido exactamente como los cuento, pero también estoy persuadido de que pudieron haber ocurrido de tal manera.

Para variar, la descripción de ciertos episodios se ajusta a la realidad con precisión milimétrica. No en vano les he dado muchas vueltas, he realizado más de ciento cincuenta encuestas entre el personal secuestrado -cada una constaba de treinta y cuatro preguntas- reuniéndome con el Jefe Superior de Policía, miembros de la unidad TEDAX (Técnicos Especialistas en Desactivación de Artefactos Desconocidos), los empleados de la empresa dedicada al transporte de fondos, el cajero y los dos claveros restantes -uno de los cuales, amigo particular muy querido, hace años que nos ha dejado para siempre-.

Aunque conocía de primera mano las alteraciones que un episodio de semejantes características puede introducir en la salud del ciudadano desprevenido, también he hablado largo y tendido con el doctor encargado de los Servicios Médicos de Empresa. El cuadro clínico que puso ante mis ojos reflejaba, al menos en lo referente a los trastornos producidos por la ansiedad y las dificultades para conciliar el sueño, lo que a mí mismo me estaba sucediendo.

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Banco Herrero – Sabadell de Oviedo

Efectivamente, ha pasado mucha agua bajo los puentes desde aquel nueve de julio. Ni siquiera yo soy idéntico al que fue encañonado con una metralleta cuando me disponía a cruzar el umbral del Banco. Ahora soy un jubilado que no puede escudarse en el exceso de trabajo para posponer, ni un día más, el pago de la doble deuda contraída en fecha tan lejana.

Intentaré satisfacer ambos compromisos de la única forma que tengo a mi alcance: escribiendo sobre aquello. Declarando formalmente que me siento orgulloso de haber pertenecido a una razón social en la que la única pregunta formulada por el máximo responsable al ser informado de que el Banco acababa de ser atracado fue: ¿ha habido alguna desgracia personal?

Parecida vanidad experimento al recordar que, como los demás, también yo fui capaz de estar en mi puesto, trabajando, menos de dos horas después de haber finalizado el episodio, desalojo por bomba incluido.

Ahora me siento más tranquilo, y aún lo estaré en mayor medida cuando confiese humildemente que el bárbaro ignorante que contempló cómo el hombre de TEDAX desactivaba el obsequio de los atracadores ha sido el autor de lo que sigue.

Enlace al pdf de la novela 1979: Atraco

Pedro Martínez Rayón, Oviedo 1990

Symphorien y el paraguas locuaz

Symphorien y el paraguas locuaz fue galardonada con el IV Premio de Novela Corta «Villa de las Rozas». Pedro la presentó con el título de La sequía. El galardón le fue entregado por Rafael Alberti.

Pedro Martínez Rayón, galardonado con el premio

Enlace al pdf de la novela Symphorien y el paraguas locuaz

ZARABANDA

Cuando aquella noche, por detrás de los cristales, contemplé la calle, continuaba lloviendo. Era una lluvia menuda, persistente, que dejaba las aceras brillantes y relucientes como pasillos perfectamente encerados. De trecho en trecho, la luz pugnaba por abrirse paso entre las tinieblas poniendo de relieve el incesante goteo. Era una noche que no prometía nada bueno para el día que habría de seguirla.

Al despertar a la mañana siguiente, con el perfume del café recién hecho, por la puerta entreabierta de mí habitación llegaron hasta mí los ruidos que mi madre hacía con sus preparativos de marcha. Se iba a casa de mi hermana con la que pasaría unos días para acompañarla y ser testigo del nacimiento de su primer nieto.

Instantes más tarde, la viajera asomó la cabeza en el dormitorio y, sin pasar, dijo: “No te molestes en levantarte. Ya he pedido un taxi y solamente llevo una maleta pequeña. Como es para tan poco tiempo… Tú aprovecha hoy; mañana tienes que empezar a madrugar. Recuerda el despertador. Ah, y a ver lo que comes. No hagas como la última vez que estuve en casa de tu hermana. Si sales luego, llévate el paraguas. Hace un día horroroso.”

Seguramente hubiera continuado con sus recomendaciones pero, en aquel preciso momento ambos escuchamos las repetidas llamadas de un claxon que reclamaba su presencia. El taxi la esperaba.

Entró, entonces, apresuradamente, me besó cariñosamente y, prometiendo llamarme para cerciorarse de que no había novedades, se fue.

En el silencio producido por su marcha, roto únicamente por el siseo causado en el exterior por el agua desplazada por los automóviles, pensé en que aquel era mi último día de vacaciones, las primeras desde que había comenzado a trabajar como economista en un banco. Era cierto que el periodo de holganza me había venido bien para descansar, pero también era verdad que durante todo el mes apenas había visto el sol dos días completos. Septiembre no era un mes apropiado para hacer vida al aire libre.

No sabía cómo emplear las últimas horas de libertad. Con cierta desgana, me levanté. Eran las once y media. Antes de pasar al cuarto de baño, me dirigí a la cocina. Olía muy agradablemente. Una vez más me dije, sirviéndome una taza, que el café resultaba más atrayente por el olor que por el sabor. Bebí lentamente su contenido y, a punto de darle fin, encendí un cigarrillo. Era el primer acto de afirmación de independencia que me permitía en ausencia de mi madre. Ella no me lo habría consentido sin atiborrarme previamente de tostadas, mermelada y mantequilla.

Poco después, más animado, me aseé, vestí y salí de casa cerrando cuidadosamente con llave. Al llegar al portal, viendo la gente presurosa protegida con sus paraguas, observé que había olvidado el mío. De mala gana, volví a tomar el ascensor y subí a por él.

Ya en la calle, con aquel incómodo adminículo sobre la cabeza y sujetando fuertemente el puño de plata entre ambas manos, pues el viento arreciaba, fui discurriendo sobre las ventajas e inconvenientes de aquel chisme que, en mi fuero interno, denominaba “mal necesario”. Lo cierto era que se trataba de un trasto ridículo dotado de una increíble tendencia a extraviarse. Yo mismo, reconocí, perdía más veces el paraguas que la paciencia.

Y con aquel debía tener un especial cuidado. Era un artículo de lujo. De seda fina, impermeabilizada; sus varillas reforzadas, de acero inoxidable y muy ligeras. El puño, de plata -como ya he dicho-, representaba fielmente una cabeza de galgo. ¡Que Dios se apiadara de mí si la futura abuela llegaba a saber que aquel distinguido ejemplar -su obsequio de cumpleaños- siguiendo el comportamiento de múltiples antecesores, me abandonaba caprichosamente sin despedirse!

Tampoco saldría muy bien parado cuando se enterase de que el elegante pertrecho ya había mancillada con un diminuto desgarrón, muy cerca de la varilla próxima a la presilla de cierre. Era invisible cuando se encontraba plegado, pero a los ojos de zahorí de mi madre poco se ocultaba. Lo dicho; en guardia permanente o tendría un buen disgusto.

Haciéndome estas reflexiones, llegué ante la cafetería en la que me proponía aguardar la llegada de un par de amigos. Empujé la puerta con el hombro mientras cerraba el paraguas. Lo plegué cuidadosamente, realizando así el segundo acto de rebelión contra mi progenitora -que me tenía terminantemente prohibido hacerlo antes de que estuviese seco- y lo introduje en el paragüero en el que ya se encontraban otros cuatro o cinco.

Me acerqué a la barra y, sentándome en un alto taburete, pedí un whisky. Era lo mejor para entrar en calor y ahuyentar los efectos de la elevada humedad. (Tercera insubordinación hacia la autora de mis días, defensora acérrima de la teoría que afirma las propiedades perforadoras de “esa porquería, ¡uf, qué asco!”.

Llevaba el vaso a los labios para tomar el primer sorbo cuando Martín, uno de los amigos que esperaba, palmeó afectuosamente mi espalda haciendo que el ardiente licor pasara por un camino inadecuado.

“Vengo solamente a advertiros de que no contéis conmigo. He de irme a comer ahora mismo. Esta tarde nos visita el Inspector de Hacienda y tengo que estar en el comercio antes de las tres”, me dijo. Y, sin detenerse un momento, ya en marcha, añadió: “Os veré esta noche aquí, como siempre.”

Otra vez solo, me dediqué a la copa que tenía en la mano y a observar las idas y venidas de los clientes que entraban y salían incesantemente. Pero, durante todo el tiempo que permanecí allí, resuelto a no olvidar el paraguas, no perdí de vista por un momento el mueble, una especie de enorme papelera, en que lo había depositado a mi entrada. Ahora estaba bien acompañado. Compartía el lugar con otros seis o siete más y, por esa razón, cada vez que alguien se dirigía a aquel rincón, yo comprobaba atentamente los que se retiraban para que no se produjese algún error.

Cuando estaba a punto de dar fin a la consumición, oí que se voceaba mi nombre. Me llamaban al teléfono, instalado en la esquina de la barra opuesta a la que yo ocupaba. Uno de mis amigos comunicaba que ni él ni Luis podían venir.

Un tanto aburrido, decidí marcharme a casa y tomar algo allí; el plato rápido que, con evidente satisfacción, despachaba un hombre -que no se había despojado del sombrero ni del abrigo de pelo de camello color marrón- no presentaba un aspecto muy apetitoso. No obstante, comía con avidez. Debía sentir hambre, pues estaba rodeado de alimentos. Además de un par de huevos fritos, dos gruesas salchichas, un enorme filete de carne, y lo que me pareció un saco de patatas fritas, tenía a su alcance una respetable fuente con ensalada de lechuga y tomate. Junto a su codo aguardaba turno una descomunal ración de tarta. El camarero buscaba espacio para añadir a aquellas provisiones una jarra de cerveza, la segunda, y un gigantesco bol lleno hasta los bordes con Mouse de chocolate.

Observé todo esto al mismo tiempo que privaba de la compañía de mi paraguas a los que aún permanecían en el paragüero. El hombre del festín no levantó la mirada de las vituallas.

Cuando me había alejado unos treinta o cuarenta metros de la cafetería, comenzó a llover de nuevo. Apresuradamente, abrí el paraguas y, sorprendido, comprobé que no era el mío. Era exactamente igual, pero éste tenía, colgada de la parte más alta de una de las varillas, una tarjetita de aluminio en la que podía leerse: Ramón Gómez Rendir; seguía la dirección.

“¡Vaya -pensé-, D. Ramón es tan despistado como yo!”. Claro que la confusión es bien natural. Son dos paraguas gemelos. La cosa tiene fácil solución. Y pronta, pues el hombre vive en esta misma calle.”

Apreté el paso y enseguida me encontré ante el número 172. Subí al primer piso y oprimí el timbre. La doncella que abrió la puerta cogió la tarjeta de visita que le ofrecí y me dijo: “Voy a ver si está D. Ramón. Tenga la bondad de esperar un momento.”

Regresó minutos después, diciendo: “Sígame, por favor.”

El señor que me recibió era un hombre de unos setenta años. Su cabeza, calva como un huevo y con la forma de uno de ésos, reflejaba la luz de la lámpara bajo la cual leía el libro que depositó sobre una mesita baja, al tiempo que se levantaba de un confortable sillón frailuno para venir a mi encuentro con la mano extendida.

“Vd. dirá qué desea señor…, señor Alba”, murmuró echando una ojeada a mi tarjeta, que retiró del bolsillo superior del batín. “Perdone que le reciba así -añadió- pero…”

Por favor -le dije-, no se excuse. He venido a traer su paraguas, con la esperanza de que usted tenga el mío. En los locales públicos, como la cafetería Tívoli, deberían entregar números a cambio de paraguas, abrigos y otras prendas. Así, se evitarían confusiones.”

“Tiene usted razón -respondió. Pero, siéntese un momento mientras voy a buscar su paraguas que, efectivamente, he traído por error.”

Regresó, no antes de que yo hubiera tenido la oportunidad de ver una fotografía de un D. Ramón muchísimo más joven, vestido con la toga de los hombres de leyes. Traía, ciertamente, mi paraguas.

Cuando hicimos el intercambio no pude evitar una sonrisa y, para eludir una errónea interpretación, comenté: “Parecemos dos generales cambiando las espadas en una original ceremonia de relevo.”

El dueño de la casa rió con buen humor y asintió diciendo: “Pues, en realidad, sí. Los paraguas son las armas con las que nos defendemos de las inclemencias del tiempo. Es la húmeda guerra contra la lluvia.”

Al decirle que debía irme, pretexté un quehacer urgente, me escoltó a la puerta explicando que Rosario, su ama de llaves y única compañía en aquel piso enorme, había tenido que salir y estaba solo. Nos despedimos amistosamente y me fui a casa. Había cesado de llover así que, satisfecho por la impecable operación de rescate, llevada a cabo sin el menor fallo, caminé balanceando negligentemente, a modo de bastón, el dichoso artefacto.

Próximo a mi domicilio, el regatón se deslizó sobre una losa y se quedó prendido en la agarradera de un registro de aguas. Tiré del paraguas con cuidado pues no era cosa de romperlo después de aquella recuperación milagrosa. Volví a hacerlo, esta vez con más fuerza, pero en vano. Evidentemente, se trataba de una atracción muy fuerte que podía finalizar en unión verdadera. Entonces, delicadamente, inicié un giro de la empuñadura hacia la derecha acompañado de un enérgico tirón hacia arriba.

El resultado de mi desesperada maniobra fue sorprendente. El puño se me quedó en la mano mientras del extremo inferior de éste se desprendía un tubito de plástico. Afortunadamente, ninguno de los escasos transeúntes se había percatado del extraño suceso. Recogí ambas partes y, casi a la carreta, llegué a mi casa.

La introducción de la llave en la cerradura coincidió exactamente con el primer timbrazo del teléfono. Supuse que sería mi madre y, cerrando la puerta con el tacón del zapato apenas hube traspasado el umbral, levanté el aparato de su horquilla y pude escuchar una voz desconocida que me preguntaba: “¿Es el señor Alba?” y, sin darme tiempo para responder, añadió: “Soy el comisario de policía Yuste. No pierda ni un minuto. Salga de su piso inmediatamente, pero no descienda a la calle. Váyase a una vivienda contigua. Deje una ventana abierta; no se detenga y llame luego al número… preguntando por mí. Ah, y llévese el paraguas junto con su contenido.”

Trofeo IV Premio de Novela corta

Trofeo IV Premio de Novela corta «Villa de las Rozas» entregado por el poeta Rafael Alberti a Pedro Martínez Rayón por su novela Symphorien y el paraguas locuaz.

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Continúa en pdf de la novela Symphorien y el paraguas locuaz

Viaje para viejos. Las dos hermanas

Violeta y Genciana eran gemelas. La mayor, concebida en primer término y nacida, por tanto, la última, cuidaba de su hermana con tal solicitud, que las insistentes prédicas con que la perseguía incesantemente, conseguían que los ocasionales testigos rieran a carcajadas o se sintieran violentísimos.

Que a los setenta y dos años Violeta prodigase a troche y moche aquellas recomendaciones, indicadísimas si Genciana hubiera tenido siete años, podría resultar conmovedor porque, en el fondo, eran la manifestación de un cariño sin límites. Sin embargo, las palabras utilizadas y las ocasiones en que se producían prestaban a la situación ese patetismo rayano con lo ridículo que pone al descubierto la veta de crueldad que, más o menos oculta, todos llevamos dentro.

Habían vivido siempre juntas y desde que, a los veinticinco años, sus padres habían fallecido en un horrible accidente ferroviario, eran como el palo que sostiene a la planta y la planta misma. Cuando aquel hecho trágico sucedió, hacia algún tiempo que tenían colgados en la sala los títulos de Magisterio. Hasta entonces, no habían trabajado nunca, pero la necesidad apremiaba y se vieron en la obligación de comenzar a hacerlo. De todas maneras, aguardaron la oportunidad de disponer de dos plazas en el mismo centro escolar. No soportarían una separación por breve que fuera.

Mientras tanto, pasaron necesidades y verdaderos apuros. Al fin, la fortuna les sonrió y Violeta y Genciana tomaron posesión de sus puestos en una escuela de Pravia, Asturias, lejos de su Salamanca natal.

Muy próximo al lugar donde iban a ejercer su honrosa profesión, encontraron un apartamento diminuto, pero suficiente. No pretendían llevar una vida mundana, con reuniones en su casa, ni nada semejante.

El dormitorio, capaz para dos camas, el cuartito de estar, la cocina y el cuarto de baño era cuanto precisaban. ¿Para qué mayor? De todas maneras, cuanto más reducido fuese, menos tiempo deberían dedicar a su limpieza y cuidado. Las dos hermanas pusieron en la enseñanza su inagotable capacidad de amar; su generosidad y entrega fue muy pronto conocida y apreciada por todo el pueblo. Con el paso de los años, se convirtieron en dos figuras respetadas cuya opinión y consejo eran requeridos para los asuntos más dispares. Era frecuente que hombres mayores, casados y con hijos, acudiesen a ellas en busca de guía. No habían olvidado que, cuando eran chicos, sus palabras sensatas llenas de buen juicio, les habían sacado de más de un apuro.

Violeta y Genciana se convirtieron, sin proponérselo, en una institución bicéfala que continuó distribuyendo su benéfica influencia particular mucho tiempo después de cesar en la oficial. Llegado el momento de abandonar la enseñanza y, con él, la hora del retiro, hicieron un pequeño balance de la situación.

A Salamanca, ya no les ataba nada. Carecían de parientes y, aunque los tuvieran, después de tantos años de separación, qué conservarían en común. Probablemente nada. Entonces, ¿qué determinación adoptar? En realidad no era necesario tomar ninguna decisión. Bastaba con no hacer nada, es decir, continuar viviendo en Pravia, como hasta la fecha.

No sería lo mismo que hasta entonces. Les faltaría el gozo causado por el diario contacto con los niños y niñas que, curso tras curso, constituyó la válvula de escape de su ternura de solteronas. En aquella infancia pueblerina habían sublimado los sentimientos maternales frustrados por la existencia austera y casi monacal que fue siempre su forma de vivir.

No obstante, todo no se perdería. Continuar residiendo en Pravia significaría no perder de vista a sus antiguos alumnos, promociones enteras de chicos de ambos sexos que, llegados al estado adulto, crearían nuevas familias y tendrían hijos -a los que no enseñarían, era cierto- a los que seguirían de cerca.

El único cambio que aportó la doble jubilación fue el recrudecimiento de sus actividades extraescolares. El Ropero de San Vicente, la Asociación de Caridad, la Agrupación para la Atención a los Minusválidos y otras organizaciones de tipo benéfico recibieron su desinteresado esfuerzo personal. Se volcaron sin regateos en todo lo que pudiera contribuir al bienestar de pobres, enfermos, niños y ancianos.

Si hasta entonces Violeta y Genciana habían sido una institución, un par de años más tarde se transformaron en algo sin nombre, pero con tal autoridad moral que, aún sin asistir a los plenos del ayuntamiento, sus opiniones eran tenidas en cuenta. Venían a ser algo así como el poder fáctico por encima de todos los poderes fácticos e ilusorios.

Gobernaban -su actuación no podría ser denominada de otro modo- con tanta prudencia y sabiduría que, a ser otra la fuente de donde emanaba la autoridad y de distinta naturaleza los mandatos, la suave y dulce dictadura se hubiera trocado en peligrosa tiranía. En la peor de todas; aquella en la que el oprimido no tiene conciencia de serlo y vegeta inconsciente de que carece de libertad, en la ignorancia de haber perdido la capacidad de hacer uso del íntimo albedrío.

En Pravia no sucedía nada de esto. Las dos hermanas aconsejaban, insinuaban, apuntaban una dirección determinada y, como sus sugerencias rebosaban sensatez y realismo, se hacía como ellas preferían. Eran dos déspotas benévolas, ignorantes de su capacidad para el abuso.

Sin querer, se habían convertido en una especia de guía espiritual, social, económica y urbanística aceptada por la mayoría. Era de suponer que en algún oscuro rincón se ocultaría la oposición, presente en un reino mucho más celeste que Pravia. Pero debía ser tan reducida la militancia, que su voz no se hacía oír. Además, de qué se podría quejar la supuesta oposición. Hubiera sido pedir gollerías.

Todo marchaba sobre ruedas. No existían problemas dignos de tal nombre. Incluso el equipo de fútbol había ascendido de categoría. ¿Existiría alguna relación entre este hecho y la conferencia titulada “Mens sana in corpore sano”, que Violeta había pronunciado la temporada anterior en el Casino?

La satisfacción era general en todos los terrenos, así que nada tenía de particular que cuando en el pueblo se supo que uno de los Bancos, establecido en la localidad hacía muchos años, organizaba un viaje a Palma de Mallorca, las fuerzas vivas comenzaron a conspirar al objeto de lograr que Violeta y Genciana utilizaran la oportunidad para conocer Baleares y tomarse unos días de bien ganado reposo. Habían pasado más de treinta y cinco años sin que, las pobres, abandonaran aquel rincón.

Se celebraron varios conciliábulos en los que, vanamente, se trató de encontrar el medio adecuado para que las dos hermanas realizasen el desplazamiento sin cargo a su peculio particular. No era que ellas carecieran de fondos para sufragar las ciento y pico mil pesetas a que se elevaba el precio del viaje. No gastaban ni la mitad de lo que ganaban. Eran sumamente ahorradoras pese a sus constantes obras de caridad. Lo que quería el pueblo era invitarlas con el producto de una suscripción popular.

Pero, las conocían bien. Se negarían en redondo a invertir el dinero en algo no absolutamente necesario. Estaban seguros de que exigirían la compra de jerseys para los pobres, un televisor para el Hogar de Desplazados o algo parecido.

La suerte se encargó de sacar a aquella buena gente del atolladero en que se encontraban. Parte de los billetes para el viaje era sorteada en Oviedo, ante notario, y las dos hermanas fueron favorecidas con dos plazas gratuitas.

La primera en conocer su buena estrella fue Violeta. Había acudido a la sucursal del Banco organizador y el empleado que la atendió en la ventanilla, uno de sus antiguos alumnos, le rogó que aguardara un momento. El director estaba atendiendo a otro cliente, pero tenía gran interés en hablar con ella.

Doña Violeta esperó. Se preguntaba qué sería lo que el director, otro de sus exalumnos, querría decirle. Pero solamente se sentía intrigada. De ninguna manera intranquila. Más de una vez, bastantes años atrás, le había limpiado la nariz al mocoso que se había transformado en el mandamás de la agencia bancaria donde tenía domiciliada su pensión, la de Genciana y las cuentas de ambas.

Mucho antes de que su paciencia iniciase una protesta, la espera terminó. Antoñito, el director, vino en su busca y, con una mezcla de cariño y respeto, la hizo pasar al despacho. Sentados ambos al mismo lado de la mesa, sin la barrera que ésta representa y que no hace más que separar simbólica y realmente los intereses de quienes se entrevistan, Antoñito, después de interesarse por la salud de su interlocutora y de su hermana, preguntó:

“Y, ¿qué me dice usted de las islas Baleares?”.

“Hombre, ignoraba que te hubieras decidido a ampliar estudios. Eso te irá bien. Aunque has sido siempre un buen estudiante, debe hacer años que no lees otra cosa que ‘El Economista’. Realmente, te honra el deseo de saber…”

“Que no, doña Violeta; que los tiros no van por ahí”.

“Bueno, pues si la pregunta va en serio, te diré: el archipiélago Balear está constituido por…”

“Tampoco, doña Violeta. Perdóneme. No he sabido plantear correctamente el asunto que quería comunicarle. Lo que deseaba preguntarle era lo siguiente: ¿qué le parecería hacer un viaje de quince días a Palma de Mallorca?; naturalmente acompañada por doña Genciana. Alojamiento en un hotel de tres estrellas, al lado del mar y a diez minutos del centro de Palma. Desde allí, varias excursiones en autocar a Valldemosa, Pollensa, Manacor, Alcudia, Porto Cristo, etc. El desplazamiento hasta Barcelona, en un cómodo autobús; desde allí a Palma en un hermoso barco”.

“Pues, ¿qué te voy a decir, hijo? Lo primero que se me ocurre es preguntarte si has cambiado de profesión y ahora trabajas para una agencia de viajes. Luego, afirmar que me agradaría muchísimo realizarlo. A continuación, que me resulta imposible, pues debe de ser carísimo y, encima, tanto mi hermana como yo tenemos muchísimas cosas que hacer aquí. Figúrate cuánto nos gustaría ir”.

“Sigo fallando lamentablemente, doña Violeta. No sé qué me sucede hoy. Nuestro Banco organiza viajes como éste para quienes, tal como usted y su hermana, tienen domiciliadas sus pensiones aquí. Además, para darles mayor atractivo e interés, sortea entre los que se encuentran en esas condiciones varias plazas. Doña Genciana ha sido agraciada con un viaje para dos personas. Así que pueden ustedes conocer Palma de Mallorca absolutamente gratis”.

“¿Estás seguro, Antoñito? Parece demasiado hermoso para ser verdad”.

“No existe la menor duda. Ya me lo habían adelantado por teléfono, pero preferí esperar a recibir la confirmación por carta. Mire, aquí tiene. Vea el nombre de doña Genciana. Ahora, no tienen disculpa. Cuando se enteren en el pueblo, se montará un motín si se niegan a aceptar el ofrecimiento”.

“Tienes razón, Antoñito. Iremos encantadas. De convencer a Gencianita me encargo yo. En último extremo, la amordazo, la meto en una maleta y va. Vaya si va. Aunque no creo que sean precisos estos procedimientos de choque”.

Cuando la portadora de tan buenas nuevas llegó a casa, Genciana terminaba de preparar la mesa. Comían temprano, como si no se hubiera roto la rutina de horario escolar que las había obligado durante muchos años a almorzar a la misma hora que sus discípulos.

Desde la entrada del piso, mientras se despojaba del impermeable que el día, con chaparrones intermitentes, había aconsejado, Violeta gritó imperativa:

“Genciana, deja lo que estás haciendo y ven aquí. Inmediatamente”, añadió al observar que no recibía respuesta.

La hermana menor acudió presurosa con dos vasos en una mano y las servilletas en la otra. Conocía a su gemela y sabía perfectamente que si la llamaba de aquella forma algo muy grave sucedía.

“¿Qué ocurre que das esas voces? ¿Ha sucedido alguna catástrofe?”.

Inconscientemente, Violeta cometió el mismo error de enfoque que Antoñito y preguntó:

“¿Qué me dices de las islas Baleares?”.

“¿Se trata de una pregunta retórica o tus palabras tienen algún significado oculto que se me escapa?”.

“Perdona, Gencianita. Estoy tan aturullada que no acierto a expresarme. Vengo del Banco y allí…”

“Ya lo sé. No irás a decirme que ha quebrado y nuestro dinero se ha esfumado”.

“No, mujer. Nada de eso. Al contrario. Lo que quiero decir es que nos vamos a Palma, quince días, completamente de balde. ¿Qué tienes que decir a esto?”.

Genciana contempló unos segundos a su hermana sin decir palabra. Luego, se limitó a expresar su opinión acerca del estado mental de Violeta con una frase de dudoso gusto para la enseñante jubilada que, no lo podía negar, sería hasta su muerte:

“Y un jamón con chorreras”.

Luego, con gran dignidad, recogió los fragmentos de los vasos que ante la sorpresa recibida había dejado caer al suelo y se fue.

Detrás de ella, Violeta corrió apresuradamente. Deseaba mostrarle el folleto a varios colores en el que figuraba el programa del viaje, una fotografía del hotel donde se alojarían y las excursiones a realizar.

Pasó un buen rato antes de que la “pequeña” pudiera ser convencida de que no se trataba de una broma de mal gusto.

Después, prácticamente sin fijarse en lo que estaban comiendo, la pareja comenzó a hacer planes. Aún faltaba mes y medio para el día de la salida, pero sería preciso no perder un momento.

Como el autobús en que se realizaba el desplazamiento a Barcelona tenía su salida a las siete y media de la mañana, se presentaba la alternativa de trasladarse a Oviedo la tarde anterior o darse el gran madrugón el mismo día de la partida. Antoñito se encargó de resolver. El mismo las llevaría en su coche hasta el lugar en que se iniciaba la aventura. Lo de madrugar no tenía arreglo, pero, de esta manera, se evitaban perder una noche en Oviedo.

Aún no había amanecido cuando el afable director de la sucursal tocaba el timbre en casa de las jubiladas. Ya estaban preparadas y las maletas cerradas. Antoñito, accidental mozo de cuerda, se hizo cargo del equipaje y todo el cuerpo expedicionario, sin armas pero con bagajes, descendió las escaleras.

En la calle les esperaba una sorpresa. Medio pueblo se había reunido ante el edificio para tributarles una cálida despedida. Algunos pijamas asomaban por debajo de los pantalones y se veían rulos y redecillas, pero lo que contaba era la intención. Además, tampoco era como para vestirse de etiqueta.

Por un momento, Antoñito sintió el temor de que alguien, arrastrado por la emoción, se lanzara embarcándose en un largo discurso que exigiese la correspondiente respuesta. Pero, aparte de la entrega de un par de ramos de flores y unas bolsas de fruta procedente de San Román de Candamo -como se sabe, la mejor del mundo- no hubo problemas.

Tras una breve despedida colectiva y las apresuradas palabras de agradecimiento, entre aplausos y gritos de adiós, el coche se puso en movimiento y pronto Pravia se perdió en la lejanía, que no en el recuerdo.

Cuando llegaron a Oviedo, amanecía. La mañana estaba bastante fría y, por ello, hasta que llegó el autocar minutos más tarde, las dos hermanas no abandonaron el automóvil. Paseando ante el hermoso edificio de la Diputación, unas cuantas personas también aguardaban. Se trataba, sin duda, de los compañeros de viaje.

A las ocho menos veinticinco, con las maletas reposando en las amplias entrañas del vehículo y todo el mundo en su sitio, se inició el viaje.

La primera parada se efectuó en Mieres. Tan pronto como los cinco expedicionarios que, por residir en la villa minera, se unían al grupo en aquella localidad, estuvieron a bordo, la marcha volvió a iniciarse.

Cruzando el Valle del Huerna, Pablo, el jefe de expedición y la esposa del mismo distribuyeron paquetitos de bombones con los que la entidad organizadora obsequiaba a sus clientes. Más tarde, el ayudante del conductor, en nombre de la empresa de transporte, regaló libros de relatos. Este detalle cultural puso una chispa de alegría en los corazones de Violeta y Genciana. ¡Aquel viaje que comenzaba con tan excelentes auspicios, forzosamente tendría que terminar bien!

Más adelante, recibieron nuevos obsequios. Las señoras, estuches de manicura y los caballeros, billeteras de piel. Era otro regalo de su banco.

El trayecto no se les antojó tan desesperadamente largo como habían temido. Tuvieron ocasión de cerrar los ojos para no contemplar la película de vídeo que les proyectaron, pues contenía excesiva violencia y ellas eran la versión femenina y duplicada de Ghandi. Observaron el paisaje castellano, tan distinto al que acostumbraban a ver en su patria de adopción, que desfilaba velozmente ante sus ávidos ojos.

Tras la parada para efectuar el almuerzo, ya en tierras de La Rioja, de nuevo en camino y, al oscurecer, se encontraron en la populosa Barcelona con sus amplias avenidas profusamente iluminadas y bordeadas de árboles. Pronto se hallaron en el puerto, en la Estación Marítima, a la vera de la conocidísima estatua de Colón.

Cuando se vieron al pie del Ciudad de Badajoz, el blanco ferry que habría de llevarles hasta Palma, una sensación de angustia se apoderó de ellas.

Genciana, la más timorata, convirtió en palabras el pensamiento que ocupaba ambas mentes. “¿Tú crees que no habrá…?”, dejando la frase sin terminar. No era necesario continuarla.

Violeta, con cara de duda, pero decidida a no mostrar su temor, se limitó a responder:

“No seas tonta, mujer”.

Alrededor de las doce de la noche, el barco desatracó lentamente y, con movimiento apenas perceptible, se hizo a la mar. Las dos hermanas ya se encontraban en el camarote que les había sido asignado. Lo compartían con otra señora que viajaba sola formando parte de su propio grupo. La única concesión hecha a la presencia de una extraña, consistió en rezar sus oraciones acostadas en las literas y no, como lo hacían todas las noches, de rodillas en el santo suelo. Suponían que la postura sería lo de menos y que lo importante era la voluntad. Y así debía ser, pues la travesía transcurrió, para ellas, sin el menor percance. Durmieron toda la noche como benditas y, poco antes del amanecer, fueron despertadas por un camarero a quien encargaron encarecidamente aquella misión.

Cuando salieron a cubierta hacía frío. Por detrás de un escarpado islote rocoso, el sol, invisible aún, comenzaba a teñir de tonos rojizos el cielo y el mar agitado solamente por el paso del ferry.

No habían sido ellas las únicas que habían tenido la misma idea. Grupitos de viajeros aguardaban pacientemente la aparición del disco solar. Esperaban en silencio como sobrecogidos por la solemnidad del momento que se avecinaba. Engañaban su impaciencia dando los últimos toques a los aparatos fotográficos, colocando filtros especiales y eligiendo los ángulos más apropiados.

Arrebujadas en sus ropas de entretiempo, Violeta y Genciana, con la mirada fija en el islote, acechaban el instante en que se produciría el milagro.

Finalmente, el sol, como una bola de fuego inmensa, inició su aparición. Las escasas conversaciones mantenidas en voz baja, cesaron por completo. Así debió ser el primer día en que el astro brilló sobre la tierra helada y en tinieblas.

Las dos hermanas, sobrecogidas por la emoción, no sabían dónde dirigir los ojos que, por otra parte, seguramente a causa del repentino estallido de luz, sentían anegados en lágrimas.

Con voz entrecortada y en un cuchicheo apenas audible, Genciana hizo el comentario de que al espectáculo solamente se le podía añadir música, por ejemplo, la Patética, de Tschaikowsky.

Violeta, aún asombrada por la grandiosidad de la visión que, lentamente, iban dejando a popa, asintió con un movimiento afirmativo de cabeza. Todavía no se sentía lo suficientemente segura de poder hablar serenamente.

Menos de dos horas más tarde, atracaban en el muelle de Palma. Al pie de la Estación Marítima aguardaba otro autocar que, tras un breve trayecto, atravesando cuidados campos en los que abundaban los molinos de viento, trasladó a la expedición a C’an Pastilla, conjunto de urbanizaciones y grandes hoteles entre los cuales se encontraba el que iba a alojarla durante la quincena.

Después del almuerzo en un enorme comedor semejante a la torre de Babel a causa del variado número de lenguas que, animadamente, se hablaban, Violeta y Genciana subieron a su habitación. Deseaban descansar un rato pues, aunque no deseaban confesarlo, experimentaban cierto cansancio.

A las cinco de la tarde se lanzaron a la calle. Deseaban dar un paseo para estirar las piernas y conocer el lugar.

A dos pasos del hotel se encontraron a las puertas de un gran almacén que exhibía buen número de artículos a la venta en colgaderos y estanterías que ocupaban gran parte de la acera. El instinto previsor de Violeta le hizo buscar algo para protegerse la cabeza de los ardientes rayos del sol que aún lucía. Erróneamente no creyó que su estancia en Baleares iba a verse presidida por el calor que en aquellos momentos se hacía sentir.

Tras abundantes titubeos y pruebas interminables, terminaron adquiriendo un par de gorras de béisbol dotadas de descomunales viseras. Azules y con las palabras “Black Bulls” bordadas en hilo plateado, les sentaban como un tiro. Constituían indigno remate a sus solemnes vestidos negros, de corte severo y anticuado, a las medias y zapatos bajos del mismo color.

Con aquellos aditamentos sobre las testas, las cintas de terciopelo oscuro que rodeaban sus arrugadas gargantas resultaban más conspicuas e incomprensibles. De todos modos, eliminaban de raíz toda posibilidad de atrapar la temida insolación contra la que tanto les habían prevenido en la península.

No habían hecho más que caminar unos pasos desde la puerta de los almacenes, cuando las dos hermanas se detuvieron al unísono. Ante ellas, como llovido del cielo, se hallaba lo que fue el sueño de su vida. Una carretela descubierta tirada por una caballo al cual su dueño, quizás por las mismas razones que dictaron la reciente compra de los dos gorros, había dotado de un sombrero de paja con orificios para asomar las orejas.

“¿Tú crees, Violeta…?”, inquirió Genciana sin tomarse la molestia de continuar, pues a aquellas alturas eran innecesarias las frases completas.

“Creo, Genciana, creo”, respondió Violeta.

Y, sin más, con sendos saltos que, por su agilidad y presteza, dejaron asombrado al cochero, se encaramaron al asiento.

“¿Quieren ustedes que baje la capota?”, les preguntó todavía sorprendido el conductor de la antigualla rodante.

“No, no. Muchas gracias. Ya llevamos la nuestra”, bromeó Genciana con sonrisa pícara.

“¿A dónde las llevo, señoras?”.

“Allá al fondo. Según nos han dicho, se llama El Arenal. Pero somos señoritas”.

“Están bien informadas, señoritas. Aquello, efectivamente, es El Arenal. Vamos, Jordi”.

“Usted perdone, pero vaya nombrecito que le ha puesto al caballo”.

“El que merece. Conozco personas más brutas que este animal”.

Las dos hermanas ignoraron la respuesta pues iban demasiado abstraídas en lo que podían contemplar. A su derecha, como a quince o veinte metros, la larguísima cinta de arena blanca, la playa de casi cinco kilómetros; luego, el Mediterráneo, cuyas aguas, de un azul verdoso, no experimentaban movimiento alguno. ¡Qué distinto del Cantábrico!

A la izquierda, hoteles, restaurantes, cafeterías, supermercados, heladerías y, en la interminable acera, una verdadera multitud de paseantes vestidos con las más disparatadas ropas de variadísimos colores y tonalidades. Junto a un enorme barbudo con blusón hasta los pies, una negra en bikini y botas de cuero hasta los muslos. A su lado un melenudo casi albino, descalzo y fumando en pipa, con elegante traje de seda blanca y pañuelo de lunares rojos al cuello.

Por la misma calzada, autobuses, motocicletas y coches pasaban en ambas direcciones atronando a los transeúntes indiferentes.

El aire soplaba en su contra y traía, mezclado con el olor a fritanga, el que despedía el pobre Jordi pero, el cochero ya estaba habituado y las dos hermanas, excesivamente absortas en el gigantesco caleidoscopio sonoro en que se encontraban sumergidas para poder advertir el rancio perfume.

Cuando hubieron recorrido aproximadamente la mitad del paseo marítimo y pudieron comenzar a liberarse de su asombro, notaron, no sin sorpresa, que la inmensa mayoría de los establecimientos se anunciaban con nombres de animales en inglés. Había también otros en idiomas desconocidos, pero la representación gráfica de los irracionales era suficiente.

Vieron, entre otros muchos, el Big Bear, White Squirrel, Little Cat, Patient Mouse, The Hen, Blue Bird, Coquettish Shark y, como contrapunto, en incontenible estallido de patriotismo, el reclamo de un establecimiento llamado El Pazo, el cual, al lado de sus menús, aclaraba en letras de gran formato: “Se habla español y gallego (¡qué puñetas!)”.

Al final del Paseo, el Club Náutico, mucho más amplio que el situado en el otro extremo, les permitió contemplar espléndidos yates cuyos cobres y maderas relucían como recién salidos de fábrica.

Allí despidieron al cochero y decidieron volver caminando. Esta vez andando por la parte más cercana al mar. Apenas habían iniciado la marcha, Violeta se detuvo bruscamente y pretendió llamar la atención de su hermana hacia el lado opuesto de la calle.

“Mira, mira qué hotel más hermoso”, dijo tomando por el brazo a Genciana, tratando de arrastrarla hacia un paso de peatones cercano. “Vamos a verlo”, terminó de manera un poco forzada.

“Ya hemos pasado por delante cuando veníamos”, respondió Genciana, que observó inquieta la mirada azorada de su compañera. “A tí, te sucede algo”, añadió con acento de seguridad.

“Pues sí. La verdad es que no creo que lo que se ve desde aquí resulte un panorama adecuado para nosotras. La playa está repleta de mujeres vestidas únicamente con un taparrabos minúsculo. Por arriba, nada de nada. Y, y algunas… están acompañadas de varones con los que hablan con la mayor desfachatez”, agregó tartamudeando a causa de la indignación. “¡Qué vergüenza, Señor, qué vergüenza!”, terminó mientras secaba el sudor que repentinamente comenzó a perlar la ruborosa frente.

“Debes haberte equivocado, Violeta. Ya sabes que hoy día se fabrican tejidos de colores que imitan la carne humana y…”

“Déjate de monsergas, Genciana. Que no está el horno para bollos. Conozco muy bien la diferencia que hay entre carne y tela. Te aseguro que esto es una auténtica guarrada más propia de Sodoma y Gomorra que de nuestra querida España, hasta ahora, la fiel reserva espiritual de Occidente. ¿A dónde iremos a parar? Hoy esto y mañana, ¿qué? No, si ya lo decía don Fulgencio, el Consiliario de H.A.C. Les das el pie y te cogen la mano o al revés, que no sé ya muy bien lo que me digo. Genciana, se nos viene encima el amor libre. ¿Qué va a ser de nosotras?”.

“No digas disparates, Violeta. ¿Qué tenemos nosotras que ver con todo eso?. Supongo que no tendrás miedo a que vengan a violarnos. ¡Con los años y las pintas que nos gastamos, somos refractarias a cualquier accidente de ese tipo! Si existiera un hombre con la suficiente depravación sexual para intentar algo como lo que pareces anunciar, ya hace mucho tiempo que estaría recluido. Sería imposible que ocultase totalmente su locura. Tranquilízate, hermana. Moriremos vírgenes, pero no mártires”.

A pesar de los argumentos tranquilizadores que la más joven de las hermanas no cesaba de esgrimir, Violeta terminó por arrastrar a la enfurruñada gemela hasta la acera de enfrente desde la que no podía contemplarse el indecente espectáculo.

Lentamente, deteniéndose con frecuencia ante escaparates y tenderetes, fueron acercándose a su punto de partida. Se sentían fatigadas y, al pasar ante una heladería, decidieron tomar asiento y algo más frío que las ardientes sillas recalentadas por el sol que no hacía mucho caso de sombrillas y marquesinas.

Se recrearon tomando riquísimos helados en copa. Como, además de estar muy sabrosos, su tamaño hacía juego con la cantidad -ciertamente elevada- que hubieron de satisfacer por el privilegio, no expresaron en voz alta la opinión que, súbitamente, les mereció el propietario del establecimiento.

Luego, más despacio aún, reanudaron la marcha. Cuando llegaron al hotel, ya no estaban cansadas. Con admirable franqueza, reconocieron ante el encargado de recepción que, amablemente, les preguntó, que se encontraban hechas puré.

Por suerte, para el día siguiente no había programada ninguna excursión. Tendrían tiempo suficiente para reponerse antes de la visita a La Calobra y al Torrente de Pareis.

Tendría que pasar mucho tiempo antes de que las dos hermanas lograran olvidar el terror experimentado en aquel desplazamiento. Durante toda su vida serían incapaces de decir, con absoluta certeza, si soportaron más miedo en el ascenso que en el descenso. La experiencia se convirtió en un hito en su existencia, de tal modo que, al igual que muchas personas dicen “antes o después de la guerra”, ellas convirtieron el hecho en el mojón que separaría las dos mitades, desiguales por su duración, que no por la intensidad, de su paso por este mundo.

La cosa no era para menos. Desde el punto más elevado de La Calobra, aquella carretera infernal, conjunto de vueltas y revueltas siempre bordeando precipicios entre imponentes riscos, parecía haber sido proyectada por un enemigo de la tranquilidad de espíritu. En un punto llamado La Corbata, la ruta semejaba entrecruzarse consigo misma sin solución de continuidad.

La aparente indiferencia del conductor del autobús y las bromas del guía no hacían nada por mejorar el estado anímico de los viajeros que, en el mejor de los casos, lamentaban en silencio los errores cometidos hasta entonces; entre ellos, de los más significativos, encontrarse allí en vez de en otro lugar cualquiera.

Violeta y Genciana, fervorosamente, rezaron cuantas oraciones, evocaciones y jaculatorias conocían y, en su pánico, llegaron a componer otras nuevas. Todo les parecía poco en aquellos momentos angustiosos.

Después de comer en la terraza del restaurante situado sobre una cala maravillosa, a escasos metros del mar azul-verdoso, visitaron el Torrente de Pareis.

El famoso torrente, pensaron las gemelas, podía pasar por algo maravilloso, pero únicamente para quienes no hubieran contemplado la garganta del Cares o el Valle de Onís desde el Mirador de Ordiales.

A su vuelta a donde aguardaba el autobús, recibieron la noticia que estuvo en un tris de cortar más de una digestión. Deberían regresar por el mismo sitio. No existía otra carretera alternativa.

La infausta nueva cayó como una bomba entre los desprevenidos excursionistas. Suele decirse que el miedo a lo desconocido es el de peor especie que puede sentirse. Sin embargo, allí se encontraban cuarenta personas dispuestas a jurar lo contrario.

Pese a los agoreros vaticinios que algunos fueron incapaces de reservarse para sí mismos, el regreso se realizó sin el menor contratiempo y, al final, ya en el hotel, todos se mostraban satisfechos de haber participado en la espeluznante aventura.

Con una jornada libre por el medio, tuvo lugar la esperada visita a la Cartuja de Valldemosa. Entre los asistentes se encontraban tres furibundos admiradores de Chopin que no podían contener su impaciencia por conocer el punto en que el músico había hallado inspiración para componer partituras cuya genialidad y romanticismo desafían indemnes el paso de los años.

Las dos hermanas, entusiastas del universal polaco, observaron, casi con religioso recogimiento, los dos viejos pianos sobre los que Federico hizo correr sus ágiles dedos. Les parecía estar viendo al compositor enfermo, dotado de sobrenatural sensibilidad, sentado ante los amarillentos teclados que habían de convertirse en senderos de su gloria.

Escucharon sin perder palabra cuanto explicó el especialista contratado para el grupo. Su acompañante, se veía con claridad, era también incondicional de Chopin. Hablaba de él con inmenso respeto y proporcionaba tantos pequeños detalles de la vida de aquél con Jorge Sand, que producía la impresión de haber sido testigo del amor de aquellos dos seres marcados por el destino.

Abandonaron la Cartuja en silencio, con igual consideración que si dejaran a su espalda el último lugar de reposo de una persona recién fallecida. Y, sin embargo, eran conscientes de que Chopin vivirá eternamente en su música inmortal.

De regreso, el alto efectuado en una fábrica de soplado de vidrio, les permitió conocer el antiquísimo método que en Mallorca se utiliza para realizar hermosas obras de arte en perecedero cristal. Anforas, jarrones, vasos, figurillas de animales y otros muchos objetos salían de las manos de aquellos hábiles artesanos como por obra de magia.

Ya cerca de Palma, en una nueva parada, se realizó la visita a la exposición y talleres de madera de olivo esculpido. Allí tuvieron la oportunidad de encontrar verdaderas maravillas, si bien a precios bastante elevados.

En una enorme nave, junto a la exposición, una fábrica de licores típicos mallorquines contaba con sala de degustación gratuita. A pesar del tamaño, el local estaba abarrotado de público. Continuamente llegaban más y más autobuses extranjeros que antes habían encontrado en Valldemosa.

El barullo era imponente. Todo el mundo hablaba al mismo tiempo y en voz alta. Ante los barrilitos de licores, entre los que no faltaban los de hierbas, almendra y palo, menudeaban los empujones. Allí nadie había entrado simplemente a curiosear. Cada cual luchaba por libre tratando de colocar el vasito, cogido a la entrada, bajo la espita del barril de su elección. No existía límite para las pruebas. Podía beberse cuantas veces se quisiera.

Violeta y Genciana habían sido separadas por un aluvión de alemanes que empujaban de firme. En su avance arrollador desde la puerta, habían separado a más de un matrimonio bien avenido hasta aquel momento. Sin proponérselo, actuaban como una inédita fórmula de divorcio, rápida, gratuita, instantánea e indolora.

La fortuita invasión produjo resultados impensados hasta la llegada de los rubios teutones.

Sobre el grupo de los jubilados, formado por personas de avanzada edad y de reconocida animosidad contra las bebidas espirituosas, con ciertas admitidas excepciones, el cargado ambiente, el vocerío y, sobre todo, el olor, el penetrante aroma, actuaron como potentes desinhibidores y, repentinamente, como poseído de sed inextinguible, se lanzó al ataque.

Únicamente Violeta, sobreponiéndose a la locura colectiva, se limitó a probar un sorbito de licor de almendras. Estaba muy sabroso pero no estaba dispuesta a dejarse vencer por la tentación. Por su parte, Genciana, libre de la vigilante mirada de su gemela, sucumbió miserablemente y, un vasito de esto y un vasito de aquello, bebió más de la cuenta. Era cierto que los vasitos abultaban poco más de dos dedales juntos, pero fueron demasiados dedales.

Llegó la hora de partir y Genciana hubo de ser rescatada a la fuerza. Había sentido tal atracción por el barril de brandy que no deseaba separarse de él nunca más.

El aspecto que presentaba cuando trabajosamente fue izada a bordo del autobús, cuyo pasaje al completo aguardaba hacía más de un cuarto de hora, ni con la mejor voluntad podía ser calificado de irreprochable. La grotesca gorra de béisbol aún ocupaba su puesto en la cabeza, pero la visera había sido displicentemente desplazada hacia atrás y prestaba sombra a la nuca. Su tez había adquirido la rubicundez propia de las amapolas, calzaba un solo zapato y la falda ostentaba un largo desgarrón.

A los airados reproches de su hermana, sólo respondió con un alegre, aunque algo tartamudeante, “¡Viva Mallorca y sus productos autóctonos!”, coreado estentóreamente por los testigos del desahogo.

“¿Qué diría don Fulgencio si te viera en este estado?”, murmuró Violeta, tan roja como Genciana y a punto de reventar de santa indignación.

Genciana dio la callada por respuesta. Tan pronto como se acomodó en su puesto, una dulce modorra la invadió sumiéndola en el sueño. Pero en sus labios se dibujaba la inocente sonrisa que ella misma había sorprendido tantas veces en sus propios colegiales cogidos en falta.

El resto de su estancia en Palma y el regreso a sus lares transcurrió felizmente.

Violeta tuvo el buen gusto de no sacar nunca más a colación aquel ignominioso traspiés de su querida gemela y ésta prefirió convencerse de que el episodio era producto de sus sueños. Pero, por si acaso, jamás intentó salir de dudas. Moriría en la bendita ignorancia.

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