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Confiteor

Con el único objeto de obtener la ventaja de parecer sincero, adelantándome a quienes pertenecen al reducido grupo de familiares, allegados y amigos que tienen acceso involuntario a lo que escribo, confieso mi exhibicionismo.

Se trata de un exhibicionismo que no figura en los manuales de psiquiatría, pero la omisión no lo hace menos inmoral.

Es, como el otro, una irrefrenable tentación hacia el desnudo integral, aunque en mi caso y en el de cuantos escribimos consista en un streap-tease del alma y no del cuerpo.

El deseo de poner al descubierto lo que pienso y lo que me sugiere todo lo que veo y escucho es tan fuerte que no tengo suficiente con fijarlo, más o menos permanentemente, en una hoja de papel. Es necesario, además, que lo escrito sea leído.

Por si fuera poco, tampoco basta con que alguien lo lea. Es preciso que el lector me comunique la impresión recibida. Y, siguiendo en la línea de sinceridad que me he impuesto, he de añadir que pretendo que el producto de mi imaginación guste. Si no es así, y observo que causo tedio o indiferencia, un fuerte dolor de estómago me atenaza. Me siento fatal.

La situación es curiosísima porque, en el fondo, no me importa un bledo lo que el prójimo pueda pensar de mí, como persona. Pero la opinión ajena acerca de cómo escribe emborronador de cuartillas que utiliza mi cuerpo para andar por la vida, esa me preocupa mucho.

Entonces, diría alguien con talento, ¿por qué no te dejas de tonterías y te callas?

Dicho así, parece muy sencillo. Pero, ¡quiá! Lo que me sucede no tiene fácil arreglo. Viene a ser algo como una hernia mental para la que aún no ha sido ideado el braguero adecuado.

Cuando los humores encerrados en la hernia comienzan a pujar hacia el exterior, debe producirse cierta inhibición del intelecto que origina un fugaz apagón del raciocinio. Es como si los invisibles plomos del cerebro se fundieran. Para volver a la relativa normalidad con que actúo habitualmente no me queda otro remedio que escribir.

Tengo la certeza de que si la cosa se redujera simplemente a darle rienda suelta al bolígrafo y, una vez finalizada la racha creadora, me limitara a reducir el papel a trozos, como he hecho durante muchos años, mi pecado sería venial.

Sin embargo, desde hace algún tiempo necesito audiencia. Y esto me convierte en un ser hipócrita, vanidoso y cruel.

Soy un hipócrita redomado que, exteriormente aparenta indiferencia ante la falta de reacción positiva a mis escritos.

Cuando visito a un amigo y, como quien no quiere la cosa, dejo en sus manos un montón de cuartillas diciendo: «Toma estas naderías que escribí hace poco. Léelas sin prisa y ya me dirás que te parecen. Me gustaría conocer tu opinión. Sincera, ¿eh?».

Sin prisas, había dicho. Pero, ¡qué va! A los dos días justos, con una disculpa estúpida, vuelvo a casa de mi pobre amigo con el que hablo de asuntos sin importancia durante unos minutos.

Todo el rato, mientras charlo por los codos, las cuartillas no se apartan de mis pensamientos. He desarrollado una nueva potencia del alma.

La inocente víctima de mis ínfulas literarias me acompaña a la puerta. Nos despedimos y, a punto de marcharme, sin darle importancia y como si se me hubiera ocurrido en aquel instante, le pregunto: «¿Has leído aquello?»

«No; como me aseguraste que no corría prisa…», responde.

«Claro que no», confirmo cínicamente mientras pienso: mala puñalada te den, bandido.

La vanidad se ha apoderado de mí y ni siquiera tengo el consuelo de estar en condiciones de que la ocupación ha tenido lugar tras una resistencia épica. Al contrario; me he rendido sin disparar un solo tiro. Más aún; cuando llegó a mi lado, la esperaba con los brazos abiertos. No puedo negarlo; el recibimiento ha sido apoteósico.

Y es la mía una postura absolutamente lógica y, sobre todo, gratificante que actúa como un bálsamo sobre mi ego maltrecho y escocido.

¿Que no lee nadie lo que escribo? Peor para el público. El se lo pierde.

¿Que los pocos que tienen acceso al fruto de mi hernia mental, no caen en la cuenta de que han tenido la fortuna de tropezar con los chispazos de un genio oculto? Era de esperar. Pocos mortales han sido dotados de la inteligencia suficiente para comprender lo evidente.

¿Que una o dos personas se han hecho cargo de la brillantez de mis razonamientos, de la galanura de mi estilo y de la punzante ironía que encierran mis aparentes inocuas frases? Lástima que no existan más seres privilegiados como éstos. El mundo marcharía mejor si me hiciese caso, si se me atendiese y entendiese.

No me salga usted por peteneras. ¿Qué me va a decir? ¿Que soy un insoportable vanidoso? Eso no vale. No se moleste. Yo lo he dicho primero.

Además, me encuentro muy satisfecho y me soporto sin dificultad alguna. En realidad, es fácil llevarse bien conmigo. No hay que hacer otra cosa que estar pendiente de mí y reconocer que no hay otro como yo.

Lo de la crueldad con que trato a quienes se me ponen a tiro, es harina de otro costal. Es algo que, en el fondo, me desagrada.

Pero, ¿qué puedo hacer? Si no estoy en condiciones de hacer partícipe de mi talento a toda la humanidad, me parece justo que algunos, unos pocos, reciban ese beneficio aunque para ello estén abocados a experimentar ciertas molestias.

Admito que, en este caso, y sólo en éste, es válido aquello de que el fin justifica los medios.

Yo sé que resulta despiadado vigilar infatigablemente a quienes conviven, más o menos pacíficamente, bajo mi mismo techo. He pasado días enteros, sin desfallecer, esperando el momento adecuado para acorralar en un rincón a uno de mis deudos.

Entonces, cuando resignado a su sino, se apresta a tomar asiento en cualquier parte, mi barbarie alcanza su punto más innoble al exigirle que ocupe la otra silla, aquella que deja su rostro expuesto a la luz del sol de manera que no pueda ocultar sus menores reacciones ante lo que va a escuchar.

De cuando en cuando, interrumpo la lectura para preguntar: «¿Qué?»

Si el desgraciado oyente, masculino o femenino -pues soy, en esto, un ferviente defensor de la igualdad de sexos- ha estado pensando en sus cosas y como el error de inquirir a su vez «¿Qué de qué?», yo, bestialmente, vuelvo a releer el sutil párrafo tantas veces como sea necesario para conseguir que en aquella obtusa inteligencia se haga la luz y de sus labios brote un admirativo, «formidable».

De entre todos los miembros de mi familia, únicamente se ha librado de este tratamiento mi tía Pacita.

Se trata de una mujer adornada con el más notable talento natural que he visto en mi vida. De acuerdo con los cánones, no es persona instruida ni cultivada. En realidad, no ha pasado del segundo grado de enseñanza primaria. En la escuela nunca gozó de gran reputación como estudiante despierta y siempre ocupó el último banco, junto a la puerta.

A pesar de su carencia de cultura oficial, jamás he tenido que leerle dos veces mis relatos. Tampoco me he visto obligado a perseguirla por toda la casa para conseguir su atención. Al contrario. Cada vez que nos visita, ella misma me ruega le dé a conocer lo último que he escrito y sus entusiastas frases de elogio en las que incluye abundantemente, genial, fantástico, agudísimo, son la más clara demostración de su capacidad intelectual.

El reverso de la medalla, el polo opuesto de tan singular discernimiento se encuentra localizado en la persona de mi amigo de la infancia, Ernesto.

Cuando tenía siete años, mi condiscípulo Ernesto ganó un concurso infantil de redacción. Se trataba de un certamen de cuentos. Le concedieron el primer premio por su relato titulado: «¿Dónde están los brazos de la Venus?»

El hecho sería para sentirse verdaderamente orgulloso si no fuera porque el presidente del Jurado calificado, un Canónigo de la Catedral Basílica, era tío carnal del premiado.

Ernesto no volvió a escribir en su vida; ni una sola carta. Sin embargo, el galardón dejó una impronta indeleble en su carácter. A él que no le hablen de libros ni de autores. Parece conocerles a todos, por dentro y por fuera. Es como si, después de una intensa vida dedicada a las letras, se hubiera jubilado llevándose a su retiro todos los resortes y teclas que hacen funcionar la profesión.

¿Cómo puedo yo despertar un eco de entendimiento y comprensión en un tipo así? Es totalmente imposible.

No obstante, Ernesto, pérfidamente, imitaba a mi tía Pacita en lo que se refiere a solicitar la lectura de mis trabajos. Pero sólo en esto. Aquí termina todo parecido con la forma de ver las cosas de mi parienta.

La admiración de la hermana de mi madre se trueca, en el caso de Ernesto, en una hierática actitud tan expresiva como las más duras palabras de censura y desaprobación.

No será de extrañar, por tanto, que procure convencer al despiadado censor de mi escasa inspiración porque las musas me huyen como de la peste. Pero, en vano trato de escapar de su persecución y cuando, desfallecido ante su insistencia feroz, me rindo y accedo a leerle -solamente aquello que considero genial sin paliativos- lo hago con voz apagada y monótona que contribuye a menguar el brillo de mi estilo.

El, tumbado negligentemente en una butaca -de espaldas a la luz pues hasta en ese detalle me tiene comida la moral- escucha con aspecto aburrido y condescendiente. Su postura trata de darme a entender, y lo consigue, que está haciendo un sacrificio en nombre de la amistad.

Aunque no acierto a vislumbrarlos con nitidez, estoy seguro de que sus labios están fruncidos en una mueca despectiva y en sus ojos danza un destello sardónico.

¡Ojalá no advierta los indicios de los sentimientos asesinos que su actitud superior ha comenzado a despertar en mí!

Cuando termino de leer, no me atrevo a solicitar su opinión. No es necesario. Se incorpora en el sillón, sin ponerse en pie -todavía no- se frota el mentón con el dedo índice de la mano izquierda, fija la mirada en el techo y permanece mudo como una estatua.

Luego, lentamente, con la voz profunda y apenada de un juez que va a pronunciar una sentencia de muerte, dice dejando amplias pausas entre cada palabra: «Pues, …no sé…, el tema…, la sintaxis…, el desenlace…, puede que sí…, pero no…; definitivamente…, no sé… qué decir…»

Y, con esto, el ganador del concurso de redacción va desdoblándose con parsimonia, recobra la verticalidad y, en dos zancadas, se aleja dejándome hecho unos zorros hasta la próxima.

No ignoro que la opinión de semejante individuo, dueño del cerebro menos evolucionado de la humanidad, debería serme indiferente por completo, pero soy incapaz de tomarlo a broma.

Sus posturas parnasianas y sus palabras estudiadamente desdeñosas me sacan de quicio cuando, realmente, lo que debería preocuparme tendría que ser el beneplácito de aquel adoquín con piernas.

A pesar de todo, creo tan sinceramente en la calidad de lo que escribo, que no alcanzo a comprender cómo es posible que exista alguien lo suficientemente obtuso para no deleitarse con cuanto mi exhibicionismo pone de manifiesto para solaz y regocijo anímico de mis conciudadanos.

Seguiré escribiendo ya que dejar de hacerlo resultaría un inmerecido castigo para los amantes de la buena literatura. Además, aún tengo mucho que decir.

Continuaré exhibiendo mis sentimientos y si, algún día, insuficientemente estoico para soportar la estúpida contumacia de Ernesto, lo suprimo violentamente y doy con mis huesos en la cárcel, desde alguna oscura celda mis escritos proseguirán viendo la luz que a mi me será negada.

Lo que no estoy dispuesto a hacer es participar en concursos literarios. Existen demasiados canónigos y abundantes bienintencionados imitadores.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones sin partitura. Oviedo, 1987

¿Dónde están los brazos de la Venus?

La acusada indefensión en que se encuentra la Venus de Milo, siempre me ha causado una enorme desazón. Siendo niño, la primera vez que tuve ante mis ojos asombrados e inocentes un grabado que la representaba, me pregunté cómo era posible se tolerase semejante falta de caridad. Mi desconcierto aumentó al escuchar la respuesta del abuelo a quien pregunté por qué no le colocaban brazos ortopédicos.

«No seas majadero, niño», se limitó a decirme, antes de irse con un portazo que pudo oirse en la calle.

Pasaron los años, pero no mi curiosidad acerca de la doblemente manca deidad marmórea. Y, aunque nadie volvió a tacharme de necio, sin duda por no haber repetido nunca la desdichada pregunta, el interés que la obra de arte y las circunstancias que la rodean despiertan en mí no ha decrecido. Por el contrario, ha aumentado de tal manera que he decidido hacer cuanto pueda para saciar mi sed de conocimiento sobre el tema.

Comencé a leer cuanto, relacionado con la Venus, caía en mis manos. Sin embargo, la notable parquedad de la información contenida en diccionarios y enciclopedias no hizo otra cosa que exacerbar la fisgona pasión que me aquejaba.

En mi mente se amontonaban de manera insistente y machacona -superponiéndose velozmente, como cabalgando en incesante carrusel- una serie de interrogantes para los que no encontraba respuesta.

¿Cómo se llamaba su artífice? ¿Existió un modelo de carne y hueso o fue producto de la imaginación incorpórea? La falta de brazos, ¿se debía a olvido involuntario? ¿El escultor quedó de pronto sin marmol suficiente para terminar su obra? ¿Por qué tan desigual tratamiento del brazo derecho y el izquierdo? (Al primero le falta del codo para abajo; en el otro comienza la carencia en el mismo hombro). ¿Será ésta una oscura alusión política? ¿Al autor no se le daba bien el esculpido de manos y pretendió ocultarlo?

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A estas y más preguntas que no formulo, contestan otros -no yo- con descabelladas hipótesis de las que, naturalmente, no me responsabilizo.

No falta quien asegura que la Venus estuvo completa pero, aburrida, comenzó a comerse las uñas y no supo detenerse a tiempo. Ridículo, ¿verdad?

Tan absurda como ésta resulta la versión que afirma que el genial escultor, contemplando su hermosísima labor, llegó a sentir por ella tan morbosa pasión que osó hacerle claras proposiciones deshonestas. La fría escultura, al escuchar aquellas impúdicas palabras, se calló pero cuando el del cincel se le aproximó, creyendo, equivocado, que quien calla otorga -práctica evidentemente desconocida entre los seres inanimados- le propinó dos tremendas bofetadas (una con cada mano), que lo derribaron al suelo privado de conocimiento. Cuando el enamorado recobró el sentido, en un rapto de furor, tomó un martillo y, frenético, dejó a su amada como la conocemos en la actualidad.

A mí, éstas explicaciones me parecían absolutamente ajenas a la realidad y, desesperado ya de encontrar una que -de veras- pudiera stisfacerme, resolví hacer lo único que me sacaría de dudas para siempre.

Tomé el primer avión con destino a París y, llegado a la capital de Francia, me encaminé al Louvre. Afortunadamente, a la hora en que me vi ante las puertas del Museo, éste estaba cerrado. ¡Menudo papelito hubiera hecho si, por no haber planificado cuidadosamente la operación, comienzo a dirigirle preguntas a la Venus con el público como testigo! Probablemente, se me hubiera encerrado como a un pobre loco, pues la incomprensión humana no conoce límites.

Así que encaminé nuevamente mis pasos al modesto hotel en que me alojaba, aplazando la entrevista hasta el día siguiente.

Pasé una noche bastante agitada, sobre un incómodo lecho que no parecía acogerme con más simpatía que la dispensada por sus compatriotas bípedos a cuanto despide el más leve tufillo hispano.

Y eso que, razonaba yo, la cama -por el simple hecho de tener cuatro patas- debería ser doblemente sensible y tolerante.

El caso fue que, al amanecer ya había encontrado el procedimiento, sencillo y factible, para lograr un tête a tête con la Venus sin la molesta presencia de espectadores. Entraría en el Museo a última hora, poco antes de que se fuera a producir su cierre, para ocultarme, seguidamente, en uno de los cuartitos en cuyas puertas se indica, «toilettes-hommes», en el que permanecería hasta la noche. Con un poco de suerte y si ninguno de los vigilantes parecía de incontinencia, podría hacer realidad mi sueño de hablar con la diosa de alabastro.

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Llegado el momento, cruce el umbral de la gran puerta que facilita el acceso a la pinacoteca. Ascendí la escalera echando una indiferente ojeada a la Victoria de Samocracia -aquella que, en otras ocasiones, me había producido una grata sensación estética- colocada entre las dos alas de la amplia escalinata, y, apresurando el paso, sin correr para no llamar la atención, llegué a mi destino.

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En cuanto comprobé que no estaba siendo observado, me introduje silenciosamente en uno de los servicios y esperé.

No tuve que aguardar mucho tiempo. Pronto puede escuchar la voz de uno de los vigilantes que con tono profundamente nasal, incluso para un galo, pregonaba: «Allons, mesieurs. On va fermer. Allons.» Debía padecer un catarro imponente.

Los amantes del arte, obedientes, comenzaron a retirarse. Se oyó el rumor causado por unos pocos rezagados. Después, nada. Sólo el silencio interrumpido por el fragor de las puertas que se cerraban. Finalmente, la sosegada calma que me anunciaba mi absoluta soledad. Aún dejé pasar un buen rato hasta que me atreví a salir de mi escondite. Temía darme de bruces con alguna mujer del servicio de limpieza que, al verme, pondría el grito en el cielo. Tras ciertas vacilaciones en el curso de las cuales me repetía: «Vamos, no seas cobarde; ¿has venido desde España para no atreverte a hacer lo que siempre has deseado?, salí de mi escondrijo y me encaminé con paso cauteloso a la sala en que se encontraba el objeto de mi obsesión.

La enorme habitación se hallaba a oscuras pero la plateada luz de la luna que se colaba a través de las amplias cristaleras permitía ver perfectamente el elevado estrado sobre el cual, sola, la Venus parecía dispuesta a conceder audiencia a quienes, como yo, acudían sumisos a su muda llamada.

Me acerqué tembloroso. La emoción nublaba mi cerebro y atenazaba mi garganta. Con enorme esfuerzo, conseguí musitar unas palabras que pretendí resultaran respetuosas e inteligentes. Lo único que logré articular fue: «Goog night». La estatua no dió muestras de haber oído.

Entonces, temiendo que no pudieramos comunicarnos por falta de un idioma común, fuí diciendo en rápida sucesión: «buenas noches», «buona notte», «guten aben», «spokoinoi nochi», «boas noites». Tampoco así obtuve respuesta alguna. Recurrí después al esperanto, hablando lentamente y pronunciando con toda claridad. «Bonan vesperon», le dije, sin que saliera de su mutismo.

Frenéticamente, rebusqué en la mente y creí encontrar la solución al recordar que el saludo incomprendido en los idiomas utilizados hasta el momento era, en su propia lengua, «Kalós nicta». No bien lo hube dicho, se me vino encima un alud, en griego, del que no entendí ni una sola palabra.

Cuánto lamenté  entonces el tiempo perdido durante el Bachillerato. En aquella lejana época, el griego figuraba en el plan de estudios, pero las cosas funcionaban de tal modo que poco más que el conocimiento era necesario para aprobar la asignatura.

¿Qué podía hacer? Súbitamente, sin duda por hallarme en eso que, en España llamamos «más allá del Bidasoa», comencé a hablar  en fránces y, ante mi asombro, la Venus me respondió en el mismo idioma.

«No te extrañe que conozco este bárbaro lenguaje -me dijo. Llevo mucho tiempo aquí y, como puedes suponer, es el que con mayor frecuencia escucho. Lo que más difícil me resulta es pronunciar la u. Ya sabes -añadió- que para hacerlo es preciso colocar los labios en forma de canuto y el material del que estoy hecha no es de los más dúctiles.»

«Pero bueno -prosiguió la diosa-, ¿Quién eres, de dónde vienes, y que deseas de mí?»

Cuando escuchó mi nombre y que procedía de España, preguntó, «¿Y por donde cae eso?»

Con ciertas dificultades, logre hacerle comprender el emplazamiento geográfico de mi patria. Luego quiso saber qué sistema político teníamos establecido. Le dije que España, en la actualidad -pues anteriormente no había sido lo mismo- contábamos con un régimen de monarquía parlamentaria, cámaras de diputados y senadores, que dictaban leyes poniéndolas antes a estudio y votación.

«Eso -me interrumpió nerviosamente- es la democracia, inventada por mi pueblo hace ya muchos siglos. ¿Y funciona bien?», quiso saber.

«Bastante bien», concedí. «En realidad, aún no se ha encontrado nada menos malo. Pero perdóname -corté, un poco groseramente. He viajado desde muy lejos buscando respuesta a las preguntas que vengo planteándome ya durante demasiado tiempo.»

«Tienes razón, dispensa y dime cuanto quieras -accedió graciosamente.»

Entonces, le conté apresuradamente todo lo que, años y años, había excitado mi curiosidad y privado mi reposo.

Ella no truncó mi relato ni una sola vez. Escuchaba atentamente, ahora iluminada lateralmente por la luz de la luna que había ido desplazándose lentamente. La escena tenía algo de irreal y fantasmal pero yo, dejando aparte un leve temor a ser sorprendido antes de dar fin a mi interrogatorio, me sentía radiante.

Cuando hube terminado, fue ella la que comenzó a hablarme con una voz tan dulce y afectuosa que me creí hechizado. Me contó que había perdido la cuenta de los años que se llevaba cautiva. Lo que habían hecho con ella no tenía otro nombre que secuestro. Nadie había contado con su opinión para sacarla, dentro de una incómoda caja de madera, de su tierra y traerla a ésta, tan lejana y distinta.

«Aún antes de ser descubierta en 1820 -continuó hablando- cuando me hallaba enterrada bajo más de tres metros de arena, en Milo, nunca había pasado frío. Claro que en Grecia se disfruta de un delicioso clima soleado. Por el contrario, aquí hace un frío insoportable. Cada vez que deja de funcionar el aire acondicionado, me constipo. Y ni siquiera me queda el consuelo de estornudar, porque, ¿cuando se ha visto hacer semejante cosa a una estatua?»

En un arranque de galantería, me despojé de la chaqueta y se la coloqué sobre los hombros. La Venus agradeció el gesto con afectuosas palabras, añadiendo «¡qué diferente eres al malnacido mozo de cuerda que me sacó del embalaje! Aquel hombrón, gordo y grasiento, con un bigote igual que un cepillo, rascándose el cogote con dedos como morcillas se atrevió a decirme: «Pues, ¡está buena la tía!»

«En cuanto a la razón de mi incompleta anatomía, nada tiene que ver con la serie de sandeces que se rumorean entre los muchos cabezas huecas y desocupados que pueblan el planeta. La única y triste verdad es que, en el momento de retirarme del lugar en que me encontraba oculta, tan fuerte y desmañadamente tiraron de mí, que me dejaron así.»

«Pero, no te aflijas -agregó rápidamente al ver mi gesto de espanto-, no me hicieron daño; ni siquiera sangré un poquito. El manazas que cometió el desaguisado, enterró profundamente mis miembros e hizo correr la voz de que me faltaban las extremidades superiores. Te aseguro, no obstante, que mis manos eran un dechado de perfeccción y por una sóla de mis caricias, cualquier mortal habría perdido su alma.»

«No puedo decirte el nombre de mi creador, pues nunca lo supe. Carecía de fama y era un chambón totalmente desconocido que no daba una a derechas. Obtuvo un pleno conmigo, pero ni antes ni después de mí hizo algo que valiera la pena.»

«Sin embargo -siguio, después de reflexionar unos instantes-, nada de cuanto te he revelad me produce tanta tristeza como el hecho de sentirme rebajada, año tras año, por las mujeres que vienen al Museo adornadas con sus mejores galas. Estamos en Francia, y Dior, Balmain, Saint Laurent, Cardin y otros compiten cada estación para que las parisinas parezcan siempre más jóvenes y elegantes. En cambio, yo siempre con el mismo trapo pétreo a punto de deslizarse caderas abajo. ¡Pensar que he de escuchar impávida cómo se quejan de no tener nada que ponerse!»

«En la esencia de lo femenino se encuentra profundamente implantado el deseo de la variación. Ser hoy rubia y mañana morena; llevar ahora el pelo muy corto y otro día larga la melena, debe ser un placer inigualable que me ha sido denegado. Mira mi peinado. He nacido con él y seguiré luciéndolo hasta el fin de mis días, sirviendo de chacota a quienes, sin el menor empacho, comentan en voz alta, y entre risas irónicas qu eme encuentro un poco pasada de moda.»

«Debiera consolarme con el pensamiento de que los gustos cambian. Es cierto que los cánones de la hermosura son tornadizos y, si hoy no estoy a la última, quizás dentro de trescientos años pueda considerárseme una vanguardistas, pero eso no me hace feliz.»

Al escuchar aquellas amargas quejas, todo mi ser se rebeló contra lo injusto de la situación soportada con admirable dignidad y sin protestas, hasta ahora, por la que siempre había sido mi ídolo y, deseando decir algo que aliviase, aunque sólo fuese mínimamente, su dolor, me atreví a decir:

«Después de lo que me has confiado, comprendo tu angustia. Para mí, toda mujer tiene mucho de diosa, cada estatua tiene algo de mujer, y las diosas tienen tanto de mujeres como de estatuas.»

«Te ha salido una frase muy bonita, aunque algo enrevesada pero, -me interrumpió- con ella has demostrado tu candidez. La diosa, la mujer y la estatua son proposiciones conceptuales intratables y, por ello, incomprensibles. Esto, consideradas separadamente. Pero, si las examinas como un terceto indivisible, de la forma en que debe hacerse en mi caso, entonces, te das de bruces con algo inaccesible al entendimiento humano.»

«De todos modos, -prosiguió- no creas que dejo de agradecer el esfuero que haces. Aprecio en cuanto valen tus sentimientos, pero me asalta el temor de que te atraigan la desgracia.»

Hacía rato que yo había advertido un cambio en el cielo visible más allá de la vidriera. El día había comenzado a despuntar y debía irme antes de que alguien me sorprendiese. La Venus, con una perspicacia digna de cuanto era, comprendió lo que sucedía y me dijo: «Ha llegado la hora. Vete. Pero antes de irte, bésame.»

Asombrado, obedecí. Me acerqué y, tímidamente, la besé en la mejilla.

«Te he dicho que me beses. Hazlo como si fuese sólo una mujer.»

Entonces, como empujado por una fuerza desconocida, hice realidad lo que tantas noches había soñado. La besé en los labios, larga y apasionadamemente.

Al principio sentí un frío espantoso. Luego, poco a poco, aquella sensación gélida fue tornándose en otra más cálida hasta convertirse en ardiente caricia. Durante breves instantes, noté unos inexistentes brazos rodeando mi cuello y unos larguísimos dedos acariciándome los cabellos.

Como en trance, me encaminé a la puerta y, cuando estaba a punto de salir por ella, escuché la voz de la Venus que me decía: «¡La chaqueta, llévate la chaqueta!»

Con la prenda en mi poder, salí apresuradamente de la sala y volví a ocultarme en el servicio.

Transcurrió el tiempo y, cuando ya me consideraba seguro de no ser descubierto, alguien entró, y algo sospechoso debío advertir pues, de muy malos modos, dijo, «¿Quién anda ahí? Salga inmediatamente.»

Como no podía hacer otra cosa, acaté la orden y me presenté ante el airado vigilante que, visiblemente desconcertado, preguntó: «¿Por dónde ha entrado usted? Todavía no hemos abierto las puertas.»

Satisfecho porque había conseguido realizar mi propósito y seguro de que nada malo podría sucederme, dije la verdad, o por lo menos, parte de ella: «He entrado por la puerta, pero lo he hecho ayer por la tarde. Pasé toda la noche en el Museo. Me he dormido en el servicio.»

Mirándome fijamente, me ordenó que le acompañase al despacho de su jefe. Le seguí en silencio. Allí me pidieron la documentación y, tras tomar nota de los datos que figuraban en el pasaporte, solicitaron mi conformidad para registrarme. Como no tenía nada que ocultar, les dije que sí. Lo hicieron concienzudamente y, después de una breve conversación en voz baja, me acompañaron a la puerta, que abrieron para mí, y me despidieron cortesmente.

Respirando a pleno pulmón el embriagador perfume delas avenidas parisinas, caminé al azar en aquella mañana de primavera. Cuando llegué a los Campos Elíseos, eran cerca de las doce. Las terrazas de bares y cafeterías eran un muestrario multicolor de razas y gentes distintas. Me senté en el exterior de un bistrot y, mientras tomaba lentamente el café y croisants que me sirvió un simpático camarero español, acudió a mi mente el recuerdo de una de las confidencias que hacía pocas horas había desgranado para mí la desgraciada Venus.

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Un turista, puede que uno de aquellos sentados cerca de mí, había entrado en su sala. Iba calzado con unas polvorientas sandalias, llevaba pantalón corto y una horrible camisa floreada. En su cabeza cabalgaba una absurda visera de base-balle. Masticaba chicle rítmicamente, sin darse instantes de reposo y repetía continuamente «O.K., O.K.». Cuando se detuvo ante ella, con fuerte acento americano, dijo al guía que le acompañaba: «Qué desencanto; si no es negra, ¿por qué la llaman la Venus del Nilo?»

¡Pobre diosa griega!; ¡a cuántas vejaciones se ha visto sometida!

Cuando me sentí cansado del incesante ajetreo y empecé a advertir que el olor a gasolina y aceite quemado iba ganando la partida a los efluvios primaverales, tomé un taxi, hice que me aguardara en la puerta del hotel mientras recogía la maleta y abonaba la cuenta, y me trasladé al aeropuerto.

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Dos horas más tarde, el avión que me devolvía a España sobrevolaba París. Contorsionándome un poco, podía ver la Plaza de la Concordia, Trocadero, el Sena, algunos puentes que cruzan el femenino río, el herrumbroso andamio del que tan orgullosos se sienten los frnceses, y muchos otros lugares que figuran en cualquier guía que se precie de serlo.

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Lo que no pude ver, aunque me disloqué el cuello en el intento, fue el Louvre. Ojalá fuese una advertencia de que la Venus había desaparecido de mi vida para siempre y nunca volvería a formar parte de mis sueños. Fueron demasiados años de obsesionantes inquietudes y ahora tenía derecho a descansar. Ya sabía cuanto podía saberse de tan penoso asunto y, desafortunadamente, nada podía hacer por mi desventurada diosa-mujer-estatua.

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París se desvaneció en la distancia y unas horas más tarde agotado por las emociones y por el viaje, reposaba en mi propia cama, en la que tantas veces me había visto acosado por el enigma de …

Pero, no; no podía consentirme volver a encaminar mi pensamiento por aquellos derroteros. Hice un esfuerzo y satisfecho al comprobar que mi voluntad respondía, me dormí profundamente.

Cuando desperté, sentía unas agujetas tremendas. De momento, no comprendí, pero, de pronto recordé. Había pasado la noche soñando que me encontraba en Milo. Estaba cavando un profundo hoyo. Manejaba la pala como si me fuera en ello la vida. Sudaba a chorros y tenía una sed espantosa, pero no quería detenerme. Tenía que recuperar los brazos de la Venus.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones sin partitura,1987.

Recorte de prensa de 1987: 2º Premio en el VII Concurso de Cuentos de Carreño a Pedro Martínez Rayón por "Dónde están los brazos de Venus"

Recorte de prensa de 1987: 2º Premio en el VII Concurso de Cuentos de Carreño a Pedro Martínez Rayón por «Dónde están los brazos de Venus»

Carta de desajuste

Aún no se me ha olvidado la ocasión en que, por primera vez, como alumno de segundo curso de Ciencias de la Información, me enviaron a la calle, grabadora en ristre, a realizar una encuesta.

La pregunta clave, abierta de par en par, daba lugar a muchas otras partiendo de las eventuales respuestas. Se trataba, simplemente, de conocer la opinión que TVE merecía  a los viandantes masculinos. De las mujeres se encargarían otros más afortunados que yo.

No me dieron instrucciones concretas, limitándose a decirme: «Hala, a ver como te las arreglas! Luego escribirás un artículo basado en lo que escuches.»

Recuerdo que, un poquillo nervioso, me dirigí al Retiro pensando que quienes se encontraran allí no tendrían mucha prisa y responderían de mejor grado que los transeúntes que circulaban precipitadamente por las pobladas calles madrileñas.

Después de meditarlo un momento, y tras vacilar repetidas veces, opté por un señor de mediana edad que, sentado plácidamente en un banco, dejaba vagar perezosamente su mirada sin fijarla en ningún sitio en particular.

Me senté a su lado y luego de saludarlo con un tímido buenos días, le confesé lo que pretendía de él, añadiendo que era la primera oportunidad en que hacía aquello. Junto a él tenía un neófito con grandes deseos de lucirse. Inmediatamente, me tranquilizó, prometiendo responder a cuantas preguntas le formulase.

Entonces, tratando de aparentar mayor seguridad de la que realmente sentía, hice la consulta inicial de la que esperaba se convirtiera en una brillante carrera plena de aciertos y triunfos

«¿Qué opinión le merece TVE?», indagué con la boca seca por la emoción.

«Lo que más me agrada de T.V. son los anuncios. Me encantan», dijo con acento de sinceridad. «Pero -continuó mientras aspiraba hondamente el humo del cigarrillo recién encendido- los destrozan totalmente intercalando con machaconería trozos de películas, partidos de fútbol y otras zarandajas. La Dirección General del ente público parece no comprender que la publicidad es el motor de la economía. La industria, el comercio y las finanzas se irían al traste sin el concurso formidable de la voz y la imagen publicitarias que, echando las campanas al vuelo, cantan las excelencias de los diferentes productos y servicios. Las autoridades televisivas ignoran que el rancio refrán de el buen paño en el arca se vende, ha pasado a mejor vida. Actualmente, quien no se anuncia no se come una rosca. Por esa razón, no quisiera por nada del mundo ser uno de los responsables de la hecatombe económica que se avecina. Es de todo punto continuar así. Deben cesar de inmediato los programas estúpidos que nos empujan a la ruina. Terminemos con las memeces; publicidad desde que se inicia la programación hasta que finaliza. Si acaso, breves tele-filmes en los que se muestre con detalle la fabricación de artículos de consumo, los métodos de trabajo en cadena y cosas por el estilo.»

Como mi primer cliente parecía dispuesto a continuar por idénticos derroteros, me permití pulsar el stop del aparatito; cortésmente me despedí agradeciendo su inestimable -y, a buen seguro, poco frecuente- opinión y me fui.

Hacía unos instantes, el sol, que hasta entonces mantenía con las nubes una enconada lucha para adueñarse del firmamento, se ocultó.

Resultaba superfluo disponer del título de meteorólogo para pronosticar una pronta lluvia. Efectivamente, no llegué a disponer del tiempo necesario para abandonar el Retiro. Cuando me acercaba a una de sus salidas, allá arriba se abrieron las espitas y el agua inició su descenso. Se trataba de un chaparrón impresionante que puso en desordenada fuga a cientos de paseantes.

Era como, si de pronto, se hubiese dado la orden de salida para un alocado maratón con metas en lugares diferentes.

A toda velocidad crucé la puerta del inmenso parque, atravesé la calle General Álvarez y enfoqué la del Doctor Castelo. No muy lejos, en la acera derecha, un letrero luminos, apagado entonces, pero no menos visible por ello, me indicaba donde podía encontrar refugio. Decía Cayena Pub.

Arriesgándome a tumbar de espaldas a cualquier atrevido que, a pesar de aquella manera de llover, se dispusieron a abandonar el establecimiento, atravesé su umbral y pasé al interior.

La instalación era moderna, demasiado para mis gustos más bien tradicionales. Mucha luz indirecta y escayola. En las ventanas, visillos color rosa de aspecto polvoriento. Una barra diminuta, el pavimento cubierto con moqueta verde limón que desentonaba rabiosamente con la decoración. Veinte o treinta mesitas cuadradas coronadas por ridículos mantelillos de encaje de imitación completaban el cuadro.

Al entra, no había muchos clientes. Después, a medida que la incesante lluvia acosaba a la gente, las mesas vacías fueron siendo más escasas.

A mi  espalda, en la mesa inmediata, dos personas hablaban con entusiasmo de teatro y cine. Agotado, probablemente el tema, la emprendieron con la televisión.

Hasta entonces no había prestado atención y sus palabras venían a ser una especie de música de fondo a mis reflexiones. Pero, tan pronto como escuché el vocablo T.V. agucé el oído.

Lo primero que me llamó la atención fuel el tono de voz de las dos chicas. Por lo que decían supe que una se llamaba Puri y la otra Merche. No me atreví a volverme para echarles una ojeada.

En aquella época, con la inocencia de los periodistas en embrión, aún creía que la primera virtud de un informador debía ser la discreción. Más tarde comprendí lo equivocado que estaba.

De pronto me decidí. Si hablaban de televisión ¿qué mal podía existir en que las entrevistase? Nada, fuera temores, y a por ellas.

Me puse en pié, giré la cabeza y la sorpresa estuvo a punto de hacerme perder el equilibrio y la facultad de emitir sonido alguno.

Frente a mi se hallaban sentados dos seres de difícil definición. Iba a decir indescriptibles o inenarrables, pero recordé a tiempo que ambas palabras estaban proscritas del vocabulario particular de quien deseara escribir. «Si te consideras incapaz de describirlo todo, dedícate a otra cosa. Si puedes narrarlo todo, no utilices esas palabras», decía uno de nuestros profesores.

Así que, tratando valientemente de recobrarme de la impresión, me acerqué, confesé que involuntariamente había escuchado su conversación y les rogué que me confiaran su opinión sobres la dichosa T.V.

Aceptaron, aparentemente de buen grado, me invitaron a sentarme a su lado y, mientras expresaban su parecer, aproveché el tiempo para fijarme bien en mis acompañantes.

Por sus rasgos faciales, por el timbre de sus voces, el tamaño de sus manos, y el vello que adornaba el dorso de sus manos, eran dos hombres.

De caer en la trampa de sus nombres, del abundante maquillaje que cubría ambos rostros, del tinte que había convertido sus cabellos en una rara estopa platinada y de las palabras que utilizaban, debía admitir que me encontraba en compañía de dos mujeres.

Reflexionando más a fondo, hasta el punto de no enterarme de lo que decían, llegué a la conclusión de que estaba ante dos hermafroditas temperamentales, entes en contradicción consigo mismos, objetores de sus propias personalidades y en lucha continua contra sus anheladas antítesis.

¿Se darán cuenta de su triste situación o tendrán la fortuna de vivir su vida en la bendita inconsciencia de la ignorancia?, me pregunté.

Cuando terminaron de hablar, les di las gracias y me despedí aún sumido en pesimistas cavilaciones. Me acerqué a la puerta y comprobé aliviado que el sol volvía a lucir. Sentía curiosidad por escuchar las declaraciones de Merche y Puri, pero esperaría a llegar a casa donde podría poner en marcha la grabadora sin temor a interrupciones molestas.

Ensimismado todavía en lo que acababa de contemplar, caminaba calle adelante cuando me di un encontronazo con un hombre que marchaba en dirección contraria leyendo el periódico. Impedí que se fuera al suelo sujetándolo fuertemente por el brazo y le pedí excusas por mi torpeza.

No le dio importancia a lo sucedido y aún fue tan amable de aceptar mi petición de qué me confiara su parecer acerca de la televisión.

Quizás lo que le prestara su aire poco común fuese su blanca perilla, réplica exacta del cabello cortado a cepillo que coronaba su abultada cabeza. Me hizo pensar que si se pudiera al revés, es decir, boca abajo, la incómoda postura no aportaría gran diferencia a su aspecto facial.

Cuando se encontró dispuesto a hablar, comenzó diciendo que antes de emitir su veredicto era preciso me hiciera saber algunas particularidades de su existencia. Dijo que era ingeniero electrónico, especialista en sonido. Se había jubilado hacía algunos años. Acaso por deformación profesional, o Dios sabía por qué, nunca había sentido respeto por la televisión. Pero, cuando el invento se introdujo en España, adquirió un receptor y el día que se lo llevaron a casa tuvo la ocurrencia de sentarse ante el aparato y contemplar toda la emisión; desde la carta de ajuste hasta el cierre.

Se había sentido tan defraudado, tan harto de las ordinarieces que trasmitían, que muy pocas veces había vuelto a mirar a la pantalla.

Sin embargo, estaba convencido de que una postura pasiva no era suficiente y, haciendo uso de sus conocimientos profesionales diseñó un sistema -en su opinión muy sencillo, pero para mí, lego en la materia, sin pies ni cabeza-, según el cual, mediante la inclusión en el circuito de un sensor conectado a un ordenador que retenía las palabras como «nuevo»; «actual», «moderno», «champú», «joven», «espuma», «técnica», «desodorante», «blanco» y otras, el aparato se desconectaba automáticamente tan pronto como se iniciaba un bloque publicitario, volviendo a entrar en funcionamiento cuando terminaban los anuncios.

Amargamente, reconocí después que el proceso llevaba implícito un fallo en el que no pensó cuando lo ideó. El fracaso se producía a causa de que cualquier espacio no publicitario podía incluir -y, de hecho incluía- las palabras clave y el aparato, como si se hubiese vuelto loco, se encendía y apagaba continuamente.

El descontento propietario delas dos perillas, o los dos tupés -no puedo ser más preciso- terminó revelándome que sus aspiraciones iban ahora más allá. Lo que había conseguido hasta entonces sería juego de niños cuando diera fin a lo que se traía entre manos.

Con mucho misterio y negándose a que aquella parte de su declaración fuese grabada, me hizo partícipe de su gran secreto. Tenía muy avanzada la construcción de un aparato con el cual interferiría e impediría la transmisión de todo mensaje publicitario.

A nivel mundial, añadió con un brillo diabólico en los ojos ocultos tras las gafas de gruesos cristales. Piense usted en los satélites, dijo por último antes de alejarse.

Después de aquello, no me quedaban ánimos para volver a poner a prueba mi suerte. Así que, en cuanto localicé un boca de metro, acompañado por lo que me pareció medio Madrid, descendí las escaleras y conseguí no morir en el empeño de introducirme en un vagón a punto de reventar. Eran las ocho menos cuarto de la tarde. Hora punta.

Impaciente, ascendí los nueve pisos que separaban la calle de mi domicilio, echando una resignada ojeada al familiar letrero de «No funciona» que, estoy convencido, debe ser facilitado por la casa al instalarse en el momento de colocar el ascensor.

En cuanto estuve en mi habitación, cómodamente repantigado en una mecedora, hice retroceder la cinta hasta el momento en que iniciaba su respuesta Puri.

«Pues a mí -aseguraba éste/a con acento en que se adivinaba un mohín de coquetería- me chiflan los pases de modelos; cuanto más atrevidos mejor. Sobre todo, los de ropa interior. Esas prendas finísimas, de tenue seda tienen que ser una caricia para la piel, ¿verdad, tesoro?»

Debía dirigirse a Merche, pues éste/a, respondía con voz de sochante y sonsonete de frágil damisela: «Claro, cariño, ¡qué gozada! Pero, qué va. A esos patosos de Prado del Rey, sólo les excitan los combates de boxeo, partidos de fútbol, el torneo de las cinco naciones y ese horror de corridas de toros. Pobres animalitos de mi corazón. a ellos deberían torearlos. y puede que a más de uno habría que afeitar.»

Intervenía de nuevo Puri para afirmar que mucha democracia y muchas narices pero, en realidad, no se respetaban los derechos humanos. Cada persona debería ser libre para ejercitar su opción individual a vivir de acuerdo con las normas del sexo que prefiriese.

«Bravo, Puri, amor. Tienes un pico de oro. Estoy segura de que si te decidieses a crear un partido político, te forrabas de votos», tercio Merche.

Basta, basta ya, decidí apagando el aparato. Como mañana no se me dé mejor esto, estoy fresco. Buen artículo voy a escribir si no encuentro nada más interesante.

Mientras tanto, la noche había caído y, cosa absolutamente normal, no se rompió nada. La noche lleva millones de días cayendo y jamás se fracturó un tobillo. Claro que, cuenta con un entrenamiento envidiable.

A la mañana siguiente, fortalecido por ocho horas de sueño ininterrumpido, salí a la calle con renovados bríos. Fuera temores. La vida es de los audaces, me decía, guiñando los ojos a causa del sol, que me daba en la frente.

Con estas sandeces y otras aún mayores que no declaro por pudor, me trasladé una vez más al Retiro y, osadamente, le disparé a bocajarro mi pregunta a un viejecito de apariencia inofensiva y bonachona.

Su respuesta fue un modelo de síntesis: «No puedo contestarle, pues carezco de suficientes elementos de juicio. Si, poseo un aparato. No, no está estropeado. Me han cortado la corriente por falta de pago. Soy jubilado de la Renfe.»

Sin dejarme amilanar por semejante fracaso, me revolví como una alimaña y me encaré con mi próxima víctima, un hombre altísimo con cara de pocos amigos, pero, según dijo, dispuesto a hablar.

«Podría revelarle aspectos desconocidos acerca de la contemplación de imágenes en movimiento, pero soy individuo de pocas palabras. Sostengo firmemente que si la palabra es plata, el silencio es oro; en boca cerrada no entran moscas; por la boca muere el pez y la palabra más elocuente es la que no ha sido dicha.»

» De todos modos, ya que ha sido usted tan amable de solicitar mi opinión, haré una excepción, aunque sólo sea como mera devolución de su cortesía. Le responderé con toda brevedad, sencillez y veracidad. Verá usted.»

«Yo desciendo de familia modesta, no sobrada de recursos económicos, cosa que me obligó a abandonar los estudios tan pronto como supe leer y escribir. Por entonces, mi maestro de primeras letras había despertado en mi alma infantil una insaciable sed de saber…»

«Pero, pero, ¿qué tiene que ver…?», interrumpí desconcertado.

«Espere y verá, joven -respondió imperturbable. Pronto hallé la solución. Si no podía continuar estudiando de manera oficial, lo haría a mi aire y sin intervención de autoridades académicas. Por una módica suma mensual, podía acudir a la Biblioteca Pública y leer y releer…»

«Perdone, señor», corté impaciente. «Le he preguntado por su opinión sobre la televisión y no veo que esto tenga que ver con…»

«Todo se andará, jovencito», interpuso a su vez mi entrevistado sin descomponer la figura.

«…cuanto se encontraba archivado en aquel templo del saber. Leí incansablemente; cada minuto que el desagradable deber de procurarme la grosera pitanza me dejaba dueño de mis actos lo dedicaba a la gozosa adquisición de cultura. Mi figura llegó a hacerse tan familiar en la Biblioteca que ala mesa ante la que, indefectiblemente, me sentaba se la llegó a conocer por la mesa de la M, en exquisita alusión a mi saber enciclopédico, mi apellido Martínez y una clara referencia a la Real Academia de la Lengua…»

«Vuelvo a rogarle me disculpe si cerceno descortésmente su docta disertación, pero, o me responde con dos vocablos, o lo dejamos. A ver, ¿qué opinión le merece T.V.E.?»

«Abominable fiemo», contestó alejándose de pésimo humor aquel ambulante volumen en rústica.

Dos intentos y otros tantos fracasos, pensé con amargura. No obstante, encogí mentalmente los hombros (inténtelo y comprobará que puede hacerlo) y, resuelto a no marrar en el empeño, orienté el rumbo hacia la primera persona que se me puso a tiro.

Se trataba de una criatura del sexo masculino, de apariencia apocada que parecía caminar sin destino definido, dejando que los pies embutidos en zapatos cubiertos de polvo, lo llevaran a cualquier sitio.

«Dispense usted, señor -le dije repitiendo una vez más la pregunta que ya había logrado despertar en mi una inexplicable repulsión-: ¿qué le parece al televisión española?

«Pues, verá -respondió prontamente, deteniéndose en seco (recuerde que había cesado de llover y hacía un día imponente)-, me temo que no voy a serle de ninguna utilidad.»

«Ah, ya entiendo. No la ve usted.»

«La veo y no la veo. La veo de pasada, cuando entro en una cafetería, pero esa no es la manera. Suele haber tanto barullo y ruido que no puedo decirle si me gusta o no, si es buena, mala o regular. Y en casa…»

«En casa no la tiene», dije velozmente deseando cortar de raíz la posibilidad de encontrarme  con un encuestado tan insoportablemente locuaz como el anterior.

«Tampoco es eso. En casa tengo un receptor, pero no funciona. Lo he mandado a arreglar muchas veces sin resultado alguno. Me dicen que no tiene ninguna avería y, a pesar de todo, con capta sonido ni imagen. Verá usted, yo vivo solo y, por ello, cuando me marcho a la oficina dejo la llave del piso al portero que se la entrega al técnico. Luego éste  me llama por teléfono diciendo que el aparato marcha a la perfección y que le debo 1.500 pesetas de la salida. Por la noche, yo llego a casa y nada. Ya estoy más que harto.»

Con estas palabras se alejó lentamente, arrastrando los pies con tal aire de abatimiento que causaba lástima.

En cuanto se fue aquel frustrado televidente, se me acercó un chico joven, aproximadamente de mi edad, que me dijo: «He oído lo que le ha dicho ese señor. Yo soy el técnico que visita regularmente su domicilio. Su aparato no tiene ninguna avería. Estoy dispuesto a jurarlo ante Dios y ante los hombres. No se me ocurre otra cosa que pensar que se le olvida pulsar el interruptor de encendido. No me atrevo a decírselo.»

«Yo sí», atajé, corriendo ya hacia la figura de mi reciente entrevistado que estaba a punto de desaparecer tras una esquina, al fondo de la calle.

Tan pronto como le alcancé, disparé a bocajarro, sin preámbulos: «¿Le da usted al botón de encendido»»

Él, con ojos inocentes en los que se reflejaba todo un mundo de sorpresa y esperanza, respondió con otra pregunta: «Y, ¿qué botón es ese?

«Uno señalado con la palabra ON, osea, o, ene.»

Cuando comprendió, pareció trasformarse en otro hombre. Me dio calurosamente las gracias y se puso en marcha nuevamente hacia su solitario piso. Ahora caminaba con paso firme y hasta los zapatos parecían haber recuperado el brillo de otra época mejor, sin complicados botones misteriosos.

Una sensación de placidez me invadió. Era plenamente consciente de haber asistido al nacimiento de otro teleadicto. Incluso podía considerarme un poco como su padre.

En aquel momento de plenitud vi que se dirigía hacia mí un viejecito que andaba lentamente apoyándose en un nudoso bastón. Llevaba el cuello del abrigo levantado hasta las orejas y contaba con el refuerzo de una gruesa bufanda de lana, tejida quizás a mano, amorosamente, por una nieta que, a cambio sería probablemente abroncada por el uso de la minifalda y el abuso de los Ducados.

«Le ruego me disculpe, señor -le dije decidido. ¿Podría decirme qué, etc»

«¿Cómo dice?», inquirió con una voz cascada mientras me contemplaba con la misma benevolencia que si, de pronto, le hubiese colocado una víbora ante las narices.

«¿Qué si tiene la bondad de decirme qué opinión le merece Televisión Española?»

«Ah, creía que… pero, bueno. Si se trata de eso, le diré: Para mí, patriota donde los hay, la opción de que carece la aviación española, a pesar del programa Faca…»

«No, no señor. No le pregunté por la opción de que carece la aviación española, sino sobre…», dije elevando la voz un par de tonos con lo que conseguí que algunos transeúntes se volvieran a mirarme indignados ante tamaña falta de consideración hacia quien podía ser mi abuelo.

«Si se empeña en hablar en voz tan baja, no voy a poder entenderle», continuó el portador de la tremenda estaca, moviéndola impaciente. «Esto es un robo descarado -añadió golpeando la contera contra el pavimento. Compré las pilas hace cuatro días y ya deben de haberse agotado. Vamos, hable más alto y no me haga perder tiempo.»

«Si no tiene usted inconveniente -repetí a grito pelado- desearía que me diera a conocer…»

«Entendido jovencito. Pues le diré. Quiere usted saber qué sensación me ofrece la selección española. Pues lo siento, amigo, no soy aficionado al fútbol. Lo mío es el levantamiento de pesas y el judo. Ahora ya no, pero debería de haberme visto hace cincuenta años. En 1916, gané…»

Entonces hice algo de lo que me creía incapaz. Oprimí con fuerza el botón de stop de la grabadora y, a escape, desaparecí de escena sin despedirme.

Al día siguiente, devolví a la Facultad el trasto infernal que me había causado tantas molestias, sorpresas y sinsabores.

Estaba seguro de que, con mi decisión de abandonar los estudios de periodismo, iniciaba una guerra de familia, pero también tenía la certeza de que, cuando conociesen los motivos que me impulsaron a tomarla, se firmaría un armisticio duradero. Sin rencores.

De ninguna manera estaba dispuesto a escribir si entre mis futuros lectores se encontraban algunas cabezas como las conocidas hacía poco tiempo.

El público me comprendería más fácilmente si prestaba atención a sus pies.

Si, me haría pedicuro.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones sin partitura. Oviedo, 1987

Falta un cadáver. Sobran dos hombres y un perro

Creo que desperté a causa del absoluto silencio y de una sensación, nueva para mí, de flotar suavemente en el espacio.

Había desaparecido por completo aquel traqueteo infernal iniciado tan pronto como el expreso que me llevaría de Oviedo a Madrid, salió de la estación y comenzó a adquirir velocidad. Recordaba que me acosté en la estrecha litera y, después de varios intentos de concentrarme en la lectura del libreo que había seleccionado para la ocasión, hube de apagar la luz y tratar de dormir. No podía concentrarme y mis ojos recorrían una y otra vez la misma línea sin enterarme de nada. Era imposible con tal estrépito de maderas que chocaban entre sí. El paso de las ruedas del convoy sobre cada una de la juntas de dilatación de las vías añadía sus notas machaconas al concierto. En cambio, ahora, no se escuchaba un solo ruido.

Como me había sucedido en otras ocasiones, lamenté no haber realizado el viaje en automóvil. Hubiera sido más cómodo y rápido y, sobre todo, me habría ahorrado el suplicio. Sé que hay muchas personas que, no sólo no se sienten molestas en situación semejante, sino que, incluso, duerme mejor que en su propio lecho. Yo, desafortunadamente, no me encuentro entre ellas.

Sin embargo, el anuncio de probables nevadas y, sobremanera, de nieblas seguras, me habían decidido a optar por el tren.

Había algo que contribuía en gran medida a mantenerme despierto. Era, precisamente, la sospecha de que muchos de mis compañeros de viaje se encontrarían durmiendo a pierna suelta. ¿Cómo podrían ser tan insensibles?

Además, ¿cómo serían capaces de descartar la posibilidad de un horrible accidente? ¡Era tan fácil! Que el conductor, el maquinista, o como se llamara el responsable de aquella coctelera rodante, sufriese una distracción, un desvanecimiento, o se durmiera unos instantes, bastaría para no ver la señal de peligro, una aguja cerrada y que nuestro tren se convirtiera en un gigantesco féretro.

Estas ideas y otras del mismo estilo me obligaban a permanecer tenso, con todos los músculos envarados y los ojos desmesuradamente abiertos, como esperando una tragedia inevitable.

Por fin, después de mucho tiempo, tras incontables vueltas sobre mí mismo que estuvieran a punto de hacerme caer al oscilante suelo, me quedé profundamente dormido, con un sueño sin sueños.

Y ahora, esto. Un despertador extraño, como si alguien me hubiera sacudido por un brazo. Pero, no. Precisamente, lo que me había sacado del sueño era todo lo contrario. Había sido la desaparición de las sacudidas que tanto me habían molestado cuando me acosté.

No obstante, en mi cuerpo advertía la sensación de que el tren era arrastrado a velocidad vertiginosa, mucho más rápidamente de lo que había viajado nunca.

De pronto observé algo en lo que no me había fijado hasta entonces. A pesar de que, según mi reloj, eran cerca de las siete de la mañana, no se oía la voz de ningún otro viajero. Recordé en aquel momento la ruidosa pareja de muchachas que, alegremente, conversaban en un tono muy alto sin la menor consideración hacia los ocupantes de las cabinas próximas. Me había percatado de que se habían introducido dos puertas más allá de la mía. La razón de su silencio podía estar en que aún se encontraran durmiendo. O también, en que hubieran abandonado el tren.

Presa de un malestar inexplicable, me aseé apresuradamente y, antes de terminar de vestirme, pulsé el timbre de llamada al camarero, para recordarle la petición de desayuno formulada la noche anterior, al subir al tren. Cuando estuve totalmente vestido, volví a repetir el llamamiento sin que, como en la primera oportunidad, alguien acudiera atendiendo a mis timbrazos.

Un tanto mortificado decidí salir al pasillo. Tan pronto como me encontré fuera de mi cabina, fuertemente asido a la barra metálica situada ante la amplia ventana, la inquietud que se había apoderado de mí al despertar, se convirtió en una angustiosa desazón difícil de soportar.

Había amanecido y, aunque no era totalmente de día, la luz bastaba para ver desfilar los arboles cercanos a la vía férrea. La velocidad a que viajábamos era tal que parecíamos deslizarnos ante una interminable empalizada. Reinaba un silencia de muerte. Al hacerme esta última reflexión, conseguí serenarme un tanto poniéndome en guardia contra mi exaltada imaginación, siempre más desbocada tras una noche como la pasada sin haber gozado de las ocho horas de sueño a que estaba habituado.

Pero todas mis exhortaciones resultaban vanas. Entonces, decidido a desvelar aquello que me parecía un misterio, avancé pasillo adelante.

No llegué muy lejos pues de la cabina del fondo surgió repentinamente un empleado del ferrocarril, al menos como tal iba vestido, que me dijo: “Buenos días, señor. Si se había propuesto pasar al vagón delantero, olvídelo. Hace poco tiempo se ha desprendido la plancha de acero que sirve como pasarela. Sería muy peligroso tratar de saltar. Lo mismo ha sucedido con la que nos unía al vagón que nos sigue.” Y agregó, con lo que me pareció una sonrisa burlona: “A todos los efectos estamos aislados.”

“En realidad –respondí- trataba de hablar con el empleado que me recibió anoche. ¿Dónde está? Le había pedido que me sirviera el desayuno y como no lo ha hecho, he tocado el timbre varias veces, pero no ha pasado por mi cabina.”

“Pues ha sucedido algo sumamente penoso. Anoche, repentinamente se ha sentido mal y nos hemos visto obligados a dejarlo en León. Se lo llevaron al hospital en una camilla. En cuanto a su desayuno, el señor lo tiene servido; esta sobre la mesita de su cabina.”

“Acabo de salir de allí y no he visto nada –le dije. Además, nadie ha llamado a mi puerta. No puede ser –añadí.”

“Perdone el señor, pero ¿cómo es posible que no lo recuerde? Yo mismo se lo llevé. Me ha pagado Vd., dándome diez duros de propina”, contradijo el hombre.

“Pero, ¿cómo sabia Vd. lo que he pedido para desayunar? Si su compañero ha enfermado de pronto, seguramente no tendría la presencia de ánimo necesaria para comunicarle mi encargo.”

“No era necesario –siguió el nuevo camarero. En la parte de atrás de su billete, había escrito su pedido. Lo tengo ahí con el resto de los billetes. Sígame Vd., por favor. Va a enfriarse el café.”

Y, después de mirarme fijamente a los ojos, me precedió por el pasillo, hasta detenerse ante mi puerta. Abrió ésta y, con un ademán de ambas manos y una inclinación de cabeza, me invito a entrar.

Mi sorpresa a la que, no tengo inconveniente en confesarlo, vino a unirse un súbito pavor, fue enorme pues, tal como había anunciado el mozo, el desayuno se encontraba sobre la mesita.

Aquella situación era increíble. Imposible de admitir. El hombre había salido de una cabina más cercana que la mía, a la cabecera del tren. Por esta razón no existía la posibilidad de que me hubiera pasado desapercibida la colocación de la bandeja. No le había dado la espalda en ningún momento. Además yo no había hablado nunca con aquel hombre.

Tenía que existir un cómplice, me dije. Un cómplice que introdujo en mi cabina aquel maldito desayuno, viniendo del otro extremo del vagón cuando yo hablaba con el empleado que ahora me contemplaba con mirada burlona. Pero, un complica ¿en qué, y para qué?

Para terminar con aquella situación increíble, y porque –de verdad- el personaje me causaba auténtico temor, le dije: “Está bien, está bien. Muchas gracias.”

Tan pronto como pude hacerlo sin parecer descortés y, sobre todo, sin querer dar la sensación de que me encontraba asustadísimo, cerré la puerta y corrí el cerrojo.

Deseaba estar solo para analizar los hechos. Todo me resultaba increíble. El conjunto de sucesos extraños parecía producto de una pesadilla pero, no lo era. Yo estaba totalmente despierto y había algo que me lo demostraba, algo que ponía en evidencia que yo era el centro de una maquinación, de que estaba mezclado en un asunto irregular.

La prueba que poseía era el billete. Recordaba con toda nitidez cómo, la noche anterior, cuando me disponía a entregarlo al empleado que recibía a los viajeros al pie del estribo, me di cuenta de que en el dorso de aquella cartulina alargada tenia anotados algunos nombres, direcciones y teléfonos de personas a quienes debía visitar en Madrid. Por ello, le había pedido me permitiera conservara en mi poder hasta que hubiera copiado los datos en la agenda de notas. Él había respondido que no existía inconveniente alguno; que ya se lo entregaría a la mañana siguiente.

Yo sabía que el billete se encontraba en un bolsillo de mi chaqueta y, sin embargo, deseaba con toda el alma equivocarme. ¿No estarían jugándome una mala pasada la imaginación y la memoria?

Cuando comencé a registrarme los bolsillos, lo hice iniciando la búsqueda por aquellos que menos posibilidades tenían de contenerlo. ¡Deseaba tanto que no apareciese!

Pero desgraciadamente, el billete apareció. Aún antes de sacarlo con dedos temblorosos del bolsillo exterior izquierdo, al tacto, lo reconocí. Sí, allí estaba. Tuve que tomar asiento porque las piernas parecían habérseme convertido en gelatina. Al mismo tiempo, noté que los pelos cortos de la nuca y la sotabarba se ponían de punta.

Como un autómata, sin saber realmente lo que hacía, me serví una taza de café. Aún humeaba, abrí la bolsita de azúcar y, totalmente abstraído en los desagradables pensamientos que me asaltaban, vertí su contenido en el café. Luego, bebí un largo trago que me abrasó la boca y la garganta. Mi desayuno estaba casi hirviendo.

Tratando de encontrar una explicación admisible para aquella alarmante situación, me dejé caer hacia atrás, apoyé la cabeza en la almohada y, sin duda, fatigado por la tensión, me dormí nuevamente.

Cuando volví a despertar, me puse en pie de un salto y miré el reloj. Como cuando lo hice, mucho tiempo antes, señalaba las siete menos cinco. Ahora también fallaba el reloj. Aquello era el colmo. Le había colocado una pila hacía tres días y, desde entonces, no le había dado ningún golpe. Se trataba de un aparato japonés, garantizado contra todo, menos terremotos, que siempre había marchado perfectamente.

Pensé entonces que el extraño empleado con el que había hablado, no sabía cuando, podría decirme la hora exacta. De paso me enteraría de cuánto tiempo faltaba para llegar a Madrid.

En el pasillo me aguardaba otra sorpresa. A media distancia, entre mi cabina y la puerta delantera del vagón, sentado sobre sus patas traseras, mostrándome sus agudos colmillos y gruñendo amenazadoramente, se hallaba un perro. Creo que un Doberman.

Si quería seguir avanzando tendría que pasar rozándole. Recordé entonces, que una demostración de temor constituye una invitación a pasar al ataque, confié en que quien puso en circulación esta teoría supiese de qué hablaba y continué andando, tratando de convencerme al propio tiempo de que el animal que me contemplaba con los ojos inyectados en sangre era tan inofensivo como una maleta.

Al pasar a su lado, con un movimiento rapidísimo, asió entre los dientes mi mano izquierda. No apretó mucho, pero tampoco me soltaba. Yo no sabía qué hacer. También conocía la tesis que afirma la inconveniencia de emplear la fuerza en casos como el que me ocurría, y asegura las ventajas de la utilización de una voz persuasiva y tranquilizadora.

Así pues, inicié un largo discurso en el que abundaban palabras suaves y cariñosas, pero aquel salvaje no debía haber escuchado a quienes me habían hecho creer aquellas patrañas.

De pronto, cuando los gañidos del perro empezaban a subir de tono, de la última cabina, cuya puerta se encontraba media abierta, salió una voz que dijo: “Suelta. Ven”

Al escuchar aquellas palabras, el perro abrió la boca y se fue como una exhalación introduciéndose en la cabina donde habían partido las ordenes salvadoras.

Dispuesto a aclarar tan duradero y complicado enigma, también yo me dirigí al mismo compartimento, abrí la puerta de par en par, y entré; sólo para recibir dos nuevas sorpresas. Allí no se encontraba el perro. En cambio, arropado de tal manera que únicamente asomaba la cabeza por encima del embozo, se hallaba en la litera el empleado que me había recibido la noche anterior.

Tan pronto como me vio, con voz en la que se ponía de manifiesto sorpresa y asombro, dijo: «Ah, ¿está usted bien?», añadiendo casi sin hacer pausa: «Váyase, váyase.»

Había tal terror en su mirada que, sin vacilar salí cerrando la puerta tras de mí.

En aquel momento, me dí cuenta de que la mano mordida por el perro me dolía. Después de comprobar que sangraba un poquito -tenía marcadas profundamente las huellas de los dientes y los agudos colmillos del Doberman- improvisé una venda con el pañuelo.

Me encontraba finalizando la rápida cura cuando, como surgido de la nada, apareció a mi lado el mozo con el que deseaba hablar tras el singular desayuno.

«¿Qué le ha ocurrido?», preguntó.

Al responderle que acababa de morderme un perro, me dijo que aquello era de todo punto imposible porque en aquel tren no había ninguno. Añadió que si viajase algún animal con nosotros tendría que hacerlo en el furgón.

Le conté, entonces, todo lo que había sucedido, mi encuentro con el primer empleado, aquel que, según me había dicho, se encontraba en un hospital de León. Sin decir palabra, me asió por un brazo y me acompañó a la cabina que le indiqué. Abrió la puerta, me dijo que pasara; lo hice y comprobé desconcertado que el compartimento se encontraba totalmente vacío. Todo estaba en orden y allí no parecía haber estado nadie.

A pesar de ello, yo estaba seguro de que en aquella cabina había visto al falso enfermo, éste me había hablado y, aunque no tenía pruebas, sospechaba que fue él quien me había librado de las poderosas mandíbulas del perro volatilizado como por arte de magia.

El asombro que me producía el escepticismo de mi interlocutor subió de punto cuando, al preguntarle que hora tenía, respondió que eran las siete menos cinco. Agregó que en poco más de una hora llegaríamos a Madrid.

Completamente desconcertado, ignorando a qué atenerme y sin ánimo para hacer nuevas preguntas, resolví encerrarme en mi cabina hasta la llegada al lugar de destino. Cuando me encontré a solas y después de echar el pestillo a la frágil puerta que parecía el único obstáculo que me separaba de un mundo de locura, a salvo de la mirada entre grave y jocosa de aquel hombre, comprobé mi reloj. ¡Seguía señalando las siete y media!

Bruscamente, movido por un impulso repentino, saqué de la cartera una bolsita de plástico que contenía fotografías de carnet, retiré estas y, en su lugar, introduje cuidadosamente unas gotas del café que aún quedaba en la taza. Luego volví a meter el pequeño sobre en el bolsillo superior de la chaqueta, procurando que su lado abierto quedara situado hacia arriba.

Si alguien me hubiera preguntado para qué realicé semejante tarea, no podría responder. Debió ser el resultado de un estímulo del subconsciente.

Pasó algún tiempo durante el cual no hice más que contemplar el vertiginoso desfile de cuanto se encontraba al otro lado de la ventanilla. Hubo un instante en que me apercibí de que ya no viajábamos a la misma velocidad que cuando desperté al amanecer. Paulatinamente, la ligereza de nuestra carrera fue disminuyendo y el cambio trajo consigo el ruido.

Al principio, hube de esforzarme para captarlo pero, poco a poco, se convirtió en el estruendo familiar que tanto había echado de menos. Luego hubo un enorme fragor y el bamboleo característico de una entrada en agujas, es decir, en un amplio espacio destinado a maniobras por medio de una red de vías. Estábamos entrando en Madrid.

En cuanto el suelo bajo mis pies inició una nueva aproximación a la normalidad, señal inequívoca de que íbamos a detenernos, tomé el pequeño maletín que contenía mis efectos personales, salí al pasillo y, apresuradamente, me encaminé a la puerta del vagón.

Afortunadamente no había rastro del mozo ni del perro. No sentía el menor deseo de volver a ver a ninguno de los dos.

Antes de que el tren se detuviera por completo ya había logrado abrir la puerta y sujetarla con el resorte correspondiente; me situé en el estribo y salté al andén en cuanto me pareció conveniente hacerlo. Sin perder impulso, continué corriendo, crucé a paso de carga el amplio vestíbulo -que nunca me pareció tan amistoso, cálido y humano- y no me detuve hasta que me encontré a salvo dentro de un taxi.

Cuando, apenas recobrado el resuello, le pedí al conductor del vehículo que me llevara a la comisaría más próxima, se quedó mirándome unos instantes y comentó: «Parece que ha visto usted fantasmas.»

«Tiene usted ojo clínico, amigo», respondí. «No ha sido eso, pero si algo muy parecido.» Después, aunque el taxista era hombre locuaz y trataba de hacerme hablar, me encerré en un mutismo que no estaba dispuesto a romper hasta que me encontrara en presencia de la policía.

Pronto hallé una comisaría. Allí dije a la persona que me recibió, que deseaba hablar con el Comisario o, en su defecto, con quien ostentara la misma categoría. Me preguntó mi nombre y, para no perder tiempo, le entregué una de mis tarjetas de visita. Regresó enseguida del despacho contiguo al que había entrado y me pidió que le acompañara.

Al entrar, un hombre alto y encorvado, pelirrojo y con gruesas gafas, se levantó de su silla y, rodeando la mesa tras la que se hallaba sentado, salió a mi encuentro tendiéndome la mano y pidiéndome tomara asiento. Antes de hacerlo, le pregunté si él era el Comisario.

Con una sonrisa de disculpa me dijo que allí no había Comisario. El era Inspector Jefe y a él debía decirle qué me llevaba a su presencia.

Entonces me senté y, antes de comenzar a relatar lo que, a mi juicio, y sin duda al suyo, era un absurdo, le dije que era abstemio, que nunca había tomado drogas ni somníferos y que no se trataba de ninguna broma. Después, procurando no extenderme demasiado, sin describir mis sensaciones personales y tratando de utilizar un orden cronológico, emprendí la narración de los hechos. Pronto me interrumpió para preguntarme si tenía inconveniente en que fuera tomado taquigráficamente cuanto le estaba diciendo. Al responderle que no, utilizo el dictáfono para ordenar que acudiera un taquígrafo. Este llegó casi inmediatamente.

De nuevo volví a emprender la relación de los hechos. El Inspector Jefe no me interrumpió ni una sola vez y, cuando hube finalizado, le dijo al taquígrafo: «Si lo ha tomado todo, que lo pasen a máquina ahora mismo. Luego tráigame la transcripción, por favor.»

Casi sin transición, me pidió que le mostrase el billete que había mencionado y al que aún se encontraba cosida la copia del pago realizado con tarjeta de crédito. Con movimientos seguros, desplegó el periódico que estaba sobre la mesa, pasó a la segunda página, colocó encima de la misma la factura, billete, tarjeta de visita y mi DNI, que me había pedido al principio de nuestra entrevista.

Unos momentos más tarde elevó la mirada y, fijando sus ojos en los míos, me dijo: «Efectivamente, sucede algo extraño. Procure tomar con tranquilidad lo que voy a decirle. En el diario de hoy se da cuenta del terrible accidente sucedido en el expreso que efectuaba ayer el recorrido Gijón-Madrid. A las siete menos cinco de la mañana ha sufrido un descarrilamiento. Ha habido veintisiete muertos, todos ellos del vagón número cinco. También se produjeron sesenta y dos heridos, de ellos veintiuno, graves.»

Cuando le miré, creo que con expresión de no comprender muy bien lo que decía, continuó: «Bastaría la coincidencia de la hora que señalaba su reloj cuando se paró y el momento en que tuvo lugar el accidente. Pero, perdone un momento -se detuvo y salió de la habitación, regresando poco después.- Lo verdaderamente curioso es que, como resultado de la investigación realizada  durante todo el día de ayer, se ha puesto de manifiesto que falta el cadáver de un viajero que ocupaba, en el vagón cinco, la cabina número nueve. La estación de Oviedo, a través de su oficina central de despacho de billete ha informado que la cama ha sido vendida a Gabriel Zarza Tossa, el cual ha pagado su importe con tarjeta de crédito. Es decir, a usted mismo, porque, según su tarjeta de identidad, usted es Gabriel Zarza Tossa.»

Al ver que yo palidecía y vacilaba en la silla que ocupaba, se interrumpió nuevamente y, sacando del cajón inferior de la mesa una botella de coñac y un vaso me sirvió una generosa dosis que me rogó bebiera. Era lo mejor para casos como aquel, me dijo. Además, aún faltaba algo, añadió. Mi nombre figuraba en la lista de víctimas mortales del periódico y yo debería haber fallecido si hubiera tenido en cuenta la fecha del billete.

Con mano temblorosa, cogí la cartulina y comprobé que era cierto. La fecha que me indicaba en la misma era la del día del accidente. Yo había viajado veinticuatro horas después.

En aquel momento entro un nuevo policía. Traía en sus manos la transcripción de mi relato y el informe del laboratorio. Los restos del café de mi desayuno no contenían sustancia extraña alguna. Era café normal. Un tanto flojo, pero auténtico.

Los acontecimiento empezaron a precipitarse. Llovieron los informes que no hacían otra cosa que complicar la madeja. El mozo del vagón número cuatro había sido encargado de atender las llamadas de los viajeros acomodados en éste y en el cinco. Desde el último nadie había requerido sus servicios. No se había desembarcado ningún enfermo en León. Mi billete no se encontraba entre los recogidos en Oviedo. El tren había viajado a la misma velocidad de siempre y no figuraba perro alguno en la lista de embarque. Por último, aquel empleado no respondía a la descripción de los hombres con los que yo había hablado.

El Inspector, después de meditar un rato y de volver a estudiar las señales de la mordedura que aún se veían en mi mano izquierda, me acompañó a la puerta y, ofreciéndome su diestra, me despidió, diciendo: «Aunque no lo comprendo, creo cuanto ha dicho y lamento tener que contribuir a aumentar su confusión informándole de que entre los restos del vagón número cinco del tren accidentado ayer, ha sido encontrado muerto un Doberman.»

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones sin partitura, Oviedo 1987