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Hágalo usted mismo

EEUU, patria de casi todos los inventos y descubrimientos y único país de la tierra donde florecen como hongos los hombres no nacidos de padre y madre, los «self made men», tuvo, hace algunos años, la original idea de creer que cualquier hijo de vecino podría hacer por sí mismo, todo, arreglarlo todo e, incluso mejorarlo todo.

De allí salió aquello de «hágalo usted mismo». Bueno, de allí  y de sus ansias de vender su producción de herramientas.

Es probable que en EEUU, con una población de 240 millones de habitantes dotados de un temperamento distinto, su genial ocurrencia haya tenido éxito.

Desgraciadamente, «Spain is different» y por ello, sólo algunos incautos emprendedores prefirieron hacerlo ellos mismos a encomendar sus chapuzas a quienes vienen encargándose de ellas tradicionalmente.

Entre estos incautos lamento verme obligado a incluir a Laura y Juan, joven matrimonio con cuya amistad me honro.

Él, técnico en automatismos y ella, analista de programación de ordenadores, decidieron proceder personalmente, prestando oídos al «hágalo usted mismo», a automatizar la caseta que habían adquirido a orillas de la ría de Foz, un lugar desde el que podían contemplarse las siempre cambiantes tonalidades de las aguas. (¡Ya podían tomar ejemplo las de los mares Negro y Rojo, tozudamente fieles a su monocromatismo!)

No resultó fácil la planificación pero, finalmente, todo estuvo listo para iniciar la tarea que, terminada, permitiría que cada ventana de guillotina, y cada persiana se elevara y descendiera simplemente mediante el pulsado de un botón, eliminando el desagradable empleo de la fuerza bruta. Cada puerta, gracias al concurso de células fotoeléctricas hábilmente situadas, abriría en las dos direcciones. Merced al mismo sistema, el contenido de la nevera sería asequible sin realizar esfuerzo alguno.

Ingeniosas combinaciones de distintos elementos técnicos posibilitarían el cierre y apertura de toda la grifería, incluyendo naturalmente la ducha; las luces eléctricas de cada estancia se encenderían por sí mismas cuando las condiciones de la luz diurna y la presencia de alguien en cualquier habitación lo hicieran necesario.

El artilugio que mayor satisfacción causaba a Juan y a Laura era un aparato de alarma conectado a todas las entradas de la vivienda, dotado de una ruidosa sirena capaz de poner en pie de guerra a toda la Policía de la Comunidad Autónoma Gallega.

Techos y muros habían sido provistos de diminutos orificios que darían paso a un diluvio de espuma en caso de incendio.

La calefacción se ponía en marcha cuando la temperatura ambiente lo hiciera aconsejable.

La cocina, verdadero laboratorio culinario eléctrico, entraba en acción al registrar el peso de los recipientes, graduando la temperatura de acuerdo a una tabla neperiano-logarítmica incorporada.

Termostatos, reostatos, hidrostatos, relais, manómetros y otros aparatos de medición y comprobación tenían sus replicas en un panel de mandos situado en la cocina-comedor.

La noche que se dio por finalizada la complicada obra, Laura anunció a Juan que le tenía reservada una cena sorpresa. Dispuesta la cena, la analista pretendió extraer del horno el plato fuerte de aquella comida inaugural, pero la puerta se negó a abrir.

«No sé que pasa aquí», dijo con expresión de extrañeza.

«No te preocupes, cariño», aconsejó Juan. «Vamos a abrir por el procedimiento manual. Ya veremos que ha ocurrido».

Y dando un fuerte tirón, abrió la puerta en rebeldía.

En aquel momento se desencadenó un verdadero pandemonium. Las luces se apagaron, las ventanas y las puertas trasera y delantera, comenzaron a abrirse y cerrarse. Todos los grifos, como contagiados por tanta actividad, se abrieron dejando pasar el agua a raudales. La calefacción se encendió alcanzando en un momento los 65 grados, y la espuma contra incendios manó abundantemente para tratar un inexistente fuego. Las persianas, desbocadas, subían y bajaban sin darse un momento de reposo.

Para aumentar la confusión, la alarma, fiel a su misión, lanzaba intermitentes aullidos.

A tientas, buscaron unas linternas y, tan pronto con un calor infernal como con un frío polar, chapoteando entre agua y espuma, medio sordos a causa de los espeluznantes gemidos de la alarma, tras declararse incapaces de poner orden en aquel caos, cenaron el contenido de una lata de sardinas que hubieron de abrir a martillazos pues, naturalmente, al abrelatas eléctrico no hubo forma de convencerle para que realizara su misión.

A la mañana siguiente, tras una noche sin pegar ojo, se juraron, con la misma solemnidad con que se prometieron amor eterno el día de su boda, que lo de «hágalo usted mismo», nunca más.

Me consta que cumplieron su promesa. Hasta para cambiar las bombillas fundidas recurren a un electricista. Al mismo que me presta idéntico servicio.

Pedro Martínez Rayón, Reflexiones con sordina, Foz, 1986